miércoles, 31 de agosto de 2016

La Trinidad y su relación con la Eucaristía


         ¿Qué relación tiene la Trinidad con la Eucaristía?
         Recordemos que nuestra fe católica en Dios afirma que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas y que estas Personas son: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. Las Tres Divinas Personas forman un solo Dios verdadero, no tres dioses, y las tres poseen la misma Naturaleza divina y el mismo Acto de Ser perfectísimo –Ipsum Esse Subsistens-, por lo que las Tres Divinas Personas reciben una misma adoración y gloria.

         La relación con la Eucaristía es la siguiente: fue la Santísima Trinidad quien decidió rescatar al hombre caído en el pecado original: fue Dios Padre quien envió a Dios Hijo, por medio del Espíritu Santo, para que se encarnase en el seno de María Virgen. De esa manera, Dios Hijo, que era Invisible e Inaccesible por naturaleza, se volvió visible, al ser revestido de carne y sangre en el seno virginal de María, y se volvió accesible, pues se manifestó a nosotros los hombres como un Niño Dios primero y como Hombre-Dios después. Como Hombre-Dios, sufrió la Pasión por amor a nosotros, para salvarnos del pecado, de la muerte y del infierno; resucitó al tercer día y subió a los cielos con su Cuerpo glorioso, pero al mismo tiempo, se quedó entre nosotros en el sagrario, en la Eucaristía, para cumplir su promesa de que “estaría con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo”. La relación de la Eucaristía con la Trinidad entonces es que la Eucaristía es obra de la Trinidad, porque en la Eucaristía Jesús, Dios Hijo, prolonga misteriosamente su Encarnación, Encarnación a su vez decidida por las Tres Divinas Personas, para nuestra salvación. En la Eucaristía está Dios Hijo, enviado por Dios Padre, a través de Dios Espíritu Santo, el Amor de Dios. Al adorar a Jesús en la Eucaristía, debemos por lo tanto adorar al Padre y al Espíritu Santo, que forman un solo Dios con el Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús, porque son merecedores de gloria y adoración, y debemos dar gracias a la Trinidad, porque por la Trinidad, Jesús nos acompaña, desde el sagrario, desde la Eucaristía, “todos los días, hasta el fin del mundo”.

martes, 30 de agosto de 2016

La oración católica (Parte I)


         Antes de comenzar a reflexionar acerca de la oración, es necesario que nosotros, los católicos, tengamos en cuenta aquello que es el fundamento de nuestra fe: Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas; estas Tres Divinas Personas, que son un solo Dios y no tres, son iguales en majestad, gloria, honor y poder, porque las Tres poseen el mismo Acto de Ser divino y la misma Naturaleza divina; de estas Tres Divinas Personas, fue la Segunda, la Persona del Hijo, la que se encarnó en el seno de María Virgen y padeció y murió en cruz para nuestra salvación, y habiendo resucitado y ascendido al cielo, prolonga su Encarnación en la Eucaristía, para cumplir su promesa de “estar con nosotros todos los días, hasta el fin del mundo” y para donársenos como Pan Vivo bajado del cielo, que alimenta al alma con la vida eterna de Dios Trinidad.
         Es esto lo que debemos tener en cuenta los católicos al hablar de “oración a Dios”, que nuestro Dios, el Dios que se auto-revela en Jesús de Nazareth, no es ni una energía cósmica, al estilo de la Nueva Era, ni un Dios solamente Uno pero no Trino –demás está decir que respetamos a quienes no profesan nuestro credo-, ni tampoco es un dios que comparte su majestad y gloria con otros dioses, etc. Es necesario hacer esta breve introducción, para que así seamos capaces de tener un punto de partida firme en lo que a oración dirigida a Dios se refiere.
          Para el desarrollo del tema nos basaremos en textos del Catecismo de la Iglesia Católica, tomados de la versión digital correspondiente al portal de la Santa Sede.
Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, y ya para entrar un poco más en el tema, nos preguntamos: ¿qué es la oración? Ante la pregunta, nos responden los santos: “Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría”[1].
“Impulso del corazón”: la  oración nace del corazón, sede del amor en la persona, porque es diálogo de amor con Dios, que “es Amor”. No se puede orar si no hay amor a Dios, y si se ora sin amor, es oración vacía y hueca, sin su contenido esencial, que es el amor a Dios. Y al revés, cuanto más amor hay, más profunda y sincera es la oración.
“Mirada al cielo”: es un contenido esencial de la oración, porque Dios no es igual a nosotros, está en su trono de majestad en el cielo, y está en su trono de majestad en la cruz. Para orar, es necesaria la humildad, para reconocer que no somos Dios y que necesitamos de Él en todo momento, hasta para respirar. La humildad y la auto-humillación delante de Dios crucificado, Jesucristo, es indispensable para la oración, porque Dios no escucha la oración del soberbio.
“Grito de reconocimiento”: quiere decir que el alma reconoce a Dios Uno y Trino como a su Creador, Redentor y Santificador. En el inicio de la oración, se debe dar este reconocimiento a Dios Trino, de que dependemos de Él, porque Él nos creó, nos redimió en la cruz y nos santifica por la gracia que se nos dona en los sacramentos.
“Y amor”: es, como decíamos, el contenido esencial de la oración, porque si no hay amor, no hay oración. Ahora bien, en el católico, este amor no es solamente el amor natural a Dios, es el Amor que Dios comunica al alma, despertando el deseo de amar a Dios, y es este el origen de la oración cristiana: Dios llama al hombre con su Amor, y el hombre debe responderle con el amor hecho oración.
“Tanto desde dentro de la prueba como en la alegría”: la oración es diálogo de amor, tanto en el gozo, como en la tribulación.




[1] Cfr. Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrit C, 25r: Manuscrists autohiographiques, Paris 1992, 389-390; http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p4s1_sp.html

sábado, 27 de agosto de 2016

El sol, los planetas, Jesucristo y nosotros


         ¿Qué tiene que ver todo esto junto?
         Para saberlo, hagamos la siguiente reflexión: como todos sabemos, el centro de nuestra galaxia es el sol y a su alrededor, giran los planetas. También sabemos que, como es obvio, los planetas más alejados del sol, son los que menos reciben aquello que el sol comunica: luz, calor y vida. Es decir, los planetas más alejados, a medida que más se alejan del sol, se vuelven más oscuros, fríos y con ausencia de total de cualquier clase de vida en sus superficies, es decir, son planetas muertos, en el sentido de que no hay vida en ellos de ninguna especie. Cuanto más lejos del sol, más oscuridad, más frío, más muerte. Por el contrario, cuando los planetas más se acercan al sol, como por ejemplo nuestro planeta tierra, más reciben de éste lo que éste puede comunicar, y es así que nuestro planeta tierra se ve beneficiado con la luz del sol, con su calor y con la vida que se despierta en la naturaleza ante su benéfico influjo.
         ¿Y qué tiene que ver esto con Jesucristo y con nosotros? Que, en el plano espiritual y sobrenatural, Jesús Eucaristía es el “Sol de justicia”, mientras que nosotros somos los planetas. Pero hay una diferencia entre los planetas del sistema solar y nosotros: mientas los planetas orbitan alrededor del sol y no pueden moverse de esa órbita –es decir, no depende de los planetas en sí mismos ser oscuros, fríos y muertos-, debido a que estos no poseen vida y libertad, nosotros, en cambio, sí poseemos vida y libertad y de tal manera somos libres, que es la libertad la que configura nuestra imagen con Dios, Ser eminentemente libre. Esto quiere decir que, a diferencia de los planetas, cuya cercanía o no del sol no depende ellos, como decíamos, con nosotros, en cambio, la situación es distinta, porque somos nosotros, los que decidimos, con nuestra libertad, el responder o no a la gracia que nos invita a acercarnos cada vez más al Sol de justicia, Jesús Eucaristía.
         ¿Qué clase de planetas queremos ser? ¿De esos planetas oscuros, fríos, muertos? ¿O, por el contrario, queremos ser de esos planetas que, por estar cerca del sol, son luminosos, tienen el calor del sol y por lo tanto tienen vida? Por supuesto que queremos ser estos planetas últimos, es decir, queremos que en nuestros corazones resplandezca la luz de la gloria de Jesucristo, que esté encendida la Llama del Divino Amor que nos comunica Jesús Eucaristía y que nuestros corazones vivan con la vida misma de Dios Trino, donada en germen en cada comunión. Pero para esto último, necesitamos acercarnos al Sacramento de la Eucaristía, previo paso por el Sacramento de la Confesión.
         De nuestra libertad depende ser planetas oscuros, fríos y muertos, o almas que viven iluminadas con la luz de Dios, encendidas en el Fuego del Divino Amor y que viven con la vida misma de Dios. Sólo tenemos que responder a la gracia del Señor Jesús.

Otro ejemplo con el que podemos graficar la relación de Jesús con nosotros, es el de la vela encendida que atrae a los insectos por su luz: la luz es Cristo y los insectos somos nosotros; la diferencia es que, mientras los insectos terminan muriendo al acercarse demasiado a la luz, quien se acerca a la Luz Eterna que es Jesús Eucaristía, no solo no muere, sino que recibe la Vida eterna de su Sagrado Corazón Eucarístico.
¿Qué esperamos para ir a adorar a Jesús en la Eucaristía? ¿Qué esperamos para unirnos a Él en la Comunión Eucarística, y así recibir de Él, lo que quiere darnos, su Vida, su Amor, su Luz, su Paz, su Alegría divina?

viernes, 26 de agosto de 2016

El mejor estudiante es el que cree en Dios


         ¿Por qué? Primero, recordemos una frase del Papa Juan Pablo II: “La fe y la razón son como dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva a la contemplación de la Verdad”. Y la Verdad es Dios, que es como un sol. Es decir, el Papa compara al hombre con un ave, por ejemplo, un águila, que con sus dos alas, se eleva hasta el sol. Un ala, es la razón; la otra, es la fe. Es algo parecido a la canción “Aurora”, en donde a nuestra Bandera Nacional se la compara también con un águila: “…azul un ala, del color del cielo, azul un ala, del color del mar…”.
         Pero, ¿por qué razón el mejor estudiante es el que cree en Dios?
         Porque con su razón, la inteligencia humana, al estudiar lo creado, se da cuenta que eso creado no se puede explicar si no es porque Alguien –Inteligente y con Amor- lo creó, lo puso ahí. Además, se da cuenta que la misma razón con la que estudia, no se explica si no es por Alguien –Inteligente y con Amor- que le dio la inteligencia con la que estudia. Ése Alguien, Inteligente y con Amor, es un Ser perfectísimo, al que llamamos Dios.
         Así vemos cómo, el que mejor usa la razón, se da cuenta de que Dios existe, y entonces, cree, es decir, por la razón, llega a la fe. Son las dos alas del águila, que la hacen elevarse al cielo, hasta el sol. Así, tenemos las dos alas, la fe y la razón, para elevarnos, como las águilas, hacia ese Sol de justicia que es Dios.
         Por último, ¿qué sucede cuando a un ave le falta un ala, o cuando está herida gravemente en un ala? No puede volar, obviamente. Entonces, el mejor estudiante, que no es el que tiene todo “diez”, sino el que usa las dos alas: la fe y la razón. Ni razón sin fe, ni fe sin razón.
         Cuando hagamos ciencia, arte, tecnología, educación, alabemos a Dios, porque nos dio la inteligencia para descubrir la hermosura de la Creación, y porque nos dio la hermosura de la Creación, para que la descubramos con la inteligencia.
         Seamos como esas águilas que, con las dos alas, se elevan hasta el sol de Justicia, Dios.

         Seamos los mejores estudiantes, que estudiamos y creemos en Dios, y en Dios Encarnado, Jesucristo.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Ser buen científico implica, necesariamente, creer en Dios


         En nuestros días, en la comunidad científica, prevalece la falsa idea de que no se puede ser científico y, al mismo tiempo, creer en Dios. Por el contrario, pareciera ser que, para ser un buen científico, es necesario descartar de plano la existencia de Dios. Esto se basa en una falsa suposición: de que fe y razón son antagónicas, contrapuestas entre sí y por lo tanto, incompatibles. Es como decir: “Si razonas, no crees, y si crees, no razonas”. Sin embargo, eso es absolutamente falso, como decimos, porque como dice Juan Pablo II, “la fe y la razón son dos alas con las cuales el alma se eleva a la contemplación de la verdad”[1], la Verdad de Dios, Dios, que es la Verdad Absoluta en sí misma. Tanto la fe, como la razón, contemplan una misma y única Verdad, esa Verdad que es Dios en sí mismo, aunque lo hacen desde perspectivas distintas: la razón, con su capacidad de escrutar “desde abajo”; la fe, con su poder intuitivo, que ve a la Verdad “desde arriba”, si así podemos decir. Se trata de dos aproximaciones distintas, desde distintos ángulos de vista, pero que contemplan un mismo y único objeto, que es la Verdad Absoluta de Dios, de quien deriva, por participación, todo lo que es verdad en la creatura.
         Y aquí, en lo creatural, es decir, en aquello que es objeto de la ciencia y por lo tanto de la razón, encontramos un motivo más para superar la falsa oposición entre fe y razón: lo creado, es lo que tiene el ser por participación, lo cual quiere decir que no se explica ontológicamente, si no es por referencia al Acto de Ser, Imparticipado por esencia y Causa de todo ser participado. En otras palabras, el ser creado, que es el objeto de estudio de la ciencia y de la razón, proviene del Ser Increado, al que llamamos “Dios”, y esto es un motivo para afirmar, por la razón, la existencia de Dios, es decir, por la razón, afirmamos los datos de la fe, con lo que vemos que una y otra no son incompatibles. Por otra parte, aquello con lo cual la ciencia estudia lo creado, la razón misma, proviene de Dios, por cuanto la razón es una potencia intelectiva de una creatura que, por ser creatura y participada, no se explica sin la referencia al Acto de Ser Increado, el Ipsum Esse Subsistens. En otras palabras, si el objeto de estudio de la razón, lo creado, afirma la existencia de Dios, aquello con lo cual la ciencia estudia lo creado, la razón o mente humana, también afirma la existencia de Dios, por cuanto la razón pertenece a un ser creado, el hombre, que, por definición, no se explica por sí mismo, sino en referencia a Aquel Ser del cual participa, Dios. Por ambos lados, tanto por el objeto estudiado, como el “instrumento” que estudia el objeto, la razón humana, se afirma la existencia de Dios, con lo que vemos que no es incompatible ser un buen científico y creer en Dios. Aún más, el buen científico es aquel que, haciendo uso preciso de su razón, descubre, en su misma razón y en aquello que su razón estudia y contempla, la existencia de un Ser absolutamente Otro, ontológicamente hablando, y es el Acto de Ser de Dios. En resumen, un buen científico es el que cree en Dios.
       Además, si la Fe y la Razón son dos alas, cuando a un ave le falta un ala, ¿qué le sucede? No puede volar. Esto quiere decir que, en el científico no debe haber, ni razón sin fe, ni fe sin razón, sino razón y fe, unidas para contemplar la Verdad Absoluta, Dios.





[1] Cfr. Encíclica Fides et Ratio, Introducción.

viernes, 19 de agosto de 2016

Por qué debo, como cristiano, ayudar a mi prójimo a hacer un retiro espiritual


Charla para ayudantes de retiro
         Hoy el mundo vive, como decía un autor, etsi Deus non daretur, “como si Dios no existiera”[1]. Y no solo eso, sino que ha entronizado al hombre mismo en el lugar de Dios. No hay fe, no hay amor, como dice Santa Teresa: “El Amor no es amado”. Al entronizar al hombre en el lugar de Dios, el hombre no consigue la paz y jamás la conseguirá: “El mundo no encontrará la paz, hasta que se vuelva con confianza a mi Misericordia”, le dijo Jesús a Santa Faustina Kowalska. Vivimos en un mundo ateo, corrupto y a-católico, y nuestros hermanos católicos viven y forman parte de este mundo ateo, corrupto y a-católico. Vivimos en un mundo en el que la fe se relativiza, la liturgia se desnaturaliza, la familia se deshace, la juventud se pierde y las iglesias se vacían, al tiempo que se llenan los estadios de fútbol, los circuitos de fórmula uno, los paseos públicos y los centros de compra. En un mundo así, nuestros hermanos necesitan descubrir el sentido de la vida, que no es atiborrarse de comida y bebida y disfrutar al máximo los placeres terrenos, tal como el mundo lo proclama.
         Para encontrar a Dios, es necesario retirarse del mundo; en este sentido, ayudar a un prójimo a hacer un retiro no es ayudarlo a “encontrarse a sí mismo”: es ayudarlo a encontrar a Dios; no es ayudarlo “para estar en paz consigo mismo”, sino para estar en paz con Dios. Es señalarle el camino, es cumplir la tarea de Juan el Bautista, de Felipe, de María Magdalena, de Mama Antula. El hombre de hoy vive convencido de que su peor desgracia es su mayor bien: que no tiene necesidad de Dios, para nada, porque todo lo puede el hombre, sin la necesidad de Dios. Y es por eso que el hombre ha construido un mundo injusto, violento, repleto de guerras y crímenes, en donde se llega a la perversión de llamar “derecho humano” al aborto y “muerte digna” al suicidio asistido. Sin Dios, el hombre da vuelta todo, porque él mismo, sin Dios, está dado vuelta, y hace todo mal y vive en el mal, sin darse cuenta.
         Hoy –y siempre, pero nunca más que hoy- el hombre peca, es decir, levanta sus manos contra la majestad de Dios en los cielos, eleva la malicia de su corazón, osando contradecir los Mandamientos de Dios, imponiendo su voluntad a la voluntad tres veces santa de Dios, camina en dirección contraria al camino que lo conduce al cielo, el Camino Real de la Cruz, y todo le parece bien, y nada malo ve en pecar. Hoy, el hombre comete el mal, casi con la misma facilidad con la que respira, y piensa que nada sucede, que todo sigue igual, que da lo mismo pecar o no pecar, y como el pecado satisface la concupiscencia, entre pecar y no pecar, prefiere pecar, porque así se siente pleno en su corazón inclinado al mal por el pecado original. Hoy el hombre peca, y hace del pecado, es decir, de la malicia brotada de su corazón sin Dios -“Es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (Mc 7, 21)- su razón de ser y de existir. El hombre no toma conciencia de que su pecado lastima a Dios, al punto de quitarle la vida en la cruz. El hombre no cree que necesite ser perdonado de nada, o no sabe que Dios lo perdona en el Sacramento de la Confesión.
         Dice el Qoelet: “El que guarda los mandamientos no experimenta el infortunio, y el corazón del sabio sabe el cuándo y el cómo. Porque todo asunto tiene su cuándo y su cómo. Pues es grande el peligro que acecha al hombre, ya que éste ignora lo que está por venir, pues lo que está por venir ¿quién va a anunciárselo? No es el hombre señor del viento. Tampoco tiene señorío sobre el día de la muerte, ni hay evasión en la agonía, ni libra la maldad a sus autores. Todo esto tengo visto al aplicar mi corazón a cuanto pasa bajo el sol, cuando el hombre domina al hombre para causarle el mal (8, 5-9)”. Cuando el hombre domina al hombre para causarle el mal”, y eso es lo que sucede cuando el hombre se olvida de Dios: se convierte en el “lobo del hombre”; sin Dios, el hombre sólo causa mal –consciente o inconsciente- a su hermano, y se hace daño a sí mismo. Hoy el hombre no guarda los Mandamientos de Dios y así experimenta el infortunio de ser dejado librado a los impulsos de su corazón sin Dios.
Incluso, según el Qoelet, pareciera ser que al que obra el mal, le va bien, aunque eso es una ilusión, porque el pecado es el verdadero mal del hombre: “¡Otro absurdo!: que no se ejecute en seguida la sentencia de la conducta del malo, con lo que el corazón de los humanos se llena de deseos de hacer el mal; que el pecador haga el mal cien veces, y se le den largas. Pues yo tenía entendido que les va bien a los temerosos de Dios, a aquellos que ante su rostro temen, y que no le va bien al malvado, ni alargará sus días como sombra el que no teme ante el rostro de Dios. Pues bien, un absurdo se da en la tierra: hay justos a quienes les sucede cual corresponde a las obras de los malos, y malos a quienes sucede cual corresponde a las obras de los buenos. Digo que éste es otro absurdo”. Es un absurdo y no es lo real, porque el mal, el pecado, no es lo que da paz al hombre, ni consiste en su bien.
Continúa el Qoelet, descubriendo cómo se nos escapan las maravillas de Dios, que pasan por nuestros ojos sin que nos demos cuenta, así como a un ciego se le escapan los colores, las formas y la vida, porque no puede ver con sus ojos lo hermoso del mundo: “Cuanto más apliqué mi corazón a estudiar la sabiduría y a contemplar el ajetreo que se da sobre la tierra -pues ni de día ni de noche concilian los ojos el sueño-, fui viendo que el ser humano no puede descubrir todas las obras de Dios, las obras que se realizan bajo el sol. Por más que se afane el hombre en buscar, no las descubre, y el mismo sabio, aunque diga saberlo, no es capaz de descubrirlo”. Y esto es así: respirar es obra de Dios en mí, porque Dios me mantiene en el ser a cada instante; ¿me doy cuenta de eso? ¡No! ¿Lo agradezco? ¡No!, porque no puedo agradecer un don que no veo, pero que sí poseo.
“El corazón de los humanos está lleno de maldad”, dice el Qoelet, y la maldad no es solo atribuirle milagros y cosas buenas al Demonio y sus agentes –por ejemplo, el Gauchito Gil, la Difunta Correa o San La Muerte, ídolos demoníacos a los que les atribuyen cosas buenas en la vida, cuando eso es falso-, sino que comienza en el no reconocer los dones de Dios: “Pues bien, a todo eso he aplicado mi corazón y todo lo he explorado, y he visto que los justos y los sabios y sus obras están en manos de Dios. Y ni de amor ni de odio saben los hombres nada; todo les resulta absurdo: como el que haya un destino común para todos, para el justo y para el malvado, el puro y el manchado, el que hace sacrificios y el que no los hace, así el bueno como el pecador, el que jura como el que se recata de jurar. Eso es lo peor de todo cuanto pasa bajo el sol: que haya un destino común para todos, y así el corazón de los humanos está lleno de maldad y hay locura en sus corazones mientras viven, y después... ¡con los muertos! Mientras uno sigue unido a todos los vivientes hay algo seguro, pues vale más perro vivo que león muerto. Porque los vivos saben que han de morir, pero los muertos no saben nada, y no hay ya paga para ellos, pues se perdió su memoria. Tanto su amor, como su odio, como sus celos ha tiempo que perecieron, y no tomarán parte nunca jamás en todo lo que pasa bajo el sol”. Esto lo dice en un sentido relativo, pues los muertos que están en el cielo, no están muertos sino vivos, y disfrutan y gozan de la vida en su plenitud, en la eternidad.
“Anda, come tu pan con alegría y bebe tu vino con alegre corazón, que Dios está ya contento con tus obras. Lleva en todo tiempo vestidos de alegría y no falte ungüento sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, todo el espacio de tu vana existencia que se te ha dado bajo el sol, ya que tal es tu parte en la vida y en los afanes con que te afanas bajo el sol. Cualquier cosa que esté a tu alcance el hacerla, hazla según tus fuerzas, porque no existirá obra, ni razones, ni ciencia, ni sabiduría en el sheol a donde te encaminas”.
Nuestro prójimo, sin Dios, se encamina al destino descripto por el Qoelet, ¿y vamos a dejar que eso suceda? ¿Acaso no dice el Primer Mandamiento: “Ama a Dios y a tu prójimo como a ti mismo”? ¿Me voy a quedar sentado, comiendo, bebiendo, viendo televisión, despreocupado del destino de mi hermano, que está por caer en el Abismo de donde no se sale? ¿Dónde está mi amor a Dios? Tenemos la obligación, por el Amor de Dios, de llevar a nuestros hermanos por el Camino que conduce al Padre, Cristo Jesús: “Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni vino a la mente del hombre lo que Dios ha preparado para los que le aman. Pero a nosotros Dios nos lo ha revelado por su Espíritu, pues el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios. El ser humano no puede descubrir todas las obras de Dios, pero a nosotros Dios nos lo ha revelado por su Espíritu, pues el Espíritu todo lo penetra, hasta la profundidad de Dios” (cfr. 1Co 2, 9-10; Qo 8, 17).
Analizando el pasaje del Qoelet “Anda, come tu pan con alegría y bebe tu vino con alegre corazón, que Dios está ya contento con tus obras”, dice así un escritor eclesiástico[2]: “Si queremos explicar estas palabras en su sentido obvio e inmediato, diremos con razón que nos parece justa la exhortación del Eclesiastés, de que, llevando un género de vida sencillo y adhiriéndonos a las enseñanzas de una fe recta para con Dios, comamos nuestro pan con alegría y bebamos nuestro vino con alegre corazón, evitando toda maldad en nuestras palabras y toda sinuosidad en nuestra conducta, procurando, por el contrario, hacer objeto de nuestros pensamientos todo aquello que es recto, y procurando, en cuanto nos sea posible, socorrer a los necesitados con misericordia y liberalidad; es decir, entregándonos a aquellos afanes y obras en que Dios se complace”. La vida del hombre dejar de ser “vanidad de vanidades”, dice este autor, cuando se alimenta del Pan de Vida eterna, la Eucaristía, cuando bebe del cáliz de la Alianza Nueva y Eterna, que contiene la Sangre Preciosísima del Cordero, y cuando, saciado con tanto Amor divino, se digna comunicar algo de ese amor a sus hermanos más necesitados, por medio de las obras de misericordia.
Es en este sentido en el que continúa este autor: “Pero la interpretación mística nos eleva a consideraciones más altas y nos hace pensar en aquel pan celestial y místico, que baja del cielo y da la vida al mundo; y nos enseña asimismo a beber con alegre corazón el vino espiritual, aquel que manó del costado del que es la vid verdadera, en el tiempo de su pasión salvadora. Acerca de los cuales dice el Evangelio de nuestra salvación: Jesús tomó pan, dio gracias, y dijo a sus santos discípulos y apóstoles: “Tomad y comed, esto es mi cuerpo, que será entregado por vosotros para el perdón de los pecados”. Del mismo modo, tomó el cáliz, y dijo: “Bebed todos de él, éste es el cáliz de mi sangre, sangre de la alianza nueva, que será derramada por vosotros y por todos los hombres para el perdón de los pecados”. En efecto, los que comen de este pan y beben de este vino se llenan verdaderamente de alegría y de gozo y pueden exclamar: Has puesto alegría en nuestro corazón”. Comiendo el Pan Vivo bajado del cielo y bebiendo del Costado traspasado su Sangre Preciosísima, el hombre no solo deja de obrar mal, no solo encuentra sentido a su vida, no solo deja de vivir una vida que es “vanidad de vanidades”, sino que llena su corazón de alegría: “Has puesto alegría en nuestro corazón, al darnos la Eucaristía”. Es para esto, para lo que ayudamos a nuestros hermanos a que hagan un retiro espiritual: para que se llenen de Alegría divina sus corazones, por medio del Pan del cielo, la Eucaristía.
Como Felipe, ser testigos de que “hemos hallado al Mesías”.
Que no se nos escape a nosotros la divinidad de Cristo, escondida bajo la apariencia de pan
“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 45-51). La frase de Felipe a Natanael, en la que le anuncia el encuentro con Jesús, parece ser sólo el preámbulo de los diálogos que siguen; la frase parece ser sólo la introducción al resto del pasaje, en el cual Jesús alaba la entereza moral de Natanael –Bartolomé- y en el cual Natanael también lo reconoce como al Mesías. La frase “Hemos encontrado al Mesías”, más que una simple introducción a un diálogo, es la clave para todo el pasaje, y encierra en realidad toda la sabiduría y toda la alegría de la que es capaz de experimentar un alma en esta vida: el encuentro personal con Dios encarnado.
“Hemos encontrado al Mesías”. Según nuestro modo humano de pensar, creemos que la sabiduría radica en el conocimiento de las ciencias humanas, y que la alegría y la felicidad la dan el dinero, la buena salud y el sentirse bien. Sin embargo, es en la frase de Felipe la que nos indica dónde está la felicidad que buscamos: en encontrar al Mesías.
“Hemos encontrado al Mesías”. Felipe ve algo que los demás no ven: ve en Jesús al Mesías, es decir, a Aquel de quien hablaban los profetas, y Aquel a quien el Pueblo Elegido esperaba con ansia, ya que significaba una maravillosa intervención de Dios en medio de los hombres. Felipe ve y encuentra en Jesús la divinidad oculta en Él; mientras que a la mayoría de los contemporáneos, al ver a Jesús, no veían en Él al Mesías, sino al “hijo del carpintero”.
“Hemos encontrado al Mesías”. ¿Qué fue lo que hizo posible que Felipe encontrara al Mesías? ¿No era acaso Jesús ante los demás hombres, un hombre de aspecto igual  a los demás? Cuando Felipe lo encuentra y sabe que Jesús es el Mesías, Jesús no resplandecía, como lo hizo en el Tabor y en la Resurrección. No había nada en su aspecto exterior que delatara su ser interior divino. Por fuera era un hombre semita más, como todos los hombres de raza semita. ¿Por qué Felipe puede decir “Hemos encontrado al Mesías”, sabiendo que lo que decía era verdad, y que Jesús era en verdad Dios encarnado?
Por que Felipe ha recibido el don de la iluminación interior, el don que le permite ver con una capacidad nueva, sobrehumana, sobrenatural: Felipe ha recibido el don de la gracia, el don de la participación en la vida de Dios. Y porque participa de la vida de Dios, participa de su modo de conocer[3]. Y es así que conoce a Jesús como sólo Dios Padre lo conoce desde la eternidad: como su Hijo eterno, que ahora se ha encarnado y camina entre los hombres.
“Hemos encontrado al Mesías”. Llevados por nuestra tendencia a la racionalización de nuestra fe, también a nosotros se nos escapa la Presencia del Mesías en medio nuestro. ¿Quién podría decir, al contemplar la Eucaristía: “Hemos encontrado al Mesías”? ¿Acaso no parece la Eucaristía nada más que un pedazo de pan tratado en modo especial, pero al fin de cuentas sólo un pedazo de pan?
A los contemporáneos de Jesús, se les escapaba la divinidad de Cristo, escondida bajo su humanidad. Que no se nos escape a nosotros la misma divinidad de Cristo, escondida bajo la apariencia de pan.
“Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 40-42). Llevar a un prójimo a un retiro es decirle, a ese prójimo, lo que dijo Felipe en el Evangelio: “Hemos encontrado al Mesías”. Ese Mesías es Jesús y está vivo, glorioso y resucitado en el sagrario, en la Eucaristía.
No es como María Magdalena: “Se han llevado el cuerpo del Señor, y no sabemos dónde lo han puesto”. Nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo del Señor resucitado: en el sagrario, en la Eucaristía.
Como Juan el Bautista, señalar al Cordero que está en la Eucaristía.
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1, 29-34). Juan el Bautista ve pasar a Jesús y dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Mientras otros ven pasar a Jesús y dicen: “Es el hijo del carpintero” (cfr. Mt 13, 55), Juan el Bautista, en cambio, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Juan el Bautista ve lo que otros no ven, y lo ve porque está iluminado por el mismo Espíritu Santo, tal como él lo declara: “Y Juan dio este testimonio: “He visto al Espíritu descender del cielo en forma de paloma y permanecer sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre el que veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, ese es el que bautiza en el Espíritu Santo’. Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios”.
Juan ve al Espíritu Santo descender sobre Jesucristo en forma de paloma, y lo ve permanecer sobre Él; es la señal que Dios Padre, que es quien ha enviado a Juan a predicar la Llegada del Mesías, de que Jesús es el Hijo de Dios; a su vez, Juan puede ver al Espíritu Santo, porque él mismo está iluminado por el Espíritu Santo; de otra forma, le sería imposible saber que Jesús es el “Hijo de Dios”, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” y “el que bautiza en el Espíritu Santo”.
“Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. A imitación del Bautista, que en Jesús ve, no “al hijo del carpintero”, sino al “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, porque está iluminado por el Espíritu Santo, el cristiano, porque está iluminado por la fe de la Iglesia, inhabitada por el Espíritu Santo, al ver la Eucaristía, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”, porque el cristiano ve, con los ojos del espíritu, iluminados por la luz de la fe, lo que el mundo no ve: mientras el mundo ve, en la Eucaristía, solo un poco de pan bendecido, el cristiano ve a Jesús, el Hijo de Dios, el Mesías, que bautiza en el Espíritu Santo, y junto al Bautista, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Y, al igual que el Bautista dio su vida por la Verdad de Jesús como Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, así también el cristiano debe estar dispuesto a dar su vida, testimoniando la Verdad de la Eucaristía: la Eucaristía es Jesús, el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo.
Como María Magdalena, anunciar a Jesús que está resucitado en la Eucaristía.
Santa María Magdalena del llanto de la muerte a la alegría de la Resurrección
“Mujer, ¿por qué lloras?” (Jn 20,1-2.11-18). María Magdalena, de quien Jesús había expulsado “siete demonios”, va temprano al sepulcro, movida por el amor que le tenía a Jesús, como lo dice San Gregorio Magno[4]. No se resignaba a su muerte y su amor ardiente, es el que la conduce hasta el sepulcro, para estar más cerca de su Señor, aunque sea de su cuerpo muerto y frío. Al llegar, nota con sorpresa que la piedra del sepulcro había sido removida y, al asomarse al interior del sepulcro, observa que el Cuerpo de Jesús ya no está, y esto le produce una profunda tristeza; tanta, que comienza a llorar. Es en ese momento en el que dos ángeles le preguntan por la causa de su llanto: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y María Magdalena responde, sumergida en la tristeza: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. En ese momento, Jesús se le aparece y le hace la misma pregunta que le habían hecho los ángeles: “Mujer, ¿por qué lloras?”. María Magdalena, confundiendo a Jesús con el cuidador del jardín, le dice, pensando que es él quien ha trasladado el Cuerpo de Jesús a otro lugar: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo iré a buscarlo”. Como dice San Gregorio Magno, era el “intenso amor ardiente” que María Magdalena experimentaba por su Salvador, lo que la llevaba a buscar al que no encontraba, pero ahora que lo encuentra, no lo reconoce. Reconocerá a Jesús, es decir, su mente y su corazón se abrirán a la luz de Jesús resucitado, cuando Él la llame por su nombre, tocando con su palabra la raíz más profunda del acto de ser de María Magdalena: “¡María!”. En ese mismo instante, iluminada desde lo más profundo de su ser, sus sentidos espirituales son plenificados por la gracia santificante y así se vuelve capaz de reconocer con su mente y de amar con su corazón a Jesús resucitado y, reconociéndolo, le dice: “¡Rabboní!”, que significa “maestro”. Al reconocerlo ya como al Hombre-Dios resucitado, y al contemplarlo en la gloria de su Resurrección, María Magdalena se arroja a sus pies para adorarlo. Luego Jesús le encomienda a María Magdalena la misión más importante de su vida, que será la misión de la misma Iglesia, que vaya a anunciar a los demás que Él ha resucitado: “Ve a decir a mis hermanos: subo a mi Padre y Padre de ustedes; a mi Dios y Dios de ustedes”.
“Mujer, ¿por qué lloras?”. Es de destacar que tanto los dos ángeles, como el mismo Jesús, dirigen a María la misma pregunta: “Mujer, ¿por qué lloras?”. Y la causa del llanto de María Magdalena es que busca a Jesús, pero a un Jesús muerto: María va al sepulcro a buscar a un Jesús que no existe, porque el Jesús muerto del Viernes Santo, ya no está más en el sepulcro, el Domingo de Resurrección, porque ha resucitado. La causa del llanto de María Magdalena es que ha olvidado las palabras de Jesús, de que Él resucitaría “al tercer día” y por esta razón, busca a un Jesús que no existe. Eso sucede cuando racionalizamos la fe y oscurecemos así la luz de la gracia: sólo la luz de la gracia, que ilumina nuestra fe, nos hace capaces de contemplar a Jesús resucitado. De manera análoga, muchos en la Iglesia, tienen la fe de María Magdalena antes del encuentro con Jesús resucitado: buscan a un Jesús que no existe, creen en Jesús, pero en un Jesús muerto el Viernes Santo, pero que no ha resucitado y que mucho menos, prolonga y actualiza su misterio pascual, en la Eucaristía, porque no creen que Jesús resucitado esté, en Persona, con su Cuerpo y Alma humanos glorificados, en el Sacramento del altar. Y porque no creen ni en Jesús resucitado ni en su Presencia gloriosa en la Eucaristía, frente a las tribulaciones, se derrumban como María Magdalena, sin saber dónde está Jesús. Es por eso que debemos pedir la gracia de la fe: “Señor, auméntanos la fe” (Lc 17, 5), la fe en Cristo muerto y resucitado, que prolonga su misterio pascual en la Eucaristía. Como María Magdalena luego del encuentro con Jesús, también nosotros debemos ir a anunciar a nuestros hermanos que Jesús ha resucitado y que por eso el sepulcro está vacío, pero nuestro anuncio no se detiene en el hecho de que Jesús sólo ha resucitado y ha dejado el sepulcro vacío, porque su Cuerpo muerto ya no está más allí, tendido sobre la loza fría sepulcral: debemos anunciar que Jesús ha dejado el sepulcro vacío, para ir a ocupar los altares y los sagrarios, con su Cuerpo glorificado, en la Eucaristía. A diferencia de María Magdalena, que “no sabía dónde estaba el Cuerpo del Señor”, nosotros sí sabemos dónde está el Cuerpo de Jesús glorificado: en la Eucaristía, en los altares, en los sagrarios, y es allí adonde debemos ir a adorarlo.
Por último, recordemos a Mama Antula: sus ansias de “quisiera andar hasta donde Dios no fuese conocido”[5] y a San Agustín: “El que salva el alma de un hermano, salva la suya”.



[1] La expresión se le atribuye al  teólogo y pastor, Dietrich Bonhoeffer (1906-1945).  Sin embargo, la autoría le corresponde al jurista, escritor, poeta y teólogo holandés, Hugo Grocio, quien la pronunciaría tres siglos atrás; cfr. http://www.lupaprotestante.com/blog/etsi-deus-non-daretur-vivir-como-si-dios-existiera/
[2] Cfr. San Gregorio de Agrigento, sobre el Eclesiastés, Libro 8, 6: PG 98, 1071-1074.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia, Ediciones Desclée de Brower, Buenos Aires 1954, ...
[4] De las Homilías de san Gregorio Magno, papa, sobre los Evangelios; Homilía 25, 1-2. 4-5: PL 76, 1189-1193.
[5] http://www.mamaantula.org/ESPANOL.html

martes, 16 de agosto de 2016

¿Por qué el matrimonio católico debe ser uno, fiel, fecundo?



Charla para Matrimonios del Cursillo de Cristiandad[1]
         Antes de hacer alguna consideración es necesario, a modo de introducción, reflexionar acerca del matrimonio como “misterio sacramental”. Para ello, podemos traer a la mente la imagen de la Vid y los sarmientos, tal como la describe Nuestro Señor en el Evangelio: “Yo Soy la Vid, vosotros los sarmientos (…) Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (…) Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (cfr. Jn 15, 1-8). En esta figura, el sarmiento que se injerta –o no- a la Vid verdadera, que es Jesucristo, es el matrimonio, formado por los cónyuges, que ya no son dos, sino uno. Jesucristo es la Vid, la Fuente Inagotable de la gracia, y si un matrimonio permanece unido a Él, recibe de Él el flujo vital, la savia que reverdece el sarmiento y le hace dar frutos de santidad, y es la gracia sacramental propia del sacramento del matrimonio. Pero de la misma manera a como un sarmiento, si es cortado y arrojado fuera de la vid, se seca y muere irremediablemente sin dar frutos, así también quienes no están unidos por el sacramento, no reciben la fuente de gracia que proviene de Jesucristo, y es lo mismo o similar también para quienes, unidos por el sacramento del matrimonio, no acuden a este para recibir las gracias que el sacramento contiene.
Otra imagen que debemos tener en mente es la de Jesús Divino Esposo, unido en desposorios místicos con la Iglesia Esposa, porque es de esta unión primaria, celestial, sobrenatural, de donde el matrimonio cristiano toma todas sus características: unidad (de uno, con una), indisolubilidad (para siempre), fecundidad (el matrimonio es para procrear)[2]. La unidad –y la fidelidad- del matrimonio se deriva de la unidad del desposorio místico de Jesucristo con la Iglesia Católica: así como es impensable un Cristo –el Cristo del Símbolo de los Apóstoles- sin la Iglesia Católica, así también es impensable una Iglesia Católica sin Cristo o con Cristo y otros ídolos: Cristo es el Único Esposo de la Iglesia Esposa; la indisolubilidad también se deriva de este matrimonio místico: Jesús ama a su Esposa la Iglesia en la tierra y en la eternidad, para siempre; la fecundidad también se deriva de este matrimonio celestial: así como la Iglesia concibe innumerables hijos para Dios por el Bautismo sacramental, así también el matrimonio cristiano debe concebir tantos hijos como les sea permitido. En otras palabras, las características del matrimonio católico no se derivan de invenciones de hombres, sino por estar los esposos católicos injertados, en virtud del sacramento, en el matrimonio místico de Cristo Esposo y de la Iglesia Esposa, convirtiéndose en sus respectivas imágenes vivientes ante la sociedad humana.
         Teniendo en cuenta esta introducción previa, pasemos entonces a la propuesta de la Meditación 9 llamada: “Los discípulos de Jesús”.
Lo primero que se nos propone es “Meditar en la llamada inicial”: el momento en que decidimos unirnos en matrimonio para siempre. El deseo de contraer matrimonio sacramental no surge de nuestro propio yo: es un llamado de Dios para que nos santifiquemos por el amor esponsal, haciéndonos partícipes del amor esponsal de Cristo Esposo por la Iglesia Esposa. Esta invitación a ser santos por medio del sacramento del matrimonio, a la que respondimos el día en que dijimos “sí” ante el altar, fue hecha de una vez y para siempre, hasta que la muerte nos separe, pero al mismo tiempo, es una invitación que debe ser renovada cada día, todo el día, todos los días, en el trato cotidiano con nuestro cónyuge. No debemos desanimarnos si, en este camino emprendido, y a causa de nuestra humana debilidad, no hemos sabido responder a la santidad cotidiana y a la santidad primigenia, la del día del sí en el altar, y la razón es que Aquel que nos ha llamado a ser santos como lo es Él, es fiel: “El que os llama es fiel” (1 Tes 5, 24). Si no hemos sabido responder, no debemos perder las esperanzas y responder, junto con Pedro, que dice así al Señor luego de su triple negación: “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 27). Las caídas en el camino a la santidad, son las caídas experimentadas por Jesús, por nosotros, en el Camino del Calvario, así que es en virtud de esta caída y este levantarse de Jesús, es que, en ese levantarse, nos levantamos con Jesús y continuamos con la cruz a cuestas.
         Las condiciones del discípulo para seguir a Jesús:
Pobreza: es la pobreza de la cruz, porque es allí en donde Jesús no tiene “dónde reclinar la cabeza” (cfr. Mt 8, 20), es allí en donde Jesús no tiene nada material, y lo material que tiene, es prestado por el Padre para llegar al Reino: la corona de espinas, los clavos, el madero. El lienzo, dice la Tradición que era el velo que cubría la cabeza de la Madre de Dios. El matrimonio cristiano debe vivir en esta pobreza, la pobreza de la cruz, atesorando sólo única y exclusivamente “tesoros en el cielo” (cfr. Mt 6, 20), es decir, obras de caridad y misericordia, según las posibilidades del matrimonio, sin olvidar que el primer prójimo que debe ser objeto de la caridad y el amor cristiano, es el cónyuge.
Humildad: se basa esta virtud en las virtudes del Sagrado Corazón de Jesús, pedida, una, explícitamente, la de la humildad, por Nuestro Señor: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). La mansedumbre debe ser la característica del corazón del cristiano, que así se configura, por la gracia, al Sagrado Corazón de Jesús. No hay situaciones intermedias: o se tiene el corazón manso y humilde del Salvador, o se tiene el corazón rabioso y soberbio del Ángel caído. El primer prójimo que se tiene que dar cuenta que mi corazón es una copia viviente del Corazón de Jesús, es mi cónyuge. Con un corazón así, de parte de los dos cónyuges, no hay discusiones ni enojos, y mucho menos, rencores y odios.
Vigilancia: se basa en la parábola del siervo atento (cfr. Mt 24, 45-51) que espera, con la túnica ceñida y con la vela encendida, el regreso de su señor. Es el cónyuge que, en estado de gracia, con la luz de la fe, obra la misericordia para con todos, empezando con su propio cónyuge, porque espera en su Señor, Jesucristo, que habrá de venir a buscarlo, inesperadamente, el día de su muerte. Está atento, despierto, con una fe activa y operante, obrando el amor y la misericordia con todo prójimo, especialmente con su cónyuge, para recibir la recompensa de su Señor cuando regrese, la vida eterna. El siervo malo y perezoso, que se embriaga y se pone a golpear y maltratar a los demás, es el que no tiene fe ni ama a su Señor, recibiendo de éste el castigo merecido, el ser echado fuera, en la oscuridad, donde hay “llanto y rechinar de dientes” (cfr. Lc 13, 28).
Servir: se basa en el ejemplo de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28). Se necesita el olvido de sí mismo, para estar atentos a las necesidades de los demás, en primer lugar el cónyuge. El servicio se extiende hasta la humillación de sí mismo, tal como se humilló Jesús lavando los pies de sus discípulos –una tarea propia de esclavos- o en la cruz –muriendo como un malhechor-.
Los cónyuges deben amarse con amor esponsal y también con amor de amistad, porque Jesús nos amó con amor esponsal en la Encarnación –el Verbo de Dios se desposó con la Humanidad al asumir hipostáticamente la naturaleza humana en el seno de María Virgen- y con amor de amistad: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Basados en y siendo partícipes de esta amistad con Jesucristo, el Amigo Fiel, que nunca falla, los esposos deben brindarse mutuamente ese mismo amor, que es el Amor de Cristo Esposo por su Esposa, la Iglesia.
Preguntas para trabajo en grupo:
         -¿De qué manera se aplica al matrimonio sacramental la figura de la Vid y los sarmientos?
         -¿De dónde toma el matrimonio cristiano sus características esenciales?
         -¿Cuáles son las condiciones del discípulos para seguir a Jesús? Explique cada una de ellas, aplicada al matrimonio.





[1] Cfr. Carpeta de Jornadas de Metodología, Secretariado Nacional del M.C.C., Editorial Claretiana, Buenos Aires 1997, 67-69.
[2] http://encuentra.com/matrimonio/6_que_caracteristicas_esenciales_tiene_el_matrimonio15611/

sábado, 13 de agosto de 2016

Por qué no da lo mismo casarse o no casarse por la Iglesia


         ¿Con qué se puede comparar al sacramento del matrimonio?
         Lo podemos comparar con una fuente de agua cristalina y fresca en medio de un desierto que refresca y salva de una muerte segura a quien atraviesa el desierto: los esposos que se unen en matrimonio, son aquellos que, en su travesía por el desierto de la vida, pueden beber y refrescarse de las aguas cristalinas y puras del manantial de vida eterna que es Jesucristo, el Hombre-Dios. El agua representa la gracia santificante que fortalece a los esposos para que puedan no solo permanecer unidos, sino permanecer unidos en el amor y no en el mero amor humano, sino en el Amor santo, puro, casto, fiel, celestial, de Cristo, Esposo de la Iglesia Esposa. Es esta participación al Amor de Cristo Esposo, lo que hace que el matrimonio sea perfecto: uno, indisoluble, abierto a la vida, así como es el amor de Cristo por su Iglesia. Por la gracia sacramental, los esposos se vuelven capaces de vivir cristianamente su amor esponsal, y esto quiere decir que, por la gracia, los esposos no buscan simplemente “ser buenos” en el matrimonio, sino que buscan, por medio del matrimonio, vivir un camino de santidad, un camino que los lleve a los dos a un Amor perfecto, el Amor que se vive en el Reino de los cielos.
         Además, por el sacramento del matrimonio, se hacen partícipes de los desposorios místicos entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa, convirtiéndose así en una prolongación, ante el mundo y los hombres, el esposo terreno, de Cristo Esposo y la esposa terrena, de la Iglesia Esposa. De esta manera, quienes vean a los esposos cristianos, deben ver en ellos no a un simple matrimonio, sino a Cristo en el esposo y a la Iglesia en la esposa. Así como Cristo da su vida por su Esposa la Iglesia en el Calvario por amor, así el esposo terreno por su esposa, y así como la Iglesia ama con amor puro, santo, exclusivo, a su Esposo Cristo en la cruz, así la esposa terrena a su esposo. Esto se debe a que, desde que reciben el sacramento del matrimonio, los esposos católicos están obligados a vivir en el amor de Cristo Esposo por su Iglesia –y del amor de la Iglesia por su Esposo, Cristo- y de ser un testimonio de ese amor ante los hombres y la sociedad.
         De este manantial de gracias que es el matrimonio sacramental se derivan también los dones para los hijos, es decir, cuando el matrimonio se convierte en familia. No da lo mismo que los hijos crezcan sin conocer ni amar a Jesús y a la Virgen, a que sí lo hagan. Y cuando surjan las tribulaciones y los problemas, tanto en el matrimonio como en la familia, no solo encontrarán siempre las gracias más que suficientes para sobrellevar todo tipo de crisis -así como en los momentos de paz y de amor, se verán también no solo reforzados, sino llevados a una paz y amor que proviene del mismo Dios-, sino que recibirán la gracia para transformarse en una familia santa, a imagen de la Sagrada Familia de Jesús, María y José.
         Estas son algunas de las razones por las cuales no da lo mismo, en absoluto, casare o no casarse por la Iglesia.

         

miércoles, 10 de agosto de 2016

El matrimonio católico, participación de los esposos a la unión mística esponsal de Cristo Esposo y la Iglesia Esposa


Santos Mártires Timoteo y Maura, los jóvenes esposos 
que fueron víctimas de las crueles persecuciones de Diocesano, en el Alto Egipto.

         Antes de hacer alguna consideración es necesario, a modo de introducción, reflexionar acerca del matrimonio como “misterio sacramental”. Para ello, podemos traer a la mente la imagen de la Vid y los sarmientos, tal como la describe Nuestro Señor en el Evangelio: “Yo Soy la Vid, vosotros los sarmientos (…) Lo mismo que el sarmiento no puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (…) Si alguno no permanece en mí, es arrojado fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen, los echan al fuego y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que queráis y lo conseguiréis. La gloria de mi Padre está en que deis mucho fruto, y seáis mis discípulos” (cfr. Jn 15, 1-8). En esta figura, el sarmiento que se injerta –o no- a la Vid verdadera, que es Jesucristo, es el matrimonio, formado por los cónyuges, que ya no son dos, sino uno. Jesucristo es la Vid, la Fuente Inagotable de la gracia, y si un matrimonio permanece unido a Él, recibe de Él el flujo vital, la savia que reverdece el sarmiento y le hace dar frutos de santidad, y es la gracia sacramental propia del sacramento del matrimonio. Pero de la misma manera a como un sarmiento, si es cortado y arrojado fuera de la vid, se seca y muere irremediablemente sin dar frutos, así también quienes no están unidos por el sacramento, no reciben la fuente de gracia que proviene de Jesucristo, y es lo mismo o similar también para quienes, unidos por el sacramento del matrimonio, no acuden a este para recibir las gracias que el sacramento contiene.
Otra imagen que debemos tener en mente es la de Jesús Divino Esposo, unido en desposorios místicos con la Iglesia Esposa, porque es de esta unión primaria, celestial, sobrenatural, de donde el matrimonio cristiano toma todas sus características: unidad (de uno, varón, con una, mujer), indisolubilidad (para siempre), fecundidad (el matrimonio es para procrear)[2]. La unidad –y la fidelidad- del matrimonio se deriva de la unidad del desposorio místico de Jesucristo con la Iglesia Católica: así como es impensable un Cristo –el Cristo del Símbolo de los Apóstoles- sin la Iglesia Católica, así también es impensable una Iglesia Católica sin Cristo o con Cristo y otros ídolos: Cristo es el Único Esposo de la Iglesia Esposa; la indisolubilidad también se deriva de este matrimonio místico: Jesús ama a su Esposa la Iglesia en la tierra y en la eternidad, para siempre; la fecundidad también se deriva de este matrimonio celestial: así como la Iglesia concibe innumerables hijos para Dios por el Bautismo sacramental, así también el matrimonio cristiano debe concebir tantos hijos como les sea permitido. En otras palabras, las características del matrimonio católico no se derivan de invenciones de hombres, sino por estar los esposos católicos injertados, en virtud del sacramento, en el matrimonio místico de Cristo Esposo y de la Iglesia Esposa, convirtiéndose en sus respectivas imágenes vivientes ante la sociedad humana.
         Teniendo en cuenta esta introducción previa, pasemos entonces a la propuesta de la Meditación 9 llamada: “Los discípulos de Jesús”.
Lo primero que se nos propone es “Meditar en la llamada inicial”: el momento en que decidimos unirnos en matrimonio para siempre. El deseo de contraer matrimonio sacramental no surge de nuestro propio yo: es un llamado de Dios para que nos santifiquemos por el amor esponsal, haciéndonos partícipes del amor esponsal de Cristo Esposo por la Iglesia Esposa. Esta invitación a ser santos por medio del sacramento del matrimonio, a la que respondimos el día en que dijimos “sí” ante el altar, fue hecha de una vez y para siempre, hasta que la muerte nos separe, pero al mismo tiempo, es una invitación que debe ser renovada cada día, todo el día, todos los días, en el trato cotidiano con nuestro cónyuge. No debemos desanimarnos si, en este camino emprendido, y a causa de nuestra humana debilidad, no hemos sabido responder a la santidad cotidiana y a la santidad primigenia, la del día del sí en el altar, y la razón es que Aquel que nos ha llamado a ser santos como lo es Él, es fiel: “El que os llama es fiel” (1 Tes 5, 24). Si no hemos sabido responder, no debemos perder las esperanzas y responder, junto con Pedro, que dice así al Señor luego de su triple negación: “Tú lo sabes todo, Tú sabes que te amo” (Jn 21, 27). Las caídas en el camino a la santidad, son las caídas experimentadas por Jesús, por nosotros, en el Camino del Calvario, así que es en virtud de esta caída y este levantarse de Jesús, es que, en ese levantarse, nos levantamos con Jesús y continuamos con la cruz a cuestas.
         Las condiciones del discípulo para seguir a Jesús:
Pobreza: es la pobreza de la cruz, porque es allí en donde Jesús no tiene “dónde reclinar la cabeza” (cfr. Mt 8, 20), es allí en donde Jesús no tiene nada material, y lo material que tiene, es prestado por el Padre para llegar al Reino: la corona de espinas, los clavos, el madero. El lienzo, dice la Tradición que era el velo que cubría la cabeza de la Madre de Dios. El matrimonio cristiano debe vivir en esta pobreza, la pobreza de la cruz, atesorando sólo única y exclusivamente “tesoros en el cielo” (cfr. Mt 6, 20), es decir, obras de caridad y misericordia, según las posibilidades del matrimonio, sin olvidar que el primer prójimo que debe ser objeto de la caridad y el amor cristiano, es el cónyuge.
Humildad: se basa esta virtud en las virtudes del Sagrado Corazón de Jesús, pedida, una, explícitamente, la de la humildad, por Nuestro Señor: “Aprended de Mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). La mansedumbre debe ser la característica del corazón del cristiano, que así se configura, por la gracia, al Sagrado Corazón de Jesús. No hay situaciones intermedias: o se tiene el corazón manso y humilde del Salvador, o se tiene el corazón rabioso y soberbio del Ángel caído. El primer prójimo que se tiene que dar cuenta que mi corazón es una copia viviente del Corazón de Jesús, es mi cónyuge. Con un corazón así, de parte de los dos cónyuges, no hay discusiones ni enojos, y mucho menos, rencores y odios.
Vigilancia: se basa en la parábola del siervo atento (cfr. Mt 24, 45-51) que espera, con la túnica ceñida y con la vela encendida, el regreso de su señor. Es el cónyuge que, en estado de gracia, con la luz de la fe, obra la misericordia para con todos, empezando con su propio cónyuge, porque espera en su Señor, Jesucristo, que habrá de venir a buscarlo, inesperadamente, el día de su muerte. Está atento, despierto, con una fe activa y operante, obrando el amor y la misericordia con todo prójimo, especialmente con su cónyuge, para recibir la recompensa de su Señor cuando regrese, la vida eterna. El siervo malo y perezoso, que se embriaga y se pone a golpear y maltratar a los demás, es el que no tiene fe ni ama a su Señor, recibiendo de éste el castigo merecido, el ser echado fuera, en la oscuridad, donde hay “llanto y rechinar de dientes” (cfr. Lc 13, 28).
Servir: se basa en el ejemplo de Jesús: “No he venido a ser servido, sino a servir” (Mt 20, 28). Se necesita el olvido de sí mismo, para estar atentos a las necesidades de los demás, en primer lugar el cónyuge. El servicio se extiende hasta la humillación de sí mismo, tal como se humilló Jesús lavando los pies de sus discípulos –una tarea propia de esclavos- o en la cruz –muriendo como un malhechor-.
Los cónyuges deben amarse con amor esponsal y también con amor de amistad, porque Jesús nos amó con amor esponsal en la Encarnación –el Verbo de Dios se desposó con la Humanidad al asumir hipostáticamente la naturaleza humana en el seno de María Virgen- y con amor de amistad: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15). Basados en y siendo partícipes de esta amistad con Jesucristo, el Amigo Fiel, que nunca falla, los esposos deben brindarse mutuamente ese mismo amor, que es el Amor de Cristo Esposo por su Esposa, la Iglesia.
Sólo de esa manera, el matrimonio sacramental católico reflejará, ante la sociedad de los hombres, el amor esponsal entre Cristo Esposo y Iglesia Esposa.






[1] Cfr. Carpeta de Jornadas de Metodología, Secretariado Nacional del M.C.C., Editorial Claretiana, Buenos Aires 1997, 67-69.
[2] http://encuentra.com/matrimonio/6_que_caracteristicas_esenciales_tiene_el_matrimonio15611/

sábado, 6 de agosto de 2016

Correr una maratón con un sentido cristiano


         El apóstol San Pablo compara a esta vida, en la que debemos alcanzar la meta de la vida eterna, con una competición: “Los atletas se privan de todo; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita” (1 Co 9, 25). Al correr una maratón, o al practicar cualquier deporte, el buen deportista debe “privarse de todo” lo malo, es decir, de todo lo que atente contra su salud; en caso contrario, no podrá alcanzar la meta, puesto que su físico no resistirá la dureza de la prueba. El atleta, el que corre una maratón, se entrena duramente y se priva de lo que es perjudicial, porque desea alcanzar el premio, “la corona”, como dice San Pablo. Pero esta corona, puesto que es terrena, es perecedera; en el lenguaje de San Pablo, es “una corona que se marchita”.
Ahora bien, nosotros, como cristianos, estamos también llamados a alcanzar una meta y ganar una corona, pero una corona que “no se marchita”, porque es una corona de luz, es la corona de gloria que le espera a todo aquel que sigue a Cristo por el camino de la Cruz. En este sentido, todos los cristianos estamos llamados a convertirnos en un buen atleta de Cristo, es decir, en un testigo fiel y valiente de su Evangelio. Pero para lograrlo, también debemos “privarnos de todo” lo malo, es decir, el pecado, las pasiones, los vicios, que son las cosas que nos impiden alcanzar la meta. Y al igual que un buen atleta se alimenta solamente con alimentos buenos, también el cristiano, atleta de Cristo, debe alimentarse con el Alimento por excelencia del alma, que es la Eucaristía, el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; es necesario que se alimente de la oración perseverante, de la fe piadosa, y que practique ejercicios del alma, sobre todo las virtudes de la caridad, la mansedumbre y la humildad, que son las que asemejan al alma a Jesucristo.
Jesús es el verdadero atleta de Dios es el hombre “más fuerte” (cfr. Mc 1, 7), que por nosotros afrontó y venció al “adversario”, a nuestro enemigo mortal, que busca nuestra eterna perdición, Satanás, y lo venció con su omnipotencia divina, que se desprende de la Santa Cruz, en donde reina el Rey de reyes y Señor de señores, Jesús.

Como buenos atletas de Dios, debemos correr, entonces, una maratón, o hacer deportes, pensando sin embargo que nuestra verdadera meta es el Reino de los cielos y la corona de gloria que buscamos no es la temporal, que “se marchita”, sino la eterna, la que “no se marchita”, la corona de luz y gloria que otorga Jesús a quienes en esta vida participan de su Pasión, de su Cruz y de su Corona de espinas.