viernes, 22 de julio de 2016

Juan Pablo II, los jóvenes y los ancianos


         Citando a un filósofo romano –Cicerón-, Juan Pablo II se refería a la vejez como el “otoño de la vida”[1]. Luego, revaloriza a la vejez, enumerando cuáles son las ventajas de la misma, afirmando que es una época privilegiada de la vida, porque la vejez permite adquirir sabiduría. Dice así el Santo Padre: “Así como la infancia y la juventud son el periodo en el cual el ser humano está en formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando conciencia de sus capacidades, hilvana proyectos para la edad adulta, también la vejez tiene sus ventajas porque —como observa San Jerónimo—, atenuando el ímpetu de las pasiones, “acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros”. En cierto sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es fruto de la experiencia, porque “el tiempo es un gran maestro”. Es bien conocida la oración del Salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 90 [89])”.
Más adelante, cita ejemplos de ancianos santos, y esto lo hace para que adquiramos una idea correcta acerca de la juventud y de la vejez: “La palabra de Dios muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que la longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina (cfr. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en promesa: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la mujer que vio envejecer su propio cuerpo pero que experimentó, en la limitación de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la insuficiencia humana. Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la misión de hacer salir de Egipto al pueblo elegido. Las grandes obras realizadas en favor de Israel por mandato del Señor no las lleva a cabo en su juventud, sino ya entrado en años. Entre otros ejemplos de ancianos, quisiera citar la figura de Tobías, el cual, con humildad y valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los necesitados y a soportar con paciencia la ceguera hasta que experimenta la intervención finalmente sanadora del ángel de Dios (cfr. Tb 3, 16-17); también la de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio de singular generosidad y fortaleza (cfr. 2 Mac 6, 18-31).
El Nuevo Testamento, inundado de la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas comienza presentando una pareja de esposos “de avanzada edad” (1, 7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor (cfr. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya anciano, se le anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: “yo soy viejo y mi mujer avanzada en edad” (Lc 1, 18). Durante la visita de María, su anciana prima Isabel, llena del Espíritu Santo, exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1, 42). Al nacer Juan Bautista, Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable pareja de ancianos, animada por un profundo espíritu de oración.
En el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para ofrecerlo al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según la Ley, se encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había esperado la venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a Dios y entonó el Nunc dimitis: “Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz... ” (Lc 2, 29). Junto a él encontramos a Ana, una viuda de ochenta y cuatro años que frecuentaba asiduamente el Templo y que tuvo en aquella ocasión el gozo de ver a Jesús. Observa el Evangelista que se puso a alabar a Dios “y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén” (Lc 2, 38). Anciano es Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús por la noche para que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el Hijo de Dios es Él, venido para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar a Nicodemo en el momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe, supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado (cfr. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier edad, pide a cada uno que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al Evangelio no es una cuestión de edad!
Y, ¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su fe con el martirio? Un día, Jesús le había dicho: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: “Sígueme” (Jn 21, 19)”[2].
         Sin embargo, y a pesar de todos estos ejemplos de santidad de personas ancianas, podemos constatar que, en nuestros días, existe una fuerte tendencia a desvalorizar a la vejez, porque pareciera como que todo el mundo debiera ser joven para ser feliz. Pero eso es un error, porque, por un lado, la juventud es sólo una etapa en la vida, y por otro lado, la felicidad del hombre no está ni en ser joven ni en ser anciano, porque la Fuente Inagotable de la felicidad no está en el hombre ni es el hombre, sino que está en Dios y es Dios, puesto que Dios es la Causa de toda alegría y la Alegría Increada en sí misma. El Papa Juan Pablo II cita a la Escritura, para que nos demos cuenta de lo que significa el tiempo de esta vida terrena: “Juventud y pelo negro, vanidad”, observa el Eclesiastés (11, 10). La Biblia no se recata en llamar la atención sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa inexorablemente, a veces con un realismo descarnado: “¡Vanidad de vanidades! [...] ¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! ” (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del antiguo Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros, enseñados por la experiencia, lo entendemos muy bien”[3].
Lo que importa, entonces, no es ser ni joven ni viejo, sino fijar la mirada en Aquel que es la Alegría en sí misma, Dios, que se nos revela en Jesucristo. El tiempo transcurrido en esta vida, que es el que nos hace envejecer, a medida que avanzamos en el tiempo, tiene también una importancia relativa, porque esta vida terrena es pasajera, y lo que verdaderamente importa, es la otra vida, la vida eterna. La vida en la tierra, sea que se viva pocos o muchos años, es un don y una prueba dada por Dios, para que nos ganemos la vida eterna. Si Dios nos concede muchos años de vida en esta tierra, es para que hagamos méritos, por las buenas obras, por la oración, la fe y la misericordia, para ganar la vida eterna, en donde ya no existen ni el dolor, ni la enfermedad, ni la muerte, y en donde todos viven, con sus cuerpos gloriosos y resucitados, y donde todos son jóvenes, pues ninguno de los bienaventurados, dice Santo Tomás, tiene más de treinta y tres años, que es la edad perfecta de Jesucristo. Por eso entonces, vemos que el planteamiento del mundo, según el cual, para ser felices, tenemos que ser jóvenes o aparentar ser jóvenes, es erróneo, porque la vida feliz no está ni en la juventud, ni en la apariencia de juventud, sino en Cristo, Dios eternamente joven.  Comparada con la eternidad, la vida longeva es menos que un suspiro y es hacia esa vida eterna hacia la cual tenemos que elevar la mirada, y no hacia atrás, hacia la vida pasada. Seamos jóvenes o viejos, lo que importa es vivir esta vida de manera tal que, por la gracia y la misericordia que tengamos hacia nuestros prójimos, lleguemos a nuestra meta final, que no es la juventud de esta vida, sino la juventud del cuerpo glorioso y resucitado de la vida eterna.
Es en este “tender las manos hacia Cristo”, en donde podemos valorar correctamente, tanto la juventud como la vejez: no importa ser jóvenes o viejos: lo que importa en esta vida es seguir a Nuestro Señor por el camino del Calvario, cargando la cruz de cada día, y elevar nuestros corazones a Cristo, Dios eternamente joven, para reinar luego con Él, por los siglos sin fin, en el Reino de los cielos.



[1] Cfr. Carta de Juan Pablo II a los ancianos, 1999; cfr. https://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/letters/1999/documents/hf_jp-ii_let_01101999_elderly.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

domingo, 17 de julio de 2016

El joven y la misión de la Iglesia


         ¿Qué es la misión? ¿Por qué la Iglesia “sale a misionar”? ¿Para qué misiona la Iglesia? ¿Siempre tendrá la iglesia que misionar, o habrá un momento de su historia en que lo dejará de hacer?
         Estas y otras preguntas se suscitan frente a la tarea de la iglesia de “misionar” –una de las más hermosas tareas de las tareas hermosas de la iglesia-, y el joven cumple un papel preponderante en la misión, por lo que es importante responder, suscintamente, a estas preguntas.
         ¿Qué es la misión? Es la tarea de la iglesia que consiste en anunciar la Buena Noticia, o Evangelio, a todos los hombres, de toda la tierra, de todos los tiempos.
         ¿Por qué la Iglesia sale a misionar? Porque Nuestro Señor Jesucristo le dejó este “mandato misionero” antes de subir a los cielos: “Id y anunciad el Evangelio a todas las naciones. El que crea y se bautice, se salvará, y el que no, se condenará” (Mt 16, 16).
         ¿Para qué misiona la Iglesia? Para dar a conocer el mensaje de salvación de Nuestro Señor Jesucristo. “Evangelio” significa “Buena Noticia”, y la Iglesia lo que hace en la misión, es anunciar la Buena Noticia de Jesucristo, el Salvador. El Evangelio o Buena Noticia consiste, esencialmente, en que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, se encarnó en una naturaleza humana –se “metió dentro” de un cuerpo y un alma humanos, podríamos decir vulgarmente- por obra del Espíritu Santo y por mandato de Dios Padre y, sin dejar de ser Dios, nació milagrosamente de María Santísima, murió en la cruz por nuestra salvación, resucitó al tercer día, subió a los cielos, al mismo tiempo se quedó, misteriosamente y en Persona, en la Eucaristía, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, para así cumplir su promesa de que habría de estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del tiempo” (Mt 28, 20).
Jesucristo es el Hombre-Dios, Dios Hijo hecho hombre sin dejar de ser Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada, que ha venido a la tierra, a nuestro mundo, para salvarnos, pero no para salvarnos de la crisis económica, ni de la pobreza, ni de nuestras situaciones existenciales afectivas. Jesucristo, en cuanto Dios, podría “salvarnos” de todas estas situaciones, pero no es para esto para lo que Él ha venido: Jesús ha venido y ha muerto en cruz y resucitado, para salvarnos del Demonio, del pecado y de la muerte, más que de la muerte temporal, de la muerte eterna o segunda muerte, que es la condenación en el infierno. Pero además, ha venido para hacernos un don que ni siquiera podríamos imaginar, si Él no nos lo hubiera revelado, y es el de convertirnos, por la gracia santificante, en hijos adoptivos de Dios y en herederos del Reino. La misión de la Iglesia consiste, precisamente, en hacer este anuncio del Evangelio, en dar a conocer a los hombres esta Buena Noticia de que Jesucristo ha venido para salvarnos de nuestros tres enemigos mortales –el Demonio, el pecado y la muerte-, para darnos la filiación divina y así llevarnos al cielo y que, además, se ha quedado en la Eucaristía, en el sagrario, y allí se quedará hasta el fin del mundo, para acompañarnos en nuestro peregrinar, en el desierto de la vida humana, hacia la Jerusalén celestial.
Como podemos ver, la misión es una tarea central de la Iglesia, que la cumplirá hasta el fin de los tiempos, por varios motivos: la Iglesia tiene este mandato de parte de Jesucristo; Jesucristo tiene derecho a ser conocido y amado por todos los hombres de todos los tiempos; el hombre tiene derecho a conocer y amar a su Redentor, Jesucristo. Y los jóvenes, en esta tarea de la Iglesia, de anunciar el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, cumplen un rol preponderante, por cuanto son la esperanza y el futuro de la Iglesia.
Por último, para que el joven pueda cumplir esta tarea con la eficacia que necesita la Iglesia, tiene en primer lugar que conocer, amar y adorar él mismo a Jesucristo, presente en la Cruz, presente en Persona en la Eucaristía y presente, misteriosamente, en todo prójimo, sobre todo, en el más necesitado. La obra de mayor caridad que alguien puede hacer a su prójimo no es darle un plato de comida –lo cual, por otra parte, se debe hacer, para poder entrar en el cielo, de lo contrario no entraremos-, sino anunciarle que Jesucristo, Pan de Vida eterna, quiere alimentarlo con el Amor de Dios, contenido en su Sagrado Corazón Eucarístico.

Es en esto en lo que consiste la misión de la Iglesia, misión a la que el joven, en primer lugar, está llamado a realizar.

domingo, 10 de julio de 2016

El sentido cristiano de la derrota


         En una sociedad exitista y materialista como la nuestra, se busca el éxito –deportivo, material, mundano, social, etc.- como el objetivo último de la existencia y se lo premia con la gloria mundana; al mismo tiempo, se califica a la derrota como la peor catástrofe que pueda suceder en la vida. Nada peor puede sucederle a alguien, que salir segundos en una final deportiva: nada valieron los esfuerzos que se hicieron para llegar a la final, y la distancia que hay entre la gloria máxima y la derrota catastrófica, es solo un balón de cuero que, en segundos, atraviesa una línea de cal. Basta que suceda esto, para que un equipo sea elevado al más alto cielo del éxito y el estrellato universal, y para que el otro, el que perdió, el que salió segundo, sea precipitado –por la sociedad, por los medios de comunicación- al más profundo de los abismos. Para este último equipo, salir segundos es la peor calamidad, como si el universo se detuviera porque no pudieron alzar la copa.
         Esto es lo que vivimos en el día a día. Sin embargo, debemos preguntarnos: ¿es así la realidad? ¿No será que, en la vorágine de la existencia, nos hemos adherido de manera irracional a un modo de ver los hechos y acontecimientos, que no se adecua a la realidad? ¿No será que hemos sido aleccionados por la lógica del exitismo frívolo, y es por eso que condenamos a quienes salen segundos, haciéndolos caer en un profundo abismo existencial, porque no pudieron alcanzar el primer puesto? ¿No será que, en el fondo, también nosotros nos hemos vuelto exitistas, materialistas, mundanos y frívolos, y sólo nos importa “ganar” al precio que sea?
         No, no es así. No es una catástrofe salir segundos; no es una catástrofe perder una –o varias finales-. La catástrofe es creer que salir segundos es una catástrofe.
Hay un modo de ver las cosas, que no es el modo como lo ve el mundo, sino como lo ve el mismo Dios: para Él, la derrota –y el triunfo- se miden en parámetros bien distintos a los de los hombres, que usualmente vemos solo la superficie de la realidad.
¿En qué consiste este “ver la derrota como la ve el mismo Dios? Para responder la pregunta, es necesario tener presente a Jesús crucificado el Viernes Santo, en la cima del Monte Calvario. Así es como comenzamos a comprender que, si para el mundo, la derrota –el salir segundos en una final de fútbol, por ejemplo-, es el acabóse y la ruina total de quien ha salido derrotado, desde el punto de vista cristiano, la derrota tiene un claro y valiosísimo sentido, y para comprenderlo, no se debe hacer otra cosa que contemplar a Jesucristo crucificado: desde el punto de vista humano, no hay derrota más estrepitosa que la de Jesús: abandonado por sus amigos, traicionado por uno a quien Él consideraba “amigo”, abandonado –en apariencia- por Dios Padre –en efecto, Jesús clama a su Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”-, seguido solo por un pequeñísimo grupo de fieles, insignificantes en cuanto a relación de fuerzas con sus enemigos, rodeado por enemigos poderosísimos, quienes fueron los que lo apresaron, juzgaron y condenaron injustamente, acompañado hasta el momento de su muerte y a lo largo de toda su dolorosísima agonía sólo por su Madre, la Virgen, que es la Única que permanece en todo momento al pie de la cruz, Jesús es la imagen viva del fracaso más rotundo, contundente e inapelable. Y, sin embargo, se trata del momento exacto en el que Dios triunfa, con el triunfo más aplastante, sobre los tres enemigos del hombre: el Demonio, la muerte y el pecado.

Si unimos nuestras derrotas humanas –por ejemplo, la de la Selección Argentina en cualquiera de las últimas finales, o cualquier otra derrota en la que se haya competido con lealtad y esfuerzo- a la derrota –aparente- de Jesucristo en la cruz, estaremos participando, a nuestro modo y según nuestro estado de vida, de la Derrota-Victoria Redentora del Hombre-Dios, Jesús de Nazareth. Y en ese momento, nuestra derrota comenzará a ser victoria, porque se une a la derrota de Jesús en la cruz, que es Victoria Final. Y esto vale para cualquier otra derrota -a nivel personal o incluso nacional, como la Guerra de Malvinas-.

viernes, 8 de julio de 2016

La amistad, don de Jesucristo


         Una de las cosas más hermosas de la vida es la amistad, puesto que el tener amigos es algo que satisface lo más noble del alma y del corazón humano: el alma se plenifica con los amores nobles, y uno de los más nobles amores, es el amor de amistad.
         El hombre, creado por Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8), ha sido creado para amar y el amor de amistad –como el que se desarrolla en la convivencia escolar-, es uno de los amores más puros y que más gratificación da al hombre. Ahora bien, como todas las cosas buenas, toda amistad verdaderamente buena, proviene de Dios, de quien procede todo don y toda gracia, y fuera de Dios, nada de bueno, puro santo se puede encontrar. La amistad, como don, viene de Dios, y es tan grande este don, que Dios mismo en Persona, en la Última Cena, antes de sufrir la Pasión, nos llama “amigos” y no “siervos”: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Pero Jesús no se queda solamente con palabras, sino que nos demuestra, en la cruz, el amor más grande que alguien pueda tener por un amigo, y es el dar la vida por él: “Nadie tiene mayor amor, que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Jesús, con su Amor, nos convierte de enemigos que éramos de Dios, a causa del pecado, en amigos suyos, y nos demuestra su amor de amistad, dando su vida por nosotros en la cruz.

         Entonces, al conmemorar la ocasión de haber hecho amigos en la vida –como es el cursado conjunto en un colegio, por ejemplo-, es una buena ocasión para dar gracias a Nuestro Rey y Señor, Jesucristo, quien dio su vida por nosotros, llamándonos sus “amigos” y de quien todo don, como una amistad verdaderamente buena, procede. Es una más que excelente ocasión para darle gracias por los buenos amigos que ha enviado a nuestras vidas.