jueves, 9 de diciembre de 2010

Cuando veamos el Pesebre...


Cuando veamos el Pesebre, como cristianos, como católicos, debemos trascender las apariencias. ¿Qué apariencia aparenta el Pesebre? Parece ser una bucólica escena familiar, que recrea las condiciones de una familia ideal: una madre, que acaba de dar a luz a un hijo; un padre, que se regocija por el nacimiento de su primogénito; los pastores y los magos, podrían representar a la comunidad humana, en sus diferentes estratos sociales, que participa de la alegría del nacimiento de un nuevo ser humano. Los ángeles, si los incluimos, formarían parte del universo, en el cual está inserto el nuevo ser que llega a este mundo.

Pero si miramos al Pesebre con ojos humanos, no veremos la esencia y la profundidad del misterio, así como quien navega en un débil barquillo por la superficie del mar, no puede contemplar la majestuosa inmensidad de su profundidad del mar.

Cuando veamos el Pesebre, más que ver con los ojos del cuerpo, debemos contemplarlo con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe.

Cuando veamos el Pesebre, veamos en el Niño de Belén no a niño humano más, sino a Dios Hijo, que sin dejar de ser Dios, se hace Niño, extendiendo sus brazos en la cuna, para extender luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad, y así llevarla al seno del Padre, en el Espíritu.

Cuando veamos el Pesebre, al contemplar el frágil cuerpo del Niño recién nacido, que llora de frío y de hambre, como todo bebé recién nacido, contemplemos el misterio de Dios, que desde el seno del Padre, en donde habitaba por la eternidad, sin llanto, ni dolor, ni preocupaciones, en la alegría infinita y eterna de la compañía de su Padre y del Espíritu, decidió venir a este mundo, a sufrir desde el instante de su concepción, a llorar, desde el momento en que nació, a pasar hambre y, sobre todo, a padecer la Pasión de Amor por los hombres, para que los hombres no se perdieran.

Cuando veamos el Pesebre, nos asombremos por el hecho de que el Dios Omnipotente, el Dios de tremenda majestad, el Dios que es Justo Juez, que habrá de juzgar un día a toda la humanidad, viene a nosotros no envuelto en los fulgores de su divinidad, en los esplendores de su majestad, sino en el débil cuerpo de un Niño, extendiendo sus bracitos en la cuna, para ser levantado en brazos y adorado por los hombres de buena voluntad.

Cuando veamos el Pesebre, agradezcamos con loas, con cantos, con gritos de alegría, a la Virgen María, porque Ella, con su “sí” al plan del Padre eterno, anunciado por el Ángel Gabriel, hizo posible la Encarnación de la Palabra, y al revestirla con su propia naturaleza humana, con su carne y con su sangre, hizo posible que el Dios Invisible, el que habita en una luz inaccesible, se hiciera visible y accesible a nosotros, los hombres.

Cuando veamos el Pesebre, no lo veamos con ojos humanos; lo contemplemos con la luz de la fe.