miércoles, 17 de diciembre de 2014

El Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo explicado a los jóvenes, según María Valtorta


         ¿Cómo fue el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo?[1] 
Puesto que era Dios Hijo y que la Virgen era Virgen y Madre y su concepción fue obra del Espíritu Santo, su Nacimiento no podía ser al modo humano. La Virgen fue Virgen antes, durante y después del parto, y permanece Virgen y permanecerá siendo Virgen por toda la eternidad. Los Padres de la Iglesia la comparan a un cristal, cuando es atravesado por un rayo de sol: así como el rayo de sol atraviesa el cristal y lo deja intacto, tal como era antes de atravesarlo, mientras lo atraviesa y después de atravesarlo, así Nuestro Señor Jesucristo, estando la Virgen arrodillada en oración, y saliendo del abdomen superior de la Virgen como un rayo de luz, dejó su virginidad intacta, antes, durante y después de salir del vientre de su Madre. También podemos compararla a la Virgen con un diamante: así como el diamante, roca cristalina, atrapa a la luz del sol y, antes de emitirla, la retiene en sí misma para luego recién emitirla, y así como esta luz del sol es emitida y al ser emitida deja al diamante intacto, tal como era en su inicio, antes, durante y después de su emisión, así la Virgen, Madre de Dios, recibió en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre, la Luz Eterna, la atrapó en su útero materno por nueve meses, y luego la emitió al mundo, para iluminar al mundo, que yacía “en tinieblas y en sombras de muerte” con esta Luz Divina, permaneciendo Virgen antes, durante y después de la emisión de esta Luz Eterna, que es su Hijo Jesús.
         Pero veamos qué es lo que nos dicen los místicos, como por ejemplo, María Valtorta, acerca del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
         Así lo narra esta gran mística, en un escrito del 6 de junio de 1944: “Nacimiento de Jesús. Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria. José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María. “ ¿No te has dormido?” le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: “Estoy orando”. “ ¿ Te hace falta algo?”
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…
La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece.
ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús”.
El Nacimiento de Jesús fue milagroso, no fue como todos los demás. Dispongamos nuestros corazones, en esta Navidad, para que nuestros corazones, que son como la gruta de Belén antes del Nacimiento del Redentor, fríos y oscuros, porque les falta el Amor de Dios, sean colmados con el Nacimiento del Niño en nosotros, para que la Presencia del Niño Dios nos llene con su gracia, con su Amor, con su Luz. Y recordemos las palabras de Jesús: “El que no sea como un niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3).



[1] http://www.reinadelcielo.org/visiones-de-navidad-de-maria-valtorta-italia-1944/

sábado, 13 de diciembre de 2014

El Libro de la cruz, la Maestra del cielo y la Ciencia divina


(Homilía con ocasión del egreso de niños de una escuela primaria)
         
       Tener la posibilidad de estudiar es una gran ventaja en nuestra sociedad, porque el acceso a los libros, nos da conocimientos y el conocimiento nos capacita para poder ejercer, el día de mañana, un trabajo digno, para luego poder casarnos, si esa es nuestra vocación, la del matrimonio, y así formar una familia. Entonces, estudiar y leer libros, aprender de los maestros y profesores, aprender las ciencias humanas, es algo muy importante para nuestra vida, porque nos perfecciona como seres humanos y nos permite alcanzar metas y objetivos, como formar una familia y obtener un trabajo. Por eso es que hay que estudiar y hay que atender a los maestros y profesores; más adelante, a medida que se avanza en los estudios, los libros y los maestros y las ciencias, se hacen cada vez más especializados, por lo que hay libros y materias que unos estudiarán y otros no, y hay profesores y ciencias que unos tendrán y otros no, dependen de las carreras que elija cada cual.
Sin embargo, hay un Libro que todo niño y todo joven debe leer; hay una Maestra cuyas lecciones todo niño y todo joven debe aprender y hay una Ciencia que todo niño y todo joven debe aprender: ese libro es el Libro de la cruz, esa maestra es la Virgen y esa ciencia es la Ciencia es la Sabiduría Divina.
En el Libro de la cruz, Jesús nos enseña cómo vivir en esta vida y cómo ir al cielo: nos enseña cómo vivir en esta vida, porque nos enseña todos los Mandamientos, pero sobre todo, los dos Mandamientos más importantes para los niños y los jóvenes: amar a Dios y al prójimo, porque en la cruz, da la vida por Dios y por nosotros, que somos sus prójimos y nos enseña el Cuarto Mandamiento, honrar padre y madre, porque da la vida por amor a Dios, su Padre, y por amor a la Virgen, su Madre; en el Libro de la cruz, Jesús nos enseña cómo ir al cielo, porque nadie va al cielo sino es por la cruz, porque Jesús así lo dijo: “Yo Soy el Camino (al cielo), la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Jesús en la cruz es el único Camino al cielo y nadie va al cielo sino es por Jesús en la cruz.
Al pie de la cruz, está la Maestra del cielo, la Virgen, que es la que nos enseña todas las lecciones del Libro de la cruz. De igual modo que hace una madre con su hijo pequeño, que recién está aprendiendo a leer y a escribir, y con toda paciencia y cariño le enseña y le explica las lecciones más elementales y lo alienta y lo felicita cuando su hijo pequeño hace avances, por minúsculos que sean, así también la Virgen nos ayuda a aprender más fácilmente las lecciones del Libro de la cruz, porque es una Madre y Maestra amorosa, y como hay muchas cosas que no entendemos, Ella se encarga de ayudarnos a leer y a entender en este sagrado y santo Libro de la cruz; la Virgen nos ayuda a contemplar a su Hijo crucificado, haciéndonos ver sus heridas, su Sangre derramada por nosotros, su Amor vertido junto con su Sangre, y cómo Él se interpone entre nosotros y la Justicia y la Ira divina, y cómo Él en la cruz es el signo visible del Amor de Dios Padre y de que Dios Padre nos perdona y quiere que todos nos salvemos y vayamos al cielo.
Pero como todas estas lecciones son un poco difíciles de aprender por nosotros mismos, y todos tenemos que aprender de este libro, todos tenemos que acudir a aprender las lecciones de esta Maestra amorosa, porque solo el que aprende estas lecciones de este Libro, solo ese, puede ir al cielo. El que no se aprende las lecciones del Libro de la cruz, tomando las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, no puede ir al cielo.
Entonces, para resumir un poco, como decíamos al principio: si estudiamos las lecciones de las maestras y profesores de la escuela, si queremos progresar en la vida, formar una familia y tener un trabajo, mucho más, tenemos que estudiar las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, si queremos ir al cielo.

Y también dijimos que en la escuela, aprendemos la ciencia humana, que nos capacita para lograr objetivos en la vida: en el Libro de la cruz, y con las lecciones de la Maestra del cielo, aprendemos la Sabiduría Divina, que nos capacita para lograr un objetivo que es mucho, pero muchísimo mejor y es lograr el Reino de los cielos. Entonces, al finalizar el ciclo lectivo, hacemos un repaso de todo lo que hemos aprendido y damos gracias a Dios por la ciencia humana que hemos adquirido en la escuela, pero no nos olvidemos que hay una ciencia, la Ciencia Divina, que se aprende en el Libro de la cruz, que nos enseña la Maestra del cielo, la Virgen, y es una Ciencia que tenemos que aprender todos los días, para dar un examen final, un examen que vamos a aprobar cuando estemos en el cielo. Además, hay que recordar lo que dice Santa Teresa de Ávila: “El que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”. El que se salva, es decir, el que llega al cielo, ése es el que sabe, el que aprobó el “examen final” La Virgen nos puede ayudar a estudiar y también pueden hacerlo nuestros compañeros de clase que ya han egresado, los ángeles y los santos –como ellos ya han egresado, saben mucho más que nosotros-, pero para aprobar este examen final, tenemos que estudiar –y mucho-, en el Libro de la cruz. Pero si estudiamos todos los días, con la ayuda de la Virgen y de nuestros ángeles custodios, y de nuestros amigos, los santos, que ya han egresado y están en el cielo, el examen va a ser muy, pero muy fácil, y con toda seguridad, vamos a aprobar la prueba final.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (5)


         ¿Cómo hacer una oración que agrade a Dios?
Algo que se debe tener en cuenta a la hora de hacer oración, es la concentración[1] en la misma, puesto que debemos ser conscientes de que rezamos a Dios, es decir, a un ser vivo, y no a un ser inerte. Todavía más, recordemos que el Dios de los católicos, es Dios Uno y Trino, es decir, es Trinidad de Personas: Dios Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo. Por lo tanto, la oración es comunión de vida y amor con Dios, Trinidad de Personas, y Dios es “Dios de vivos y no de muertos”; entonces, cuando oramos, Él, en su Triunidad de Personas divinas, está sumamente atento a lo que decimos y a cómo lo decimos. Para darnos una idea, cuando oramos, sucede exactamente lo mismo a como sucede cuando hablamos con las personas humanas en la tierra: así como no es lo mismo hablar con una persona de forma distraída, sin prestarle atención a lo que le decimos, lo cual demuestra falta de respeto para con esa persona, así tampoco da lo mismo rezar de forma distraída a Dios Uno y Trino, sin prestar atención a la oración que estamos haciendo. Al revés, también es lo mismo: así como cuando hablamos con una persona y demostramos respeto y atención hablando con ella, así también, cuando oramos con atención y devoción, demostramos respeto a Dios, y nuestra oración está mejor hecha.
         Un buen consejo para orar nos lo proporciona San Agustín: nos dice que, al orar, para no distraernos, podemos usar la siguiente técnica: podemos concentrarnos en quien ora –es decir, en nosotros, que somos pecadores-, o podemos concentrarnos en lo que decimos al orar –las palabras de las oraciones-, o podemos concentrarnos en las personas a las cuales dirigimos las oraciones –Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, la Virgen, los ángeles, los santos-. Esta es una buena regla para orar sin distracciones.
         Otra forma de orar es haciendo lo que San Ignacio de Loyola llama: “composición de lugar”, usando la “imaginación”. ¿Cómo se hace? Por ejemplo, se lee un pasaje del Evangelio y luego, dice San Ignacio, uno se introduce con la “imaginación contemplativa”, como si fuera “un esclavito indigno”, buscando de aplicar los sentidos, siendo un espectador pasivo de la escena, escuchando lo que dicen Nuestro Señor, la Virgen, los discípulos de Jesús, etc. También se pueden aplicar los otros sentidos, con sumo respeto y consideración. Con esta técnica, se pueden usar no solo pasajes del Evangelio, sino vidas de santos, y otros libros usados para la formación espiritual del cristiano.
         Otro aspecto que hay que tener en cuenta en la oración, es que, ante Dios, lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad de la oración. Es lo que Jesús nos quiere decir, cuando dice en el Evangelio que no debemos orar solo “moviendo los labios, como los paganos”, que creen que por mucho orar, serán escuchados. Lo que cuenta, ante Dios, no es la oración superficial y dicha en cantidad, sino la oración que brota desde lo más profundo del corazón, la oración dicha en el silencio del corazón y con amor; puede expresarse o no con los labios, pero lo que cuenta es que esté precedida por el amor del corazón. Por eso puede decirse que la oración, para que sea verdadera, tiene que tener estas dos partes: la interior, que es el amor del corazón, y la exterior, que es el sonido con el que se la escucha audible y exteriormente. Si la oración no tiene el componente del amor, dirigido a Dios Uno y Trino, es una oración vacía, hueca, que resuena exteriormente, “como un címbalo”, pero que no llega a Dios; esa sí es como la oración de los paganos; puede ser una oración abundante en cantidad, pero al no contar con el “propulsor” o el “motor interior” o “combustible interno” que es el amor, no puede remontar vuelo y apenas sale de los labios, cae a tierra y no se remonta a los cielos, y nunca llega a Dios, aun cuando esa oración esté formada por las más hermosas palabras.
         Por el contrario, cuando la oración brota desde lo más profundo del corazón, esa oración llega hasta el altar del cielo, hasta el trono del Cordero en los cielos, porque el Amor es el motor de esa oración y es un motor potentísimo, que la impulsa y le da una fuerza potentísima, tan potente, que la hace llegar hasta el Corazón mismo de Dios.
         Ahora bien, si esto es así, aquí se nos presenta un problema: ¿cómo hacer para que esa oración se encienda en el amor, si la mayoría de las veces nuestro corazón está como apagado y falto de amor para con Dios? ¿Cómo hacer para que la oración posea el propulsor del Amor y así pueda llegar hasta el trono del Cordero en los cielos, si la mayoría de las veces, nuestro corazón está ocupado por el amor a las creaturas y con ese amor la oración no puede llegar hasta Dios? Para que nuestra oración cuente con el amor necesario que le sirva de “combustible propulsor” que lo haga llegar hasta el cielo, es necesario que, antes de hacer oración, nos serenemos unos minutos, nos relajemos, aquietemos nuestros pensamientos, nos concentremos en la actividad  que estamos por hacer, y nos encomendemos a nuestro Ángel de la guarda y principalmente a la Virgen, nuestra Madre del cielo, para que Ella, que es Madre y Maestra de oración, guíe nuestra oración ; de esa manera, nuestra oración estará encendida por la gracia, y la gracia será la que le dará el amor necesario para que se eleve a la Trinidad, hasta el trono de la majestad del Cordero en los cielos, porque con la gracia, nos será dado el Amor de Dios, que nos hará amar al Dios Trinitario, el amorosísimo Dios al cual dirigimos nuestro ser cuando oramos.





[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe Explicada, Ediciones Logos Ar, Rosario 2013, 575ss.