domingo, 19 de febrero de 2017

El Carnaval o la exaltación neopagana del pecado


         ¿Por qué un católico –de la edad que fuere- no debe asistir a los espectáculos carnavalescos? ¿No se trata de una actitud mojigata, basada en una moralina de siglos pasados? ¿Es verdad que, en los umbrales del siglo XXI, el hombre ha “superado” los “tabúes” del pasado, tales como la exhibición semidesnuda de su corporeidad?
         Estos y muchos otros interrogantes podrían hacerse, desde una perspectiva, pseudo-progresista, que aparenta dar la razón –paradójicamente- al pos-modernismo que, entre otras cosas, se caracteriza por lo irracional.
         Ante todo, hay que considerar que existen valores ontológicos –la especie humana-, morales –el obrar del hombre- y espirituales –sobrenaturales, donados por el cristianismo-, que superan todo tiempo y lugar, por lo que argumentar que ciertas prohibiciones eran adecuadas para una época y para un momento determinado de la historia, no lo son para nuestros días, días del pos-modernismo, es un argumento fuera de lugar. Por otra parte, a quienes, basados en principios de la naturaleza, de la moral y de la religión cristiana-católica se oponen al Carnaval, argumentando que dicha posición es un “retroceso” –de ahí la calificación de “retrógrado” para quien se opone a estos bacanales-, es en realidad una acusación falsa, porque quienes precisamente retroceden en el tiempo, volviendo prácticamente a la era paleolítica, son quienes se presentan como “iluminados” y “superados”; por el contrario, aquellos a quienes estos mismos defenestran acusándolos de “retrógrados” o “fundamentalistas” –así se les dice a quienes se oponen a festividades como el Carnaval-, son quienes, paradójicamente, constituyen a los verdaderos “progresistas”, si cabe el término. ¿Por qué? La razón es que ser un retrógrado o un adelantado en su tiempo, depende del inicio de la Era Cristiana: quienes fomentan el Carnaval –con su espectáculo de lujuria desenfrenada, con la incitación al desenfreno de las pasiones-, en realidad, se ubican desde Cristo hacia atrás, llegando hasta el Paleolítico, en donde el hombre, sujeto al dominio tiránico de sus pasiones, a causa del pecado original, hacía lo que hace hoy el Carnaval: exaltar la carne –en el sentido del hombre caído en el pecado-, exponer el cuerpo destinado a la muerte terrena y eterna y elevar a las pasiones desenfrenadas –concupiscencia de los ojos, de la carne, de la vida- por encima de la razón y dominando a la voluntad. En otras palabras, quienes están acordes con el Carnaval y con la lujuria y desenfreno que este supone, se colocan, en el tiempo, antes de la Primera Venida de Jesucristo, en donde el hombre estaba esclavizado por sus pasiones sin control, con su mente ofuscada por el error y con su voluntad entenebrecida por el deseo del mal.
         Por el contrario, quienes, basados en la Redención de Nuestro Señor Jesucristo, que nos obtuvo la gracia santificante al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la Cruz, se oponen al Carnaval y al dominio tiránico del pecado sobre el hombre, son los que promocionan al hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante, el hombre que es hecho partícipe, por la gracia, de la naturaleza divina; el hombre que, a diferencia del hombre degradado y humillado por el pecado, es elevado a un grado incomparablemente mayor al de su naturaleza meramente restaurada a su dignidad original, porque por la gracia, el hombre comienza ya, desde esta tierra, un proceso que en absoluto le compete a su naturaleza, y es el de la deificación o divinización, que lo convierte en un Dios, al participar de la vida misma de la Trinidad, según las palabras de Jesús: “Seréis como dioses”, o también, “seréis como Dios”, según la promesa de Jesús a aquellos que imiten al Padre “que es perfecto”, en la perfección de la santidad: Jesucristo nos invita a imitar a Dios y a ser perfectos como Él” (cfr. Mt 5, 48). El “ser perfectos como el Padre” implica vivir según la vida divina, de la cual nos hace partícipes la gracia santificante, que en esta vida convierte al alma y al cuerpo del hombre en “Templo del Espíritu Santo” y morada de la Santísima Trinidad.
         En síntesis, el Carnaval exalta al hombre viejo, esclavizado por las pasiones y dominado por las concupiscencias propias del pecado original; exalta al hombre en el que las pasiones sin freno dominan sobre la inteligencia ofuscada en la búsqueda de la Verdad y sobre la voluntad debilitada en su deseo del Bien; exalta todo aquello que está destinado a la muerte y a la putrefacción, esto es, el cuerpo y sus pasiones irracionales. Este hombre viejo, además de ser esclavo de sus pasiones, es esclavo de Satanás.
         Por el contrario, el cristiano exalta al hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia, el hombre que es verdaderamente libre, porque por la gracia de Cristo, sus pasiones están dominadas por su inteligencia, iluminada por la Sabiduría Divina, y por su voluntad, ennoblecida por el Divino Amor. Quien exalta el Carnaval, exalta aquello que Cristo ha vencido en la Cruz: el pecado y el hombre viejo –además del Demonio, que está presente en todos los carnavales de todas las culturas del mundo-; quien no celebra el Carnaval, lo hace porque esto ha sido superado gracias a Cristo que, con su gracia santificante, no solo ha derrotado al pecado y al Demonio, sino que ha convertido al hombre en un hombre nuevo, santificado y destinado a la gloria divina. Mientras el Carnaval exalta al hombre viejo destinado a la corrupción, la Iglesia exalta, por el contrario, al hombre nuevo, destinado, por la gracia, a la gloria y a la bienaventuranza. Otro argumento que se puede esgrimir es que, independientemente de la cultura de la que se trate, hay una figura que aparece siempre y en todos los Carnavales: el Demonio.
         Estas –y muchas otras más- son las razones por las cuales el católico no debe asistir al Carnaval.