jueves, 29 de junio de 2017

Dios creó los ángeles para ayudarnos a ganar el cielo



         Una de las características de Dios es su omnipotencia, lo cual quiere decir que tiene el poder suficiente para crear el ser –el acto de ser, esse ut actus- de la nada, es decir, que no tiene necesidad de utilizar materia, ya que Él es el Creador de la materia, a diferencia del hombre, que no puede llamarse propiamente “creador”, por cuanto el hombre no crea la materia, sino que, gracias a la inteligencia que Dios le dio, puede transformarla, pero no crearla. Que Dios sea omnipotente quiere decir que tiene tanto poder, que creó el universo visible e invisible y, en el universo invisible, los ángeles, y para hacerlo, lo único que tuvo que hacer es QUERER[1], para que lo que Él en su Inteligencia Perfectísima había ideado desde la eternidad. Así lo relata el Génesis: “Hágase la luz (…) Hágase un firmamento, dijo Dios (…) y así se hizo” (Gn 1, 36).
Entonces, Dios con su omnipotencia creó el universo visible, como dijimos, y también el universo invisible, formado por los ángeles, los cuales son seres espirituales, que no tienen cuerpo material, como nosotros, que somos materia y espíritu. Al igual que nosotros, los ángeles tienen inteligencia y voluntad, pero a diferencia nuestra, son espíritus puros, que no necesitan de un cuerpo para ser ángeles. En el caso del hombre, al estar constituidos por materia –cuerpo- y alma –espíritu-, nosotros sí necesitamos, para vivir nuestra vida humana, del cuerpo, para ser “personas” completas. Los ángeles son personas –una persona tiene inteligencia y voluntad-, pero no cuerpos materiales, como nosotros. Otra diferencia es que son muy inteligentes y su naturaleza es muy superior a nuestra naturaleza humana. Ahora bien, muchos de estos ángeles, creados como seres libres por Dios, para que gozaran de su amor y de su amistad libremente, usaron mal esta libertad y se rebelaron contra Dios, convirtiéndose en demonios, los cuales son ángeles que no poseen la gracia de Dios y, debido a la perversión de su voluntad, nunca más pueden amar, quedando fijados en el odio contra Dios y el hombre por toda la eternidad. Para estos seres espirituales y convertidos en malignos y rebeldes por voluntad propia, Dios creó para ellos el infierno, de donde nunca podrán salir, aunque sí salen a la tierra para tentar a los hombres e intentar perderlos para siempre.
¿Y qué sucedió con los ángeles buenos? Como vimos, Dios creó a los ángeles para que estuvieran a su servicio, pero también para que nos ayudaran en nuestras tareas cotidianas de la mejor manera posible, como por ejemplo, estacionar el auto, estudiar, trabajar. Cada uno de nosotros tiene, desde su nacimiento, asignado un Ángel de la Guarda, por parte de Dios, para que nos asista en nuestra vida terrena y esa es la razón por la cual siempre debemos rezarles y pedirles que intercedan por nosotros ante Dios. Sin embargo, la tarea más importante de los ángeles custodios, es la de ayudarnos a ganar el cielo, y para eso, nos hacen aumentar el amor, la fe y la devoción, tanto a Jesús Eucaristía, como a la Virgen y a los santos y a los otros ángeles buenos, además de hacernos comprender el valor inestimable de la gracia. No nos olvidemos de estos seres espirituales, creados por el Divino Amor para estar a nuestro servicio; invoquémoslos siempre y en todo momento, para que nos auxilien en nuestras tareas cotidianas pero, sobre todo, para que nos ayuden a crecer cada día más y más en el amor a la Virgen y a Jesús Eucaristía.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Argentina 2013, 44ss.

La alternativa del joven: seguir a Cristo o seguir a los ídolos mundanos


         Nuestro siglo XXI se caracteriza, entre otras cosas, por el gran avance tecnológico, técnico y científico en todas las áreas de investigación de la ciencia humana. Este gran avance, propio de nuestros días, hace que un hombre cualquiera del siglo XXI, posea comodidades imposibles siquiera de imaginar para los más poderosos reyes de la Antigüedad. Algunos de estos avances son, por ejemplo, el progreso de la medicina, con la notable mejora en la calidad de vida y el aumento promedio de vida, que de cuarenta-cincuenta años ha pasado a ser de setenta a ochenta años; la telefonía celular; la computación; internet; televisión satelital, etc. Todo esto sin contar, por ejemplo, con los vuelos intercontinentales, la creación de vehículos automovilísticos de última generación, equipados con la más avanzada tecnología, diseñados por computadora con la mayor elegancia y con todas las ventajas aerodinámicas, los trenes, los barcos, y todos los grandes inventos que día a día aparecen y mejoran la calidad de vida. Por todo esto podemos decir que nosotros, los hombres del siglo XXI, poseemos elementos materiales y avances tecnológicos y científicos jamás alcanzados en la historia de la humanidad, lo cual es un aspecto sumamente positivo de nuestro siglo XXI.
Sin embargo, el mundo en el que vivimos, también tiene aspectos negativos y oscuros que ensombrecen estos aspectos positivos. Ante todo, nuestro siglo XXI se caracteriza por ser materialista, hedonista, relativista, ateo, ocultista e idolátrico.
Nuestro mundo es materialista, porque en nuestros días el amor al dinero ha reemplazado al amor a Dios, siendo el hombre capaz de cometer los peores crímenes, con tal de conseguir dinero y por eso es que no es en vano que Jesús advierte que “no se puede seguir a Dios y al dinero”.
Nuestro mundo es hedonista, porque el placer sensual y erótico y la satisfacción carnal de las pasiones, ha reemplazado al verdadero amor, que es espiritual, esponsal, filial, y que nada tiene que ver con la genitalidad; nuestro mundo ha falsificado la palabra “amor”, haciendo pasar por amor lo que es satisfacción baja y animal de las pasiones carnales.
Nuestro mundo es relativista, porque ha vuelto las espaldas a la Verdad Absoluta, la Sabiduría de Dios, Cristo Jesús, para prestar oídos a toda clase de falsas religiones y sectas, que se inventan un dios a su medida, a la medida de su corazón egoísta y contaminado por el pecado, y es así como, al perder la esperanza en la vida eterna, se busca satisfacer, perversamente y al máximo posible, los sentidos del cuerpo, precisamente porque no se cree en una vida eterna, en el Juicio Particular y en el Juicio Final, en el que Dios, Justo Juez, dará a cada uno el cielo o el infierno, según lo que cada uno haya ganado con sus obras libres.
Nuestro mundo es ateo, porque no cree más en Dios y en su Cristo, el Mesías el Dios de la Eucaristía, Cristo Jesús, y lo ha reemplazado por un falso dios, la propia conciencia y la propia voluntad humana, y es así como los católicos, que deberían dar al mundo el testimonio de que Cristo es Dios y que está vivo y glorioso, resucitado, en la Eucaristía, se comportan como ateos, como quienes no creen en Dios y no esperan en la vida eterna. Porque el joven católico no cree en el Dios de la Eucaristía, Jesucristo, no da importancia al silencio de la oración, necesaria para escuchar la voz de Jesús.
Nuestro mundo es ocultista, porque habiéndose separado de la luz del mundo, Cristo Eucaristía, se ha vuelto a las sombras del esoterismo, del ocultismo, de la magia, el satanismo, cumpliendo lo anunciado por el Evangelio de Juan: los hombres rechazaron la luz, que es Cristo Eucaristía, y prefirieron las tinieblas, que son el ocultismo, la superstición y la magia.
Por último, nuestro mundo es idolátrico, porque a semejanza del Pueblo Elegido, que se postró ante el becerro de oro, un ídolo construido por sus propias manos, así el católico de hoy, no se postra en adoración ante el Cordero de Dios, sino ante los ídolos del mundo, del fútbol, del espectáculo, de la música, del cine, y es así que, al mismo tiempo que las iglesias se vacían, se llenan los estadios y los paseos de compras, y al silencio interior, necesario para escuchar la voz de Dios, se lo reemplaza en cambio por el estruendo y el ruido, vacíos de calma, paz y verdadera alegría.

Al joven de hoy, se le presentan, por lo tanto, dos opciones: o seguir a Jesucristo, cargando la cruz, por el camino del Calvario, que es el que lleva a la vida eterna, y en este seguimiento tiene que renunciar a sus pasiones y a lo que estimula sus pasiones, como las substancias tóxicas, el alcohol y la anti-música disfrazada de música popular,  o el seguir a los ídolos del mundo, que le darán satisfacción sensorial temporal, pero llenarán sus corazones de vacío existencial y los sumergirán en profundas tinieblas espirituales. 
En cada joven está la decisión, puesto que somos libres, y nadie, ni siquiera Dios, puede tomar una decisión en nuestro nombre. Tomemos la decisión de seguir a Cristo, que es el Camino, la Verdad y la Vida, el Dios Eternamente joven, el Único que puede darnos la verdadera paz en esta vida y la alegría sin fin en la vida eterna. 

domingo, 18 de junio de 2017

¿Qué celebramos en Corpus Christi?


En el origen de la Solemnidad de Corpus Christi, se encuentra un milagro eucarístico, llamado “Milagro de Bolsena”, sucedido a un sacerdote que tenía dudas sobre la Presencia real de Jesús en la Eucaristía.
         Antes de reflexionar sobre el milagro, debemos recordar que la Iglesia enseña, desde los tiempos apostólicos, que la Última Cena, que fue la Primera Misa, Jesús convirtió el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, por las palabras de la consagración. Estas palabras –Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre- producen un cambio substancial en las ofrendas eucarísticas, de modo que toda la substancia del pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y toda la substancia del vino se convierte en la Sangre de Cristo.
         Si bien este milagro sucede de modo invisible e insensible –no lo podemos captar por los sentidos corporales-, no significa que no suceda o que no sea real. Por el contrario, el cambio es tan real, que se produce una conversión de la substancias del pan y del vino, en el Cuerpo y la Sangre de Jesús, respectivamente, llamándose a esta conversión de las substancias, “transubstanciación”.
         Esto es lo que la Iglesia enseña, desde los tiempos apostólicos, sobre la Eucaristía, y lo enseña a los niños, en el Catecismo de Primera Comunión.
         Lo que sucede es que, antes, durante y después de la transubstanciación, todo parece igual, ya que a la razón y a los sentidos, parece que nada cambia y que el pan sigue siendo pan y el vino sigue siendo vino. Por eso muchos católicos cometen el gravísimo error, precisamente, de no creer en lo que la Iglesia enseña y, como a los sentidos del cuerpo todo sigue igual en apariencia –antes, durante y después de la consagración-, entonces piensan como evangelistas, siendo católicos: en la Eucaristía no está el Cuerpo de Jesús, sino que es un pedacito de pan bendecido y nada más.
         Esta duda de fe es la que tenía un sacerdote, Pedro de Praga, cuando al celebrar la Santa Misa, en el año 1264, fue testigo del más grandioso milagro eucarístico que jamás haya sucedido en la Iglesia. Luego de pronunciar las palabras de la consagración –“Esto es mi Cuerpo, Esta es mi Sangre”-, y cuando aún sostenía la Eucaristía entre sus dedos pulgar e índice de ambas manos, la parte de la Eucaristía que estaba en contacto con sus dedos, continuó teniendo apariencia de pan, mientras que resto de la Eucaristía, se convirtió en músculo cardíaco vivo y, por lo tanto, sangrante. Era tanta la sangre, que además de empapar sus manos, cayó en el corporal, manchándolo, y cayó también en el piso de mármol, impregnándolo. A partir de entonces, el Papa Urbano IV ordenó que en toda la Iglesia se celebrara la Solemnidad de Corpus Christi, en recuerdo de este fabuloso milagro eucarístico.
         El milagro confirmó, visiblemente, sensiblemente, lo que la Iglesia enseña acerca de la Misa: que por las palabras de la consagración y en virtud del poder divino de Jesús Sacerdote Sumo y Eterno que obra el milagro llamado “transubstanciación”, la substancia del pan se convierte en su Cuerpo, de modo que ya no hay más pan, sino su Cuerpo, y el vino se convierte en su Sangre Preciosísima, de modo que en el cáliz ya no hay más vino, sino la Sangre de su Sagrado Corazón.
         Lo que sucede invisiblemente e insensiblemente en cada Santa Misa, sucedió de modo visible y sensible en el milagro eucarístico de Bolsena, y esto sucedió no solo para que la fe del sacerdote Pedro de Praga se fortaleciera, sino también para que nuestra fe en la Eucaristía se fortalezca. Es por esto que no es necesario que Dios repita el milagro de Bolsena, porque el milagro sucede, invisiblemente, sin poder ser captado por los sentidos, en cada Santa Misa.
         Lamentablemente, muchos católicos, al pensar que todo sigue igual, antes, durante y después de la consagración, no creen en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía, perdiéndose así un tesoro espiritual de valor incalculable, abandonando la Misa por pasatiempos humanos.

         Al recordar el milagro eucarístico de Bolsena, pidamos a Nuestra Señora de la Eucaristía fortalecer nuestra fe en la Presencia real, verdadera y substancial de Jesús en la Eucaristía, para recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, comulgando en gracia y luego de una buena confesión, con todo el amor del que seamos capaces, puesto que si Jesús obra el milagro de convertir el pan en su Cuerpo y el vino en su Sangre, es únicamente para darnos todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico.

jueves, 8 de junio de 2017

El joven y su relación con Dios Uno y Trino (I)


Sabemos, por la razón, que Dios es Uno, porque al ver la Creación, nos damos cuenta que su perfección científica y su hermosura increíble no pueden haber salido de la nada, sino que deben haber sido ideadas por un Ser infinitamente Sabio y Bello y, además, Omnipotente. Pero lo que no podemos saber es cómo es ese Dios en sí mismo, porque la naturaleza de Dios está tan por encima de la nuestra, que es como tratar de iluminar el sol con un fósforo encendido: el fósforo encendido es nuestra razón, y el sol es Dios. Los católicos sabemos que Dios es Uno y Trino, pero no porque eso se pueda deducir ni comprender, sino porque Jesús, que es el Hijo de Dios encarnado, nos lo reveló en las Sagradas Escrituras, más específicamente, en el Nuevo Testamento, y si Él no nos hubiera revelado, no sabríamos cómo es Dios en sí mismo. Es decir, podríamos saber que Dios es Uno, que es infinitamente Sabio, Bueno y Omnipotente, pero no podríamos saber que en Dios hay Tres Personas –el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo-, pero que no hay tres dioses, sino un solo Dios, tal como nos reveló Jesús. Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas; en el hombre, a la naturaleza le corresponde una persona y no tres, como a Dios: si en una habitación hay tres personas, están presentes tres naturalezas humanas; si sólo está una naturaleza presente, hay una sola persona. Por este motivo es que, cuando tratamos de pensar en Dios como Tres Personas con una y la misma naturaleza, no lo podemos entender[1].
Esto es lo que se llama “misterios de fe” y a esto se refiere el Misal cuando al comenzar la Misa, pedimos perdón de nuestros pecados, para poder participar, por la gracia y sin pecados, dignamente, de los “misterios” divinos[2], y lo sabemos porque, como dijimos, no es que seamos capaces de deducirlo con nuestra razón, sino que fue Jesús quien nos lo reveló, y Jesús, siendo Dios, es Veraz y no puede mentir ni engañar, porque en Él no hay mentira ni engaño alguno.
Y lo que debemos saber es que tampoco, ni siquiera una vez revelado, podemos entender cómo es que hay Tres Personas distintas en Dios y sigue siendo un solo Dios Verdadero en Tres Personas. Es decir, incluso después que Jesús nos enseña que Dios es Uno y Trino, no podemos entender cómo es que puede ser Dios Uno y a la vez Trino en Personas[3]. Para poder entender la incapacidad de nuestra mente para poder abarcar el misterio de la Trinidad, conviene recordar un episodio de la vida de uno de los más grandes santos, San Agustín de Hipona (354 – 430): el santo un día paseaba por la playa mientras iba reflexionando sobre el misterio de la Santísima Trinidad tratando de comprender, solo con su razón, cómo era posible que Tres Personas distintas (Padre, Hijo y Espíritu Santo) pudieran constituir un único Dios. Mientras caminaba y pensaba, se encontró con un niñito que había excavado un pequeño pozo en la arena y trataba de llenarlo con agua del mar. El niñito corría hacia el mar y recogía un poquito de agua en una cuenca marina. Después regresaba corriendo a verter el líquido en el hueco, repitiendo esto una y otra vez. Esta actitud llamó la atención del santo, quien lleno de curiosidad le preguntó al niño qué era lo que estaba haciendo: “Intento meter toda el agua del océano en este pozo”, le respondió el niñito. “Pero eso es imposible –dijo San Agustín–, ¿cómo piensas meter toda el agua del océano que es tan inmenso en un pozo tan pequeñito?”. “Al igual que tú, que pretendes comprender con tu mente finita el misterio de Dios que es infinito…”. Y en ese instante el niñito desapareció. Ese niñito era su Ángel de la Guarda, que venía a auxiliarlo en su esfuerzo por conocer y amar a Dios Uno y Trino. Nuestra mente, entonces, es como un pequeño pozo excavado en la arena; Dios, en el misterio de la unidad de su Naturaleza y la diversidad de las Tres Divinas Personas, es el océano. Así como es imposible meter el océano en el pequeño pozo, así también es imposible comprender, para nuestra pobre razón, cómo es que Dios es Uno en naturaleza y Trino en Personas, y no hay en Él tres dioses, sino Un solo Dios Verdadero y Tres Personas distintas.
Ahora bien, esto último no importa –el tratar de saber cómo es que Dios es Uno y Trino, y no tres dioses distintos-; lo que importa es saber que Dios es Uno y Trino, es decir, que en Él hay Tres Personas distintas, porque eso determina nuestra Fe y nuestra relación con Dios, porque nos relacionamos con un solo Dios, en el cual hay Tres Personas: Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo. En otras palabras, al saber que en Dios Uno hay Tres Personas, sabemos que podemos relacionarnos de modo distinto con cada una de las Tres Divinas Personas: podemos dirigirnos –con el pensamiento y el amor- a cada una de las Tres Divinas Personas por separado, ya sea Dios Padre, o Dios Hijo, o Dios Espíritu Santo, o a las Tres Personas Divinas a la vez, que es cuando nos dirigimos a Dios Uno y Trino.




[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Argentina 2012, 38.
[2] Cfr. Trese, La Fe explicada, 39.
[3] Cfr. ibidem, 39.