miércoles, 26 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (4)

         ¿Cuántos tipos de oración hay?
         Una forma de oración elemental es la oración llamada “vocal”, en la que se unen la mente, el corazón y los órganos vocales para la alabanza, la gratitud -el dolor-, la petición que le son debidas[1]. La oración vocal no necesariamente debe ser audible; podemos orar en silencio, y así lo hacemos frecuentemente, moviendo sólo los labios “de la mente”, o “los labios del alma”, pero, si para rezar usamos palabras, aunque las digamos silenciosamente, esa oración es oración vocal.
         Lo que debemos tener en cuenta cuando hablamos de oración, es que, debido a que no somos ángeles, sino seres humanos, y que por lo tanto, estamos compuestos de cuerpo y alma, unidos substancialmente –quiere decir que no somos ni cuerpos separados ni espíritus separados, sino cuerpo y alma unidos indisolublemente-, nuestro cuerpo expresa la interioridad del alma, y esto se refleja en la oración. Por ejemplo: si en mi interior hago un acto de amor profundo y de adoración profunda a Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, puedo –y debo- acompañar, con mi cuerpo, externamente, ese acto interior de amor y de adoración que hice con mi alma, y la forma de hacerlo con mi cuerpo, es por medio de la genuflexión, es decir, de la posición de rodillas. En otras palabras, la adoración interior que yo hago con mi alma, fruto del amor interior de un acto de mi corazón, a Jesucristo, en cuanto Segunda Persona encarnada, que está Presente, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía, puedo y debo acompañarlo, con un gesto externo de genuflexión, es decir, de doblar mis rodillas, ante su Presencia Eucarística, cuando me encuentre ante el Sagrario o al momento de recibir la Sagrada Comunión, en la Santa Misa, debido a que yo soy un hombre, es decir, estoy compuesto por alma y por cuerpo, y la forma de expresar mi amor y mi adoración a Jesucristo en la Eucaristía, es doble: en el alma, por el acto interior de amor y de adoración; en el cuerpo, por el acto exterior de genuflexión. Lo mismo se diga, por ejemplo, en la ceremonia de Adoración de la Santa Cruz, en el Viernes Santo, o cada vez que se pasa delante del Sagrario, o cuando se está delante del Santísimo Sacramento del Altar en la Adoración Eucarística, etc.
         Otros gestos corporales, que acompañan a los actos internos de amor y de adoración –o veneración, si se trata de la Virgen, o los santos-, son la inclinación de la cabeza al pronunciar el nombre de Dios, de la Virgen, de los santos, etc.
         La oración puede ser individual, o también grupal, y esto es muy común o natural, desde el momento en que Dios nos creó como seres naturalmente sociables, para que vivamos unidos como hermanos, en caridad fraterna. Precisamente, en donde se vive a la perfección esta hermandad es en la Iglesia, que es llamada también “Cuerpo Místico de Cristo”, puesto que los bautizados formamos un cuerpo cuya Cabeza es Cristo y cuya Alma es el Espíritu Santo. Cuando oramos como Cuerpo Místico de Cristo, es decir, como Iglesia, esa oración tiene mucha más fuerza que cuando hacemos oración de forma individual. Además, la oración grupal, tiene una promesa especial de parte de Jesús, que no la tiene la oración individual, y que es su Presencia Personal: “Donde están dos o tres congregados en mi Nombre, ahí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Esto hace tan especiales las oraciones en familia o las oraciones grupales de cualquier tipo, puesto que Jesús está Presente en medio de ellos, y si está Jesús, está también la Virgen, y también están los ángeles de Dios.
         Además de la oración vocal, está la oración “mental”, en la cual no intervienen los órganos de la palabra ni las palabras. En esta oración dejamos que Dios nos hable, en vez de ser nosotros los que hablemos[2]. Dentro de este tipo de oración está la “meditación”, en la que pensamos una verdad de fe, una parte de la vida de Jesús, o de los santos. Y lo hacemos para aumentar la fe, la esperanza y el amor, partiendo de la lectura del Evangelio, o del “Via Crucis”, o de la Pasión, o de la vida de los santos. Lo ideal, es hacer todos los días unos quince minutos de meditación, delante del sagrario, en lo posible, o en un lugar apartado.
         Otra forma de oración, más elevado, es la “contemplación”. En esta forma de oración, cesa toda actividad mental de parte nuestra: no hay ni actividad de la imaginación, ni actividad mental, ni pronunciación de palabra alguna, aun cuando esa palabra sea solo mental; dejamos la mente en silencio absoluto, mirando solo al sagrario, y pidiendo a Dios que sea Él quien nos hable al corazón.
Lo mejor de todo, y lo más seguro, para no caer en engaños y auto-engaños, es encomendar la oración, antes de hacer cualquier tipo de oración, pero sobre todo esta oración de contemplación, a la Virgen, para que sea Ella quien lleve nuestra oración, desde su Inmaculado Corazón, hasta el Sagrado Corazón de Jesús. Encomendándole nuestra oración a la Virgen, estaremos siempre seguros de que nuestra oración será siempre escuchada por Dios.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 571ss.
[2] Cfr. Trese, ibidem.

martes, 18 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (3)


         ¿A quién rezamos cuando rezamos? A Dios Uno y Trino. Él es nuestro destinatario final, aunque nuestras oraciones, para que lleguen “mejor”, pueden ser “conducidas” por “intercesores” o “mediadores” en el Amor: la Virgen, los ángeles y los santos. Es lo que se llama “la comunión de los santos”. Esto es así porque, estando ellos más cerca de Dios, puesto que viven con Él, pueden llevar nuestras oraciones con mucha más facilidad y con menos “interferencias” –por así decirlo-, que si lo hacemos nosotros, por nosotros mismos. En este sentido, la Virgen, los ángeles y los santos, son como “amplificadores” y como “traductores” ante Dios, de nuestras oraciones. Sucede que, debido a nuestra pequeñez e insignificancia –y cuando no, nuestra malicia-, cuando oramos, nuestras oraciones, o son demasiado débiles, o son ininteligibles –por eso de que “no sabemos pedir”- y, lo que es más grave aún, sin amor, o con muy poco amor, y como lo que le da “fuerza” a la oración es el amor, nuestras oraciones, cuando no están mediadas por la Virgen, los ángeles y los santos, no tienen fuerza, y no se elevan más allá de nuestras cabezas, y es así como no llegan –nunca- al trono de Dios. Sin embargo, cuando nuestra oración está mediada por alguno de los bienaventurados habitantes del cielo, estamos segurísimos de que no sólo llegará, sino de que llegará con fuerza, con claridad y, lo más importante, con mucho amor, porque el amor nuestro faltante, será suplido con creces por nuestro santo intercesor. Y cuanto más cerca esté el bienaventurado intercesor que hayamos elegido, tanto más seguros estaremos que nuestra oración será más escuchada y mejor entendida y recibida por las Tres Personas de la Adorabilísima Trinidad. De aquí viene la importancia de elegir siempre, en primer lugar, a la Virgen, como nuestra Celestial Intercesora, para que sea Ella quien lleve nuestras oraciones ante el Trono del Cordero y de la Santísima Trinidad en los cielos, porque, más que estar Ella cerca del Amor de Dios, como lo pueden estar los ángeles y los santos más perfectos, es Dios Amor quien inhabita en su Inmaculado Corazón. Y luego de la Virgen, serán los santos a los que más devoción les tengamos –por ejemplo, el Padre Pío, la Madre Teresa, Santa Teresa de Ávila, etc.-; o nuestros Santos Ángeles Custodios, o los Santos Arcángeles, Miguel, Gabriel, Rafael.

         ¿Qué esperamos entonces para rezar y para elegir a nuestros intercesores y compañeros de oración, si sabemos que con ellos, nuestra oración será escuchada y atendida por un Dios que es Amor infinito y eterno?

miércoles, 12 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (2)


         Ya dijimos que orar es “elevar la mente y el corazón a Dios”. Ahora bien, lo que debemos saber, con respecto a la oración es, que esta es, de parte nuestra, un “acto de justicia” y no un voluntario acto de piedad[1]. En otras palabras: tenemos el deber –de amor- y la obligación –de amor- de orar a Dios, y esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos “regalando” algo a Dios; esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos haciendo “un favor” a Dios, sino que estamos cumpliendo con un deber de amor para con Dios. Cuando oramos, solo estamos devolviendo, por así decirlo, y en una mínima porción, la inmensa deuda de amor y de gratitud que le debemos a Dios, por ser Dios quien es, Dios de infinita majestad y bondad, y por ser Él nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador. Todo lo que somos, todo lo que tenemos; el aire que respiramos, nuestro acto de ser, nuestras potencias del alma, nuestro cuerpo, absolutamente todo, se lo debemos a Él, y por todo eso, le debemos dar gracias. Y eso, sin contar los inmensos dones sobrenaturales, como el haber sido adoptados como hijos suyos por el bautismo; el haber recibido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía; el haber recibido al Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación; el haber sido perdonados en el Sacramento de la Confesión; el haber recibido a la Virgen María como Madre nuestra y como estos, miles de beneficios, que para describirlos en sus grandezas, necesitaríamos cientos de libros para poder enumerarlos a todos y tomar conciencia de la maravilla de tantos dones, que asombra a los ángeles en el cielo.
         La oración, entonces, no es un gesto de condescendencia que nosotros nos dignamos a hacer para con Dios: es un deber de justicia y si no lo hacemos, faltamos gravemente a ese deber de justicia, y nos comportamos como hijos ingratos, desagradecidos, faltos de amor, para con un Padre Dios que se ha mostrado tan inmensamente amoroso.
         Teniendo en cuenta estas premisas, nos preguntamos: ¿cómo orar? Y respondemos que, como en todo lo que hacemos en relación a Dios, nuestro modelo y ejemplo, es Jesucristo. Entonces, para saber cómo orar, debemos contemplar a Jesús, en su oración, y sobre todo, en su oración en la cruz.
         Al orar, la primera intención de Jesús era santificar el Nombre de Dios y eso es lo primero que nos enseñó Jesús a pedir en el Padre Nuestro, que el Nombre de Dios sea santificado: “Santificado sea tu Nombre”. Dios es Santo, Tres veces Santo, y así lo dicen los ángeles en el cielo: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria”[2] y así lo proclama la Iglesia en la Santa Misa, a Jesucristo, antes de la Transubstanciación: “Santo, Santo, Santo”[3]. Así reconocemos la infinita majestad de Dios Uno y Trino y su supremo dominio como Amo y Señor de la Creación. La primera de nuestras intenciones al orar, entonces, debe ser el de santificar el nombre de Dios, que es Tres veces Santo, porque Dios es Uno y Trino.
         La segunda intención, al orar, debe ser el de agradecer a Dios, como ya lo dijimos al principio, por todos los beneficios, dones y gracias que nos concede, no solo en el orden natural, sino en el orden sobrenatural. Muchísimos de estos beneficios, dones y gracias, los conoceremos recién en la otra vida, en la vida eterna[4], porque son tantos, que no nos alcanzarían cientos de vidas terrenas, para conocerlos a todos.
         El tercer fin por el cual debemos orar, es para pedir perdón por nuestras rebeliones, por nuestras ingratitudes, por nuestras indiferencias hacia su Amor. Es decir, debemos orar para pedir perdón por nuestros pecados. Para darnos cuenta de la malicia del pecado, imaginemos la siguiente escena: una madre, que es toda ternura y amor, que se desvive por dar a su hijo todo lo que necesita y aún más, y a cambio, recibe de este hijo desalmado, malos tratos, enojos, reprimendas e incluso, en el extremo de su malicia, le llega a levantar la mano. ¡Un hijo así, merecería ser fulminado por un rayo! Ese hijo, tan desagradecido, para con una madre tan amorosa, somos nosotros, cuando cometemos un pecado, porque respondemos con el mal, a la bondad infinita de Dios. Esa es la razón por la cual debemos orar, para pedir perdón por nuestros pecados, por la malicia de nuestros pecados y por la de nuestros hermanos.
         Por último, y sólo en último lugar, el fin de la oración es pedir las gracias y favores que necesitemos, para nosotros, para nuestros seres queridos, o para cualquier otro prójimo. Por lo general, cuando los cristianos hacen oración, ponen en primer lugar las peticiones, cuando no son las peticiones el motivo exclusivo de sus oraciones. Es como si un hijo se dirigiera a su padre solamente para pedirle las cosas que necesita, limitando su diálogo al pedir y solamente pedir lo que necesita. Ese hijo demostraría, con esa actitud, que es egoísta, que solo piensa en sí mismo, y que, o tiene un amor muy limitado a su padre, o que no lo tiene en absoluto. No debe ser así en nuestra relación de hijos adoptivos para con Dios: no debemos poner las peticiones en primer lugar, en nuestra oración con Dios, sino en último lugar. Dios sabe, antes de que le pidamos, qué es lo que necesitamos, pues conoce nuestros pensamientos desde toda la eternidad, y quiere que se lo pidamos, pero quiere también que santifiquemos su nombre, que lo adoremos, que le demos gracias, que pidamos perdón por nuestros pecados, y que pidamos por los demás, para que seamos generosos, y que en último lugar, pidamos por nosotros.
         Entonces, estos son los cuatro fines de la oración: adoración, agradecimiento, reparación, petición.




[1] Cfr. Leo J. Trese, La fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 568 ss.
[2] Isaías 6, 3.
[3] Cfr. Misal Romano.
[4] Cfr. Trese, ibidem.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (1)


         ¿Qué es “orar”? Podemos decir que la oración es: “la elevación de la mente y el corazón a Dios”. Si es que hay que elevarlos, quiere decir que, de manera habitual, la mente y el corazón se encuentran enfrascados en cosas terrenas, mundanas. Y no puede ser de otra manera, pues vivimos en la tierra, en el mundo. Pero sucede que no fuimos hechos ni para la tierra, ni para el mundo. Y esto es lo que explica el sentimiento de insatisfacción y de infelicidad que sentimos muchas veces, porque las cosas del mundo y de la tierra no nos pueden satisfacer, no nos pueden alegrar, no nos pueden dar alegría y contento, al menos una alegría y un contento que sean plenos, duraderos. Solo Dios puede colmar nuestra sed de alegría, de amor, de paz y de felicidad, porque fuimos creados por Él y para Él. Aquí encontramos, entonces, una primera razón para hacer oración: para encontrar y recibir, de parte de Dios, la alegría, el amor, la paz y la felicidad, que solo Él puede darnos, porque si fuimos creados para Él, solo en Él encontraremos descanso y reposo, y nunca lo encontraremos en esta tierra.

         Recordemos entonces lo que dijimos al inicio: orar es elevar la mente y el corazón a Dios. Orar es como volar sin alas, y es como volar al infinito, porque Dios es Amor infinito. Orar es despegarnos de las cosas de la tierra, para elevarnos a Dios y para encontrarnos con Él, que es nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Salvador, nuestro Santificador. Solo en Dios encontraremos la Fuente Inagotable de Amor, de Bondad, de Luz, de Paz, de Alegría, de Felicidad, de Sabiduría, de Fortaleza, que anhela nuestra alma, pero lo encontraremos siempre y cuando hagamos oración, porque Dios está en lo alto, y nosotros estamos en lo bajo, y solo nos elevamos a lo alto, donde está Dios, por medio de la oración. Quien no hace oración, permanece hundido en las cosas terrenas y mundanas, sin enterarse nunca de que Dios no solo existe y Es, sino que Dios puede y quiere darle todo su Amor, para hacerlo feliz, en esta vida y en la otra. Quien no ora, es como el que, en un día de sol radiante, prefiere sin embargo, ir a esconderse en una cueva oscura, profunda, oscura, maloliente, llena de fieras salvajes y de alimañas. El que ora, por el contrario, es como el girasol que, mientras es de noche, se encuentra inclinado hacia la tierra, con sus pétalos cerrados, pero cuando aparece la estrella del alba, que indica que comienza el amanecer y que ya despunta el sol, abre sus pétales y comienza a girar en busca del sol y cuando lo encuentra, lo sigue durante todo su recorrido a lo largo del cielo: es el alma que, despertando a la vida de la gracia que le trae la Estrella del Alba, la Medianera de todas las Gracias, la Virgen María, abre su alma y su corazón a los rayos de gracia que brotan del Sol de justicia, Cristo Jesús, y lo sigue durante toda su vida, hasta llegar al cielo. Ésta es la importancia de la oración.