miércoles, 30 de noviembre de 2011

¿Hacer lo que quiero o hacer la Voluntad de Dios?







En la vida de todo joven, llegado un determinado momento, se presentan dos caminos a seguir. Obligadamente, se debe elegir uno de dos, pues los caminos llevan a lugares muy distintos.
Los dos caminos tienen un punto de partida y un punto de llegada; en ambos hay, a los costados, gente que anima a seguir por uno o por otro camino.
El primer camino comienza con una enorme y gigantesco portón de oro macizo, muy ancho, tan ancho, que pueden pasar por ahí grandes cantidades de gentes, y de hecho, muchos lo atraviesan, prácticamente corriendo. Hacia la parte superior del portón de oro, hay un letrero, también gigante, con luces de colores, que se prenden y apagan continuamente que dice: "Haz lo que quieras. No hagas caso a Dios ni a tus padres ni a nadie. Haz lo que quieras hacer, sin que nada más te importe".
Este primer camino, que es muy ancho, está pavimentado con baldosas de oro y de plata, y en las junturas de las baldosas, hay gran cantidad de piedras preciosas: diamantes, rubíes, zafiros, esmeraldas. Además, cada tanto, hay como pequeñas montañitas de billetes de todas clases y tamaños.
En las paredes están ubicados grandes televisores de plasma, que pasan todo tipo de programas, y como los televisores son tan grandes, no se puede ver qué hay más allá de las paredes; además, a los que eligen por este camino, les dan a la entrada -gratis- equipos de audio de última generación, con auriculares, para poder ir escuchando la música que quieran: wachiturros, cumbia, cuarteto, Lady Gagá, rock, heavy metal, etc. Les dan también play-station portátiles y computadoras con conexión gratis a internet, para que mientras caminan -algunos corren- puedan ir viendo todo lo que más les guste: fútbol para todos, showmatch, gran hermano, novelas, películas violentas, indecentes, etc.
A los costados del camino, y separados por escasos metros entre sí, se encuentran expertos cocineros y asadores que ofrecen a los caminantes todo tipo de manjares suculentos. Algunos, incluso, comen por comer, por diversión, dándose atracones de gula, como si hicieran competencia para ver quién come más (como pasa en algunos programas de televisión). El que quiere -es la mayoría- bebe todas las bebidas que están prohibidas para un joven, y hace todo lo que está prohibido.
En este camino, cada cual puede vestirse como quiere, porque el lema de la entrada era: "Haz lo que quieras". Así, las mujeres van vestidas de modo indecoroso, y los varones también. Los que van por este camino, sólo se quieren a sí mismos, porque no aman a Dios ni al prójimo.
Total, nadie dice nada, y si alguien llegara a decirles algo, los jóvenes le contestarían: "Yo hago lo que quiero". Y si alguien les dijera que deben rezar, les contestarían: "En este camino no existe la oración y como yo hago lo que quiero, si no quiero rezar, no rezo".
Pero esto es al inicio de este camino. Dijimos que tenían un principio y un fin, y a medida que el camino avanza y va llegando a su fin, los que transitan por él notan algo extraño: se va haciendo cada vez más fácil de caminar, porque metro a metro el camino se desliza más y más hacia abajo, pareciéndose a un tobogán, y como los que transitan por él no pueden volver atrás, y se hace cada vez más inclinado, la gran mayoría pierde el equilibrio y lo único que puede hacer es dejarse arrastrar por la caída, que hacia el final es prácticamente vertical.
Al mismo tiempo, todo va desapareciendo: los televisores de plasma, los carritos con comida que había a los costados, las bebidas de todo tipo, las ganas de escuchar música indecente, las ganas de mirar programas que no se deben mirar; el camino mismo ya no es de oro y plata, con piedras preciosas, como era al comienzo, sino de barro sucio y viscoso que huele cada vez peor; ya no se escucha la música, sólo empiezan a escucharse gemidos y gritos de auxilio, de aquellos que, asustados, se dan cuenta de que todo fue un engaño. Comienzan a verse sombras, cada vez más numerosas, pero que no son sombras, porque son ángeles caídos, muy oscuros, con alas como de murciélagos, y con ojos rojos de mirada agresiva, que provocan terror y espanto a los que se deslizan por este camino.
Hacia el final del camino, que ya parecía prácticamente un tobogán, hay otro portón, también muy ancho y con la misma forma del portón de oro, que es encontraba al inicio, pero de un material distinto, porque parece hecho de azufre caliente, y con otra inscripción, que dice: "Los que entren aquí, pierdan toda esperanza".
El segundo camino, a diferencia del primero, es muy angosto, y para llegar al camino, hay que atravesar una puerta que es igualmente angosta, y es tan angosta esta puerta, que sólo puede pasar una persona con un corazón pequeño, humilde, y sin ninguna otra cosa material que una túnica blanca. Los que tienen un corazón hinchado y ennegrecido por la soberbia, y los que están llenos de cosas materiales, de dinero y de joyas, no pueden pasar, porque la puerta es muy angosta. Tampoco pasan los que andan por la vida como lobos, peleando y maltratando a todos; sólo pasan los de corazón manso y humilde, como el Corazón de Jesús. No pasan por esta puerta los lobos, sino las ovejas.
Arriba de la puerta que conduce al camino angosto, hay un letrero que dice: "Yo, Jesús de Nazareth, Soy la Puerta (cfr. Jn 10, 1-11) que conduce a la feliz eternidad".
Los que atraviesan esta puerta y comienzan a andar por el camino estrecho, notan que, apenas traspasada la puerta, un ángel de Dios les da una cruz de madera que tiene el tamaño de la persona que lo recibe y que parece muy pesada, pero al cargarla sobre los hombros, todos se dan cuenta de que es muy liviana, tan liviana, que prácticamente no pesa nada, y esto por las palabras de Jesús: "Mi yugo es suave y mi carga ligera" (Mt 11, 30).
El camino es empinado, y es muy difícil subir. Hay muchas caídas y resbalones, y como al borde del camino hay piedras filosas y espinas, también se producen muchos cortes y heridas de las que sale sangre. Pero cada vez que pasa eso, una Señora vestida de luz, la Virgen María, sana las heridas y todo queda igual que al principio y mejor. Cuando alguno, vencido por el cansancio, resbale y cae y corre peligro de desbarrancarse, siente que una mano, la mano de Jesús -la misma que le dio a Pedro cuando se hundía en el mar tormentoso- lo auxilia y lo lleva nuevamente al sendero.
En el transcurso del camino, que se hace cada vez más empinado, se entonan dulces melodías en honor de Dios Trinidad, que es quien espera en la cima de la montaña. También se reza mucho, porque la oración es hablar con Dios que nos ama.
Y cuando alguien siente hambre, viene un ángel del cielo con algo que parece un poco de pan, pero no es pan, sino el Cuerpo de Jesús en la Eucaristía, y al comerlo, se siente con nuevas fuerzas para seguir. Y para beber, el mismo ángel les da un cáliz, que contiene la Preciosísima Sangre de Jesús, que refresca y reconforta el alma, llenándola cada vez más de amor a Dios y al prójimo. Y también de alegría, porque el que come el Cuerpo de Jesús y bebe su Sangre, experimenta en su corazón la misma alegría de Dios.
En este camino, todos aman a Dios y al prójimo, y por eso se ayudan entre sí: algunos comparten su comida, otros van a socorrer a alguno que ha caído y ha quedado aprisionado entre las rocas, otros, que ya han subido un poco más, se detienen para aconsejar a los que vienen más abajo, para que puedan subir con más facilidad. En este camino no hay rencores, ni envidias, ni peleas, sino solo amistad, risas y alegría.
Hacia el final del camino, que está en lo alto de la montaña, los caminantes notan que la cruz, que era de madera al inicio, abajo, aquí arriba es de luz; además, comienzan a ver a los ángeles y santos del cielo, a la Virgen, y a las Tres Divinas Personas.
Cuando están ya en la cima de la montaña, escuchan la alegre voz de Jesús que les dice: "Venid, benditos de mi Padre, al Reino preparado para vosotros, porque hicisteis la Voluntad de mi Padre y no la vuestra propia cuando cargasteis mi Cruz y cuando fuisteis misericordiosos con los más necesitados. Venid, entrad en el Reino de la eterna alegría, para siempre".

jueves, 24 de noviembre de 2011

Sólo la fe en la voz de la Iglesia nos da la verdadera y auténtica alegría



La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.