viernes, 28 de octubre de 2016

Qué es la gracia, fuente de la vida nueva del joven cristiano


         Para tratar de comprender qué es la gracia, imaginemos primero a un santo, de entre todos los santos de la Iglesia. Imaginemos ese santo antes de conocer a Jesús y recibir su gracia. Con toda seguridad, los santos, antes de la gracia, eran seres comunes y corrientes y, muchos de ellos, agresivos y violentos. Pensemos, por ejemplo, en Saulo de Tarso: perseguía a los cristianos, los hacía encarcelar con falsedades, y aprobaba su muerte, como sucedió con San Esteban proto-mártir. Cuando reciben la gracia de Jesús, cambian radicalmente y se vuelven una imitación viviente de Jesús.
         ¿Por qué? Porque la gracia no solo quita el pecado, sino que les concede una vida nueva al hacerlos participar de la vida misma del Ser divino trinitario. La gracia “endiosa” al hombre, por así decirlo, y lo hace capaz de pensar, amar y obrar como lo hace Dios Trino. No es que la gracia “amplifica” el alma humana, potenciando sus capacidades: da una nueva capacidad, una nueva virtud, que es la capacidad y la virtud de Dios Trino.
         ¿Qué es la gracia? Es una “efusión del amor divino, que levanta a la creatura a la participación de la vida y dicha de Dios, que las divinas Personas poseen en el Espíritu Santo”[1]. La gracia es la “elevación de nuestra naturaleza”[2] a la participación en la naturaleza divina. Según un autor, la gracia es “un destello de la bondad divina que, viniendo al alma, la llena, hasta sus profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios; (el alma que la recibe) se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y  recibe en herencia el reino de su felicidad eterna”[3].
         Estas palabras, que intentan describir la gracia, exceden el alcance de nuestra razón y no debe extrañarnos de que no seamos capaces de formarnos una idea acerca de estos bienes celestiales, pues aun los ángeles, apenas pueden apreciar su valor. Siendo la gracia un bien tan inmensamente grande, los ángeles se asombran por nuestra incapacidad y sobre todo por nuestra locura, cuando por el pecado perdemos esta dignidad celestial –que nos hace más grandes que los ángeles, porque nos convierte en hijos adoptivos de Dios-, rebajándonos, desde una altura superior a los ángeles, a un abismo más profundo que el de las bestias y aún de los mismos demonios. Los ángeles se asombran por nuestro endurecimiento, por nuestra ceguera y por nuestra insensatez, que nos hace perder la gracia por algo tan insignificante y bajo como el pecado.
         Enseña Santo Tomás[4] que el mundo y todo lo que contiene, tiene menos valor que un solo hombre en estado de gracia. San Agustín dice que el cielo y todos los coros angélicos no pueden comparársele. El hombre debiera estar más agradecido a Dios por la menor gracia recibida que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos animales.
         La gracia aventaja a todos los bienes terrenos, y sin embargo, se prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea con los más abominables; se burla y se juega con ella. Pensemos en la gracia que se pierde al no asistir, por pereza, a la Santa Misa dominical, a la cual se intercambia por un partido de fútbol, o por una tarde de descanso.
         Sin embargo, los hombres –los católicos- no se avergüenzan, ni experimentan remordimiento alguno, por tan dolorosa pérdida, ni de sacrificar, tan ligeramente, esta plenitud de bienes tan grandiosos. Los hombres prefieren una mirada impura, antes de la gracia de Dios; prefieren una mentira, antes que la gracia de Dios; prefieren un placer terreno, antes que la gracia de Dios, vendiendo así su primogenitura, su condición de hijos adoptivos de Dios, por una nada, por un plato de lentejas, de modo similar a Esaú. Por esto dice el profeta Jeremías: “Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo”[5].
         ¿Qué pensaríamos de alguien que, llevado por su temeridad e insensatez, para procurarse un breve y oscuro deleite, hiciera apagar el sol, decretara la caída de las estrellas e introdujera el caos y la oscuridad en el universo? ¿Habría alguien capaz de sacrificar el mundo y el universo, por capricho o codicia? Si alguien así sería considerado necio e insensato, ¡cuánto más el católico que, por no luchar contra sus pasiones, por no privarse de un deleite prohibido, desprecia la gracia, cuya pérdida es incomparablemente más trágica que lo anteriormente mencionado! Y tanto más, cuanto que este desprecio de la gracia se hace con tanta facilidad, frialdad y frecuencia, sin que a nadie se le mueva un pelo por haber cometido un pecado mortal y haber arrojado al suelo la corona de la gracia. Esto acontece a diario, a cada instante y en muchísimos hombres, siendo poquísimos los que se esfuerzan y ponen todos los medios a su alcance, naturales –alejarse de las ocasiones próximas-, como sobrenaturales –rezar el Rosario, pidiendo la gracia de no caer, o pedir la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal-; muchos menos son los que se entristecen o lloran por esta pérdida.
         Cuando sucede una catástrofe natural, como un terremoto, un tsunami, una epidemia, o aun cuando se sacrifican inútilmente los animales, como en las cacerías. Nos lamentamos por banalidades, como cuando pierde un equipo de fútbol, o la Selección, o cuando la economía no va bien. Sin embargo, cuando se produce algo mucho más terrible y triste, que se repite a diario, como lo es la pérdida de la gracia –y el paso consecuente del alma al estado de pecado mortal, con lo cual se encuentra en estado de eterna condenación- en tantos cientos de miles de hombres, no parece producirnos el más pequeño interés.
         Salta a la vista que amamos poco o nada nuestra verdadera dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros que nos ofrece. Obramos como los israelitas a quienes Dios quería sacar de la esclavitud de Egipto para llevarlos a la Ciudad Santa, la tierra que manaba leche y miel. En vez de la santidad divina, le dieron la espalda, lo rechazaron, y añoraron “las ollas de carne de Egipto”: aquí están representados los católicos que, ante el llamado de vivir en gracia, prefieren los deleites prohibidos del pecado.
         La causa es que por los sentidos y por el juicio erróneo, nos formamos una idea equivocada acerca del verdadero bien e invertimos las cosas: pensamos que seremos felices poseyendo los bienes de la tierra y dando satisfacción a cuanta pasión desordenada se presente en nuestro corazón, sin darnos cuenta que los verdaderos y únicos bienes son los celestiales, los cuales comenzamos a obtenerlos ya en esta vida, por la gracia santificante.
         Consideremos los dos extremos y comencemos a reparar nuestro error y coloquemos en su verdadero estado la escala de bienes y valores: cuanto más apreciemos los bienes celestiales, más despreciaremos los bienes terrenos y materiales. Dice San Juan Crisóstomo: “Aquel que venera y alaba la gracia la guardará y vigilará celosamente”[6].
         Comencemos, entonces, con la ayuda de Dios, la “alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6).
         Pidámosle así a Nuestra Madre del cielo, la Virgen: “Santa Madre de Dios, Madre de la Divina Gracia, haz que pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu Divino Hijo”.





[1] Scheeben, Los misterios del cristianismo, 118ss.
[2] Cfr. ibidem, 617.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia divina, 29.
[4] Suma Teológica, I, II. q. 113, a. 9 ad. 2.
[5] 11, 12.
[6] In Ephes., Homil. 1, c. 3.

jueves, 13 de octubre de 2016

La fuente de la paz para matrimonios y familias


         Hoy las familias están acechadas por innumerables problemas: drogas, alcoholismo, violencia, inseguridad, desempleo, etc.
         ¿Por qué fracasan? Las causas de los fracasos matrimoniales-familiares son de orden psicológico-moral y espiritual.
         Causas psicológico-morales:
         Algunas de ellas son:
No hay diálogo entre las personas que componen el grupo familiar, como consecuencia del ritmo de vida que se lleva, o bien por la preeminencia de los medios de comunicación masivos (televisión, internet).
         No hay respeto mutuo entre cónyuges, o bien entre padres e hijos; predominan la impaciencia, la intolerancia, el maltrato, por sobre la paciencia, la mansedumbre y el amor.
         No hay perdón, lo que demuestra soberbia, al igual que el no pedir perdón, es también muestra de soberbia. Cuando un cónyuge comete un error grave –adulterio, alcoholismo, etc.-, es muestra de soberbia no reconocer el error y no pedir perdón, mientras que para el otro cónyuge, es muestra de soberbia el no perdonar, cuando el que se equivocó pidió perdón.
         Muchos de los problemas se originan por dar por supuesto que lo que yo pienso que la otra persona piensa, es verdad, cuando no lo es.
         Se pone el acento en lo que el otro cónyuge hace mal, o no hace, o deja de hacer, en vez de valorar lo positivo; del otro lado, hay decidia en cumplir los deberes esponsales. Frente a un problema, se busca siempre culpabilizar al otro, sin asumir nunca la propia parte de culpa pero, sobre todo, no se busca hacer las tareas en común, es decir, en vez de intentar solucionar el problema entre dos, se pone en la actitud de juez del otro.
         Causas espirituales:
         Importan las causas psicológico-morales, pero el 99% de los fracasos matrimoniales y familiares tiene una sola causa: lo que falla es el fundamento o basamento espiritual, es decir, la vida espiritual de los esposos y los integrantes de la familia, la cual es extremadamente débil o, peor aún, inexistente.
         A estos núcleos familiares se les aplica la parábola de la casa construida sobre arena (cfr. Mt 7, 24) y no sobre roca, puesto que la Roca es Cristo y si el edificio espiritual de los cónyuges, del matrimonio y de la familia, no es Jesucristo, entonces bastan los vientos de las tribulaciones y las inundaciones de los problemas cotidianos, para que la familia se venga abajo.
         Esto sucede cuando los esposos no recurren a la gracia del sacramento del matrimonio, desaprovechando así el tesoro de gracias inagotables que ofrece este sacramento. Es como si el gerente del banco nación me diera la llave de la caja fuerte para que saque todo el dinero, pero en vez de usarla a la llave, la dejo de lado.
         Esa llave es:
         Oración entre los esposos  y con los hijos.
         Vida sacramental: confesión y comunión frecuentes.
         Eucaristía dominical.
         De esta manera, se aprovecha el tesoro infinito de gracias que en sí contiene el matrimonio sacramental, gracia la cual no solo hace prácticamente imposible toda desavenencia, toda discordia, todo malentendido, sino que concede a los esposos y a las familias la paz de Dios, la alegría de Dios, la fortaleza de Dios, la sabiduría de Dios.
         En la gracia sacramental del matrimonio, están contenidas absolutamente todas las gracias necesarias para que el matrimonio y la familia afronten todas las tribulaciones que puedan sobrevenir, con fortaleza, alegría, paciencia, sabiduría, además de conceder a los integrantes de la familia la humildad, la mansedumbre y el amor, consecuencias directas del reinado de la gracia de Jesucristo en los corazones.

         Preguntas para trabajar en grupo:
         ¿Cuáles son los peligros que acechan a las familias en nuestros días?
         ¿Cuáles son las causas de los fracasos matrimoniales y de las crisis familiares?
         ¿Cuáles son las causas psicológico-morales?
         ¿Cuáles son las causas espirituales?
         ¿Con qué parábola ilustra Jesús a quienes construyen sus vidas sin el fundamento de la fe?
         ¿Con qué ejemplo se puede ilustrar la ausencia de la gracia sacramental en la familia y el matrimonio?
         ¿De qué manera se puede sacar provecho al sacramento del matrimonio?
        

         

miércoles, 12 de octubre de 2016

Él Árbol de la Sabiduría y la Maestra del cielo


         Hay algo en lo que estamos todos de acuerdo: todos queremos ser felices. Y la escuela nos ayuda en este propósito, porque en la escuela aprendemos a ser mejores personas, ya que cada vez que estudiamos, somos un poco mejor que antes de estudiar. Además, en la escuela aprendemos muchas cosas útiles para la vida, porque estudiamos en los libros las lecciones que nos enseñan los profesores y maestros y así nos perfeccionamos, adquirimos conocimientos que nos hacen ser mejores personas, pero sobre todo, nos capacitan para conseguir un mejor trabajo y así tener una mejor vida. Así, la escuela nos ayuda en este deseo de ser felices.
         Está muy bien esto de aprender las ciencias humanas, por esto que acabamos de decir, estudiando de los libros y aprendiendo las lecciones de nuestros maestros, pero hay otra ciencia, que es mucho más importante que la ciencia humana, que es necesario aprender; hay otro libro, mucho más importante, que los libros de geografía, historia, matemáticas, lenguas, que hay que leer; hay una maestra, que enseña mucho mejor que el mejor maestro del mundo, a la que hay que escuchar: la ciencia que hay que estudiar, es la ciencia divina, la que viene de la mente y del corazón mismo de Dios; el libro que hay que leer, para aprender sus hermosas lecciones, es el Libro de la Cruz; la Maestra a la que hay que escuchar, para aprender sus lecciones celestiales, es la Virgen, que está de pie al lado de la cruz. Es esta ciencia de Dios, que se aprende arrodillados ante el Árbol de la Sabiduría, Jesús en la Cruz y ante el Libro de la Vida, que es Jesús crucificado, escuchando las lecciones de la Maestra celestial, la Virgen, la que nos ayudará no sólo a tener una vida mejor, plena y feliz en esta tierra, sino que nos enseñará a ganar la vida eternamente feliz en el cielo.
         Si no aprendemos la ciencia de la Cruz, arrodillados ante Jesús y escuchando, en silencio, los consejos y lecciones que nos da Nuestra Madre del cielo, la Virgen, jamás, pero jamás, lograremos ser felices, ni en esta vida, ni en la otra; jamás tendremos paz; jamás tendremos alegría; jamás conoceremos el Verdadero Amor, el Amor de Dios, que nos da Jesús con su Sangre que brota de su Corazón traspasado.

         Si queremos no solo ser buenas personas; si queremos no solo tener un mejor trabajo; si queremos no solo ser felices en esta vida y en la otra, debemos aprender del Libro de la Vida, la Santa Cruz de Jesús, escuchando las lecciones que nos enseña la Maestra del cielo, la Virgen María.

Dónde está la verdadera felicidad


         Hay algo que todos tenemos desde que nacemos, y es el deseo de ser felices. A nadie le gusta ser in-feliz; a nadie le gusta ser desgraciado; a nadie le gusta pasarla mal, y eso porque, desde que nacemos, tenemos un apetito de felicidad.
         El problema está en dónde buscar la felicidad, para calmar esa hambre de felicidad.
         El mundo nos de hoy nos enseña una falsa felicidad: nos engaña, diciéndonos que la felicidad está en tener dinero, en ser famoso, en disfrutar de los placeres. Y así vemos cómo, en la televisión, en internet, en los diarios y revistas, los más felices parecen los que se dan todos los placeres del cuerpo, los que tienen más dinero, los que tienen más propiedades y autos. Pero todo eso es falso. Ahí no está la felicidad.
         Querer ser felices con el dinero, o con la fama, o con los placeres carnales, es como querer rellenar un abismo con un balde arena: es imposible. De la misma manera, es imposible que seamos felices con estas cosas materiales, porque Dios no nos creó para ser felices con las cosas de la tierra. Cuando nos creó, Dios puso en nosotros hambre de felicidad, apetito de alegría, pero esa felicidad y esa alegría no se calman, de ninguna manera, ni con dinero, ni con bienes, ni con placeres. Es como un camino ancho, fácil de transitar, pero que termina en un pozo negro, oscuro, sin fondo, y del cual no se sale nunca.
Todos tenemos deseos de ser felices, pero esa felicidad nos la puede dar sólo Jesús, el Dios eternamente joven, el Dios que está en la cruz y está en la Eucaristía. El hambre de felicidad, el apetito de alegría con el que Dios nos creó, se sacia solamente con un pan, que no es el pan que conocemos, sino que es un Pan que baja del cielo, y ese Pan es la Eucaristía. Alimentándonos con ese Pan, nuestra alma, que es como un abismo, se llena hasta rebalsar con el Amor, la Alegría, el Gozo, la Paz y el Amor de Dios, y así es plenamente feliz. Tan feliz, que ya no quiere ninguna otra cosa.

No equivoquemos el camino de la felicidad, que es estrecho y angosto, en subida, pero que termina en el cielo.

martes, 4 de octubre de 2016

Jesús no es un fantasma, es el Dios de la Eucaristía


         Una vez, en el Evangelio, sucedió la siguiente escena: los discípulos de Jesús había subido a la barca y estaban en medio del mar, cuando comenzó de repente a ponerse el cielo muy oscuro, con nubes negras y densas, que anunciaban una gran tormenta; el viento comenzó a soplar muy fuerte, como si fuera un huracán y hacía que se levantaran olas muy grandes, y eran tan grandes, que hacían que la barca se moviera mucho, para todos lados; además, como comenzaba a entrar agua por todos lados y no podían sacar toda el agua, la barca comenzaba a hundirse. Entonces, cuando pensaban que ya estaban a punto de hundirse, los amigos de Jesús vieron a lo lejos que Jesús venía caminando sobre las aguas, sin mojarse y sin hundirse. Y a pesar de que ellos lo conocían, en ese momento no lo reconocieron, y se pusieron a gritar, llenos de miedo: “¡Es un fantasma!” (cfr. Mt 14, 26). Estaban aterrorizados porque, por un lado, ya estaban temerosos a causa de la tormenta, del viento y de las olas; por otro lado, no reconocieron a Jesús, que era su Amigo, y al que lo habían visto hacer muchos milagros y no solo no lo reconocieron, sino que pensaron que era un fantasma; en esta situación, creían que todo estaba perdido, y por eso todos gritaban de terror.
         Pero Jesús, que había seguido caminando sobre las aguas, llegó hasta la barca y subió en ella, y una vez que subió, le dijo al viento: “¡Cállate!” y el viento, en el acto, dejó de soplar, en consecuencia, las olas se calmaron, y además, las nubes negras se disiparon y salió el sol. Una vez que pasó eso, Pedro y los demás discípulos, que ahora sí reconocieron a Jesús, se postraron delante de Jesús y lo adoraron, dándole gracias porque los había salvado.
         ¿Qué enseñanza nos deja este pasaje del Evangelio?

         Los amigos y discípulos de Jesús somos nosotros; la barca es la Iglesia; el viento como huracán, las olas grandes, las nubes negras, son los problemas que a veces se nos presentan en la vida y nos llenan de temor; al igual que los discípulos, también nosotros, a veces, pensamos que estamos solos, y tratamos a Jesús como si fuera un fantasma, y entonces, en medio de las dificultades, pareciera que nada tiene solución y que todo se pone muy difícil y también nos atemorizamos y desanimamos, como los amigos de Jesús; pero también, así como les pasó a los amigos de Jesús, que fueron socorridos por Jesús y Él, como es Dios, en un solo instante, en menos de un segundo, hizo que todo se calmara, así también puede hacer con nuestras vidas y con nuestros problemas y es por eso que nunca, pero nunca, debemos dejar de confiar en Jesús y siempre debemos recurrir a Él. No pensemos que Jesús es un fantasma y que no está Presente: Él es Dios, es el Cordero de Dios, que está, vivo, glorioso, resucitado, con todo su poder de Dios, en la Eucaristía, esperando para que nosotros acudamos a Él y le contemos, así como se habla con un padre o una madre amorosos, así como se habla con un amigo fiel, todo lo que nos pasa; Jesús quiere que vayamos a buscarlo a la Eucaristía, al sagrario, y que le digamos: “Jesús, Amigo mío, me pasa esto, esto y esto, te lo ruego, por los dolores del Corazón Inmaculado de tu Mamá, la Virgen, te lo suplico, ayúdame”. Y Jesús, como es un Dios de Amor, no dejará de ayudarnos, y mucho menos si le pedimos auxilio en nombre de su Mamá. Pero Jesús quiere que le demostremos que lo amamos y que confiamos en Él, y eso es lo que tenemos que hacer: acudir al sagrario y suplicarle su ayuda, y Jesús, en menos de un segundo, nos dará la calma a nuestros corazones, nos llenará de alegría, de luz, de paz, y tal vez no arregle nuestros asuntos en el acto, pero lo que sí es cierto, es que tanto Él, como su Mamá, no dejarán de auxiliarnos. Nunca, nunca, pensemos que estamos solos; nunca nos dejemos vencer por los problemas; acudamos a Jesús, Presente en Persona en la Eucaristía, y Jesús calmará cualquier tormenta de nuestra vida y hará resplandecer su Rostro sobre nosotros, así como el sol resplandece en un día calmo, con el cielo celeste y sin nubes, y nos llenará de su gozo, de su paz, de su amor y de su alegría. Digamos todos juntos: “¡Jesús, Tú eres el Dios de la Eucaristía, creemos en tu Presencia Eucarística, te amamos con todo el corazón y te pedimos que nunca dejes que nos apartemos de Ti!”.