viernes, 30 de noviembre de 2018

Jesús es quien nos da la fortaleza y la sabiduría para afrontar una nueva etapa



(Homilía en ocasión de una Santa Misa de egresados de niños de Educación Primaria)

         Finalizar la Escuela Primaria significa finalizar una etapa en la vida, pero al mismo tiempo, significa comenzar otra etapa, nueva, desconocida, una etapa caracterizada por muchos cambios, en todos los aspectos. Es como cuando alguien escribe una página en una cuaderno, llenando todos sus renglones: termina esa página y la da vuelta, pero la página que sigue está en blanco y tiene que comenzar a ser escrita. Así sucede con ustedes, que finalizan la Primaria y comienzan ahora una nueva página en blanco, la Escuela Secundaria. Es una etapa, como dijimos, caracterizada por muchos cambios. Estos cambios se deben a la propia naturaleza, en el sentido de que día a día vamos creciendo, haciéndonos más grandes y por lo tanto, asumiendo más responsabilidades. Se trata también de cambios en la escuela, porque la gran mayoría cambia de institución y esto implica adaptarnos a un nuevo ambiente, a entablar tratos con nuevos profesores, nuevos compañeros de clases, etc. También implica un mayor compromiso con el estudio, porque en la escuela secundaria aumentan las materias y la cantidad de cosas nuevas que se aprenden.
         En definitiva, se cierra una etapa, pero se abre una nueva, que está llena de desafíos y de cosas nuevas para aprender.
         Pero en este camino nuevo que se inicia, no debemos pensar que estamos solos: además de la compañía y el apoyo de nuestros familiares y seres queridos, tenemos a Alguien que es nuestro Amigo, Padre y Hermano a la vez, Cristo Jesús. Todo lo que necesitamos para esta nueva etapa, tanto la fortaleza para afrontarla, como la sabiduría para poder aprender todo lo nuevo, lo encontramos en una Persona, que está siempre con nosotros, cada vez que acudimos a Él: esta Persona es Cristo Jesús, que está en la Cruz y en la Eucaristía. No nos olvidemos de Él, acudamos a Jesús, al sagrario, a la Confesión, a la Eucaristía, para que Jesús nos llene de su luz, de su fuerza, de su alegría, de su sabiduría, para afrontar llenos de confianza y alegría esta nueva etapa que se inicia. De la mano de la Virgen, vayamos al encuentro de Jesús, para que Él nos acompañe a lo largo de toda esta nueva etapa que se inicia. Junto con Jesús, no solo nada malo nos pasará, sino que la bendición de Dios estará siempre con nosotros. Pero la condición es que no nos apartemos de Él.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Todo católico debe promover la cultura de la vida


Resultado de imagen para cultura de la muerte
(Homilía en ocasión de una Santa Misa en acción de gracias por el egreso de un grupo de técnicos sanitarios)
         Si es cierto y válido que todo católico, por definición, debe ser promotor y cultor de la cultura de la vida, esto es tanto o más cierto y válido para aquel que se desempeña en el campo de la salud. En efecto, quien trabaja en el campo de la salud –desde el médico hasta el auxiliar de enfermería- debe estar consciente de que en nuestro mundo de hoy, del siglo XXI, se está combatiendo una dura batalla entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte y que del resultado de esa batalla, depende el futuro de la humanidad. En efecto, en la cultura de la muerte militan activamente todos aquellos que apuestan por la muerte del hombre, sea desde sus inicios, con el aborto o la eugenesia, sea en sus etapas finales, con la eutanasia o suicidio asistido. Dentro de la cultura de la muerte están también la Ideología de género, que pretende que no hay sexo biológico, sino únicamente el auto-percibido y es así como se justifican, a cualquier edad, los cambios de sexo por medio de terapias hormonales y cirugías que son irreversibles, y todo esto, siendo que está comprobado que las disforias de género se curan en más del noventa por ciento de los casos; en cambio, los cambios de sexo irreversibles, está comprobado que aumentan el suicidio de miles de niños y jóvenes. Dentro de la cultura de la muerte está también la ESI o Educación Sexual Integral que, basada en la Ideología de género, atenta contra el pudor, la pureza y la castidad de los más pequeños, instándolos al abuso de unos contra otros, contrariando a la naturaleza humana. Dentro de la cultura de la muerte está el homomonio o la unión civil entre personas del mismo sexo, porque por naturaleza son estériles, debiendo recurrir a la Fecundación In Vitro o Fecundación Asistida para tener los hijos que la naturaleza no les puede dar, con lo que, por lograr un hijo, deben eliminar a otros veinte.

Imagen relacionada

La cultura de la muerte se pasea a sus anchas en nuestro mundo de hoy, 
caracterizado por ser un mundo sin Dios.

         Todo trabajador de la salud católico debe tener en claro que la batalla entre la cultura de la vida y la cultura de la muerte se está llevando a cabo y que no pueden permanecer neutros, porque aquí no hay neutralidad: o se está del lado de la cultura de la vida y así se está en contra del aborto, de la eutanasia, de la ideología de género, de la ESI, del homomonio y de toda cuanta perversidad surja, o se está a favor de todo esto y en contra de Dios.
         Un trabajador de la salud que esté a favor de la cultura de la muerte está en contra de Dios, tal como lo dice Jesús en el Evangelio: “El que no está conmigo, está contra Mí; y el que no recoge conmigo, desparrama” (Mt 12, 30).

miércoles, 7 de noviembre de 2018

Existe una sola familia creada por Dios: papá-varón, mamá-mujer y los hijos, biológicos o adoptados



         Cuando Dios creó al hombre, lo creó varón y mujer y lo creó de manera tal que el varón encontrara en la mujer su mayor contento y felicidad y viceversa, que la mujer encontrara en el varón su mayor contento y felicidad. Y los creó de tal manera que el varón, al unirse a la mujer por amor, formaran una familia, unida por el amor y en su Sabiduría divina dispuso que el fruto de este amor entre el varón y la mujer, fueran los hijos. Los hijos, entonces, son el fruto del amor de los esposos. El amor de los esposos se hace fecunda y, en cierto modo, se prolonga y perpetúa en los hijos. En esta familia, así formada por Dios, compuesta por el papá-varón, la mamá-mujer y los hijos nacidos de esta unión, el hombre encuentra su máxima dicha y felicidad. Si existiera otro modelo de familia, en el que el hombre pudiera ser más feliz y encontrar una mayor plenitud de vida y amor, Dios la habría creado, porque Dios, que es Amor y Sabiduría infinitas, sólo quiere lo mejor para la creatura que más ama, el hombre. Esto quiere decir que, al no haber otro modelo de familia, el modelo que Dios creó en su Sabiduría y Amor, el formado por el varón, la mujer y los hijos, es el modelo más perfecto de familia. Ningún otro modelo de familia puede suplantar o mejorar el modelo original creado por Dios, formado por el papá-varón, la mamá-mujer y los hijos –biológicos o adoptados-.
         En el mundo de hoy, caracterizado por ser un mundo sin Dios, el ser humano sin Dios ha propuesto y propone, continuamente, diversos modelos de familias –dos papás, dos mamás, hijos procreados artificialmente, etc.-, pero ninguno de estos modelos familiares, ni es agradable a Dios, ni es un modelo en el que el hombre encuentre su plenitud, la realización de su amor y su máxima felicidad. Por este motivo, cualquier modelo de familia que se oponga al modelo original de Dios –papá-varón, mamá-mujer e hijos-, es absolutamente contrario a la felicidad del hombre. El cristiano, por lo tanto, no puede aceptar ninguno de los nuevos “modelos familiares”, nacidos de su pensamiento soberbio y contrarios al Amor de Dios. Si el hombre insiste en imponer sus propios modelos familiares, contrarios al designio divino, sólo encontrará en ellos tristeza, dolor, amargura y muerte. Seamos fieles al proyecto de Sabiduría y Amor de Dios, que ha creado, para la plena realización del hombre, a la familia humana compuesta por el papá-varón, la mamá-mujer y los hijos, frutos del amor esponsal.

viernes, 5 de octubre de 2018

La familia planeada por Dios es solo una


Resultado de imagen para familia
         La familia planeada por Dios es solo una y es la formada por el papá-varón, la mamá-mujer y los hijos, naturales o adoptados. Hoy el hombre ha formado numerosos modelos de familias, pero son todos inventos humanos, anti-naturales y contrarios al plan de Dios. El modelo inventado y deseado por Dios desde toda la eternidad es uno solo y es el único válido, porque Él es el Creador del género humano y sabe qué es lo que le hace falta y lo que necesita el hombre para ser feliz. El varón necesita una mujer; la mujer, un varón; ambos, un hijo; el hijo, necesita un papá-varón y una mamá-mujer. Aun cuando todas las legislaciones del mundo apoyaran los diversos modelos de familias inventados por el hombre, ninguno sería del agrado de Dios y ninguno daría satisfacción plena al hombre.
         Ahora bien, puesto que proviene de Dios, la familia –compuesta por el papá-varón, la mamá-mujer y los hijos- necesitan de Dios, es decir, necesitan estar en comunicación y en unión con Dios. No en vano los Padres de la Iglesia llamaban a la familia “Iglesia doméstica”. La razón por la cual es una Iglesia doméstica es que, al ser creación de Dios, la familia no se entiende sin Dios y esa es la razón por la cual muchas familias entran en crisis en sus diferentes miembros, porque cortan de raíz esta comunicación y unión con Dios. Cuanto más esté la familia unida a Dios, en la fe y en el amor, tanto más recibirá de Él su influjo y su vida divina y tanta más luz y fortaleza de Dios tendrá esa familia. Pero lo opuesto también es realidad y es la razón por la cual las familias se disgregan y sus miembros se dispersan, porque no tienen a Dios en su centro. Para los católicos, la unión con Dios se da por la fe, por el amor y por los sacramentos, de ahí la absoluta necesidad de que la familia frecuente la Iglesia para recibir el influjo vital de la gracia que la Iglesia le comunica a sus miembros por los sacramentos. Una familia sin Dios y sin sacramentos es una familia que se expone a la disolución y a la dispersión de sus miembros. Es de suma importancia, para la familia, esta unión con Dios en la fe y en el amor y esta unión con Dios se da por medio de los sacramentos y por medio de la oración, de ahí que las familias deban congregarse alrededor de un altar en donde se encuentren Jesús Crucificado, la Virgen, San Miguel Arcángel y los santos de mayor devoción de la familia. Una familia que reza unida, permanece unida y se salva unida. Solo cuando la familia vuelva a ser la Iglesia doméstica, en la que todos sus miembros estén unidos a la Trinidad por la fe, el amor y los sacramentos, la familia tendrá la paz y la alegría de Dios.

viernes, 28 de septiembre de 2018

Tanto la gracia como el pecado requieren de nuestra libre respuesta



El pecado entró en el mundo por la libre decisión de Adán y Eva, quienes libremente decidieron desoír el mandato de Dios, que les prohibía comer del fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, para libremente oír la voz de la serpiente, que les decía que lo hicieran. Pero si por la primera Eva entró el pecado en el mundo, por la Segunda Eva, la Virgen María, entró la salvación en el mundo, porque a través de Ella vino a nuestro mundo el Redentor, Jesucristo.
Esto es lo que nos enseña la Escritura cuando dice: “El Verbo se hizo carne”, lo cual quiere decir que la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo, se encarnó, se hizo hombre, sin dejar de ser Dios[1]1. En Jesucristo coexisten la naturaleza divina y la humana en una sola Persona, la Persona divina de Dios Hijo, la Segunda de la Trinidad y esta unión de las dos naturalezas en una Persona divina se llama “unión hipostática” (hipóstasis quiere decir “lo que está debajo”).
Por esta razón, Jesucristo no es un hombre más, sino el Hombre-Dios y puesto que Él es Dios Hijo encarnado, no podía nacer de una mujer que tuviera el pecado original. Fue la Virgen María, concebida sin la mancha del pecado original, la elegida por Dios para ser la Madre de Dios Hijo. Sólo la Virgen estaba en condiciones de recibir en su seno purísimo al Hijo de Dios. En ningún momento la Virgen estuvo bajo el dominio, ni del pecado, ni de Satanás, al cual le aplastó la cabeza.
Para llevar a cabo su plan, Dios decidió que María Santísima se uniera en matrimonio virginal, meramente legal, con San José, varón justo y santo, casto y puro, de manera que era un matrimonio “legal” a la vista de todos, pero que jamás se llevó a cabo la consumación, puesto que el Hijo de la Virgen no era hijo de San José, sino Hijo de Dios Padre. Así, Dios quiso evitar que la Virgen fuera considerada “madre soltera”. La Virgen nunca tuvo otros hijos aparte de Jesús, el cual nació milagrosamente –por eso la Virgen es Virgen antes, durante y después del parto- y cuando la Biblia dice “hermanos de Jesús, en realidad se está refiriendo a sus primos, no a sus hermanos de sangre, que no los tuvo.
Dios envió a un Ángel para que le anunciara a María que iba a ser Madre de Dios Hijo y cuando la Virgen, libremente, aceptó la voluntad de Dios –“Hágase en mí según tu palabra”-, Dios Espíritu Santo engendró en el seno de María el cuerpo y el alma de un niño al que Dios Hijo se le unió inmediatamente. Por esa razón, el Niño de María es el Niño Dios y no un niño más entre tantos.
Es necesario conocer los orígenes, tanto de nuestra caída en el pecado, por parte de Adán y Eva, como el inicio de nuestra redención, con el sí de María, porque en ambas ocasiones, Dios requiere de nuestra libertad. Dios no expulsó a Adán y Eva del Paraíso de forma arbitraria, sino solo después que estos libremente decidieran pecar. De la misma manera, Dios Hijo no se encarnó en el seno virgen de María, sin que la Virgen diera antes su libre consentimiento. Esto nos enseña cuán importante es nuestra libertad y hasta qué punto Dios respeta nuestra libertad, tanto para pecar, como para responder a la gracia. Adán y Eva son ejemplos negativos del uso de la libertad, porque usaron mal su libertad, la usaron para apartarse de Dios y su Amor. La Virgen, por el contrario, es ejemplo de un correcto uso de la libertad, porque nos enseña a decir que sí a la voluntad de Dios, voluntad que sólo quiere para nosotros el mayor bien que ni siquiera podemos imaginar, que es que su Hijo Jesucristo nazca en nuestros corazones por la gracia. Tengamos presentes a Adán y Eva, para no seguir sus pasos de desobediencia a Dios y tengamos presente sobre todo a la Virgen María, como ejemplo perfectísimo de obediencia y de amor a Dios y a su Ley, para imitarla en todo momento.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 88-89.

miércoles, 12 de septiembre de 2018

El Amor Eterno lo da la Eucaristía



         Existe una canción en la que los novios –o esposos- se prometen, el uno al otro, “amor eterno”. Es una hermosa expresión, que refleja la esencia de la unión esponsal: el uno con el otro se sienten tan bien y experimentan tanto amor, que no quieren separarse nunca, ni en esta vida, ni en la otra. A esto es lo que se refiere con la expresión “eterno”, porque la eternidad es propia de la otra vida, no de esta vida. Lo más grandioso que puede experimentar una persona en esta vida es el amor hacia otra persona y si ese amor no solo los une en esta vida, sino también en la otra, se puede decir que la persona es doblemente dichosa. Expresar uno a otro que la ama con “amor eterno” es la máxima expresión de la máxima dicha que se puede encontrar en esta vida, porque quien encuentra el amor, lo encuentra todo.
         Podemos expresar gráficamente el amor con una fogata: los enamorados, caminando por la playa y al hacerse la noche, encienden una fogata para calentarse e iluminarse. Cuanto más encendida la fogata, es decir, cuanto más grande el amor, mayor luz y calor encuentran el uno en el otro.
         Ahora bien, hay una dificultad en la expresión “amor eterno” y es la siguiente: puesto que somos seres humanos, no somos eternos, ya que el Ser Eterno le corresponde a Dios y sólo a Dios. Nosotros somos solo creaturas limitadas que, además de imperfectas, vivimos una vida limitada. Esto quiere decir que, aun cuando se experimente el amor esponsal más intenso que pueda experimentarse, aun cuando lo desee, no puede cumplir lo que desea, porque el amor humano no es eterno por el motivo antes señalado: sólo Dios es eterno.
         Entonces, ¿quiere decir que la canción expresa un deseo que es imposible de cumplir? No. Hay una forma de cumplir con el deseo de “amor eterno” del que habla la canción. ¿Cuál es? Que los esposos alimenten su amor esponsal humano, que no es eterno, con un Amor esponsal divino, que sí es eterno, y es el Amor de Jesús Eucaristía. En la Eucaristía está contenido el Amor eterno, porque la Eucaristía es Dios que es Amor y es Eterno. Si los esposos avivan el fuego del amor esponsal con las llamas del Amor Divino contenido en la Eucaristía, podrán ver, sí, cumplidos los deseos más profundos de sus corazones: amar eternamente, es decir, no solo en esta vida, sino en la otra, a quien se eligió por compañero en el amor.

sábado, 25 de agosto de 2018

La Encarnación del Verbo, misterio de la fe que alegra nuestra vida cotidiana



         Al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, la Encarnación del Verbo es otro de los grandes misterios de nuestra fe católica[1]. “Misterio” quiere decir que escapa a nuestro razonamiento, no porque sea irracional, sino porque es supra-racional, es decir, está más allá de nuestra capacidad de razonamiento. Por esta razón es que, para los misterios de nuestra fe, necesitamos del auxilio del Espíritu Santo, quien con su luz ilumina las tinieblas de nuestra mente y nos da la gracia de poder al menos, si no comprender, sí creer en estos misterios de la fe. Si no creemos en estos misterios o si tratamos de rebajarlos al nivel de nuestra razón, nos apartamos de la fe católica.
         En el caso de la Encarnación, fue la Santísima Trinidad la que la llevó a cabo: por pedido de Dios Padre, Dios Hijo se encarnó en el seno virgen de María, llevado por Dios Espíritu Santo. De esta concepción milagrosa, en la que Dios unió  su propia naturaleza a nuestra naturaleza humana –un cuerpo y un alma como el nuestro-, no resultaron dos personas, sino una sola Persona divina con dos naturalezas, la divina y la humana y su nombre es Jesús de Nazareth. Por esta razón, porque las naturalezas humana y divina están unidas en la Persona de Dios Hijo, es que Jesús recibe el nombre de Hombre-Dios. Esta unión de dos naturalezas en una Persona divina recibe el nombre de “unión hipostática” (del griego “hipóstasis”, que significa “lo que está debajo”)[2].
         Jesús no fue ni un hombre santo, ni un revolucionario: fue y es el Hombre-Dios, es decir, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, para que nosotros los hombres nos hagamos Dios por la gracia.
         Creer en Jesús como Hombre-Dios es esencial para nuestra fe católica porque si así no lo creemos, no permanecemos en la fe de la Iglesia. Además, es esencial para nuestra fe en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el mismo Jesús, Hombre-Dios, que se encuentra allí en Persona, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, bajo apariencia de pan. Esto quiere decir que cuando comulgamos no comulgamos un trozo de pan bendecido, sino al mismo Hijo de Dios en Persona, oculto en apariencia de pan. La Eucaristía, prolongación de la Encarnación del Verbo, alegra nuestra vida cotidiana.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2012, 87.
[2] Cfr. ibidem.

viernes, 20 de julio de 2018

Para llegar al cielo debemos vivir la voluntad de Dios expresada en los Mandamientos y los Preceptos de la Iglesia


Resultado de imagen para camino al cielo

         En el Bautismo, Dios nos une a sí mismo y derrama su vida divina sobre nuestras almas. Si dependiera de Dios, jamás nos separaríamos de Él, pero como el hombre es libre, utiliza mal su libertad y muchas veces peca y se aleja de Él. Sin embargo, Dios vuelve a unirnos a Sí mismo en cada confesión sacramental. Por eso, mientras estamos en esta vida, es siempre posible el regreso a Dios por medio del amor, de la fe y de la confesión sacramental. Una vez que el alma muere, queda fija para la eternidad tal como murió: en gracia plena –va al Cielo-, en gracia parcial –va al Purgatorio- o en pecado mortal –va al Infierno-. Esto ocurre cuando deliberadamente deseamos desobedecer a Dios en materia grave. Por el pecado mortal, el alma muere a la vida de Dios, pero mientras está en esta vida, puede recuperar esa vida divina mediante la contrición perfecta del corazón y el sacramento de la confesión. Por el pecado mortal, se corta nuestra unión con Dios, así como si nosotros cortáramos, con unas tijeras, los cables que conectan a la computadora con la instalación eléctrica y el alma pierde todo tipo de comunión con Dios en el Amor y las obras que hace no le sirven para la vida eterna. Esto se restablece por la confesión sacramental.
         Ahora bien, nuestro fin en esta vida es unirnos a Dios por medio del amor y la obediencia[1]. Es como si un padre multimillonario le dijera a su hijo: “Hijo, tú eres el heredero de mi inmensa fortuna, pero para ganarla, quiero que me obedezcas en lo siguiente: quiero que te dirijas a esa montaña, que no es muy alta, por el sendero que yo te indique, porque es el más seguro para ti”. Si el hijo le responde que no quiere ir por ese sendero y que no quiere su herencia, eso es como si fuera el pecado mortal; si dice que sí quiere su herencia y que irá por donde su padre le indica, eso es obedecer a Dios en su voluntad –expresada en los Mandamientos y en los preceptos de la Iglesia- y es también llevar la cruz de cada día, porque el único camino seguro para llegar al cielo, es llevar la cruz de cada día.
         Fuimos hechos para heredar el Reino, pero este Reino lo vamos a tener solo si cumplimos la voluntad de Dios, que se nos manifiesta en los Mandamientos y en los preceptos de la Iglesia, si llevamos la cruz de cada día y si mantenemos su amistad y su gracia por medio de la confesión sacramental.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 76-77.

viernes, 29 de junio de 2018

Dios nos colma de gracia por Amor, es por amor que debemos conservar y acrecentar la gracia



         ¿Cómo describir al pecado mortal? El pecado mortal se puede comparar, por ejemplo, con la muerte natural de un hombre: así como un hombre muere cuando el alma se separa del cuerpo y deja de informarlo y de darle la vida, así el alma muere espiritualmente cuando comete un pecado mortal[1], porque el alma se desprende de la gracia, que es la vida divina en el alma. El pecado mortal es “muerte” espiritual porque el alma deja de tener en sí la vida de Dios; es decir, está muerta a la vida de Dios, aun cuando siga viva en su estado natural. Esto último es un hecho de comprobación cotidiana, pues es de experiencia que los hombres cometen pecados mortales, es decir, mueren a la vida de la gracia, pero siguen vivos con su vida natural –continúan hablando, caminando, etc.-.
         Ahora bien, en el plano espiritual sucede algo que no sucede en el plano corpóreo: si un hombre después de muerto no puede volver a la vida porque su alma ya se separó definitivamente de su cuerpo –sólo volverá a unirse en la resurrección final-, el alma sí puede recuperar la vida divina perdida, por medio de la recepción de la gracia. Es lo que nos sucede en cada confesión sacramental y es lo que nos sucedió a todos y cada uno de nosotros en el bautismo sacramental: tanto en la confesión como en el bautismo, el alma recibe una infusión de la gracia y por medio de esta, la vida divina. Por el sacramento de la confesión volvemos a la vida de la gracia luego de estar muertos por el pecado mortal; por el bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en la que el pecado de Adán y Eva nos sumergió y quien nos rescata y vuelve a la vida en cada sacramento es Dios.
Tanto en la confesión sacramental, como en el bautismo, desciende sobre el alma la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, Jesucristo y, como Jesucristo es Dios, en su Sangre está contenido el Espíritu Santo. Esto significa que por los sacramentos, Dios nos infunde su Amor, el Espíritu Santo y por medio del Espíritu Santo, Dios une a Sí nuestra alma. Para darnos una idea más gráfica de lo que sucede con los sacramentos, tomemos la siguiente imagen: imaginemos un recipiente, como por ejemplo, un ánfora o tinajas de las que se usaban en la Antigüedad -tal vez como las que se usarían en las Bodas de Caná-: nuestras almas en pecado mortal son como esas ánforas vacías, porque están vacías del Amor de Dios; por el sacramento de la confesión y por el bautismo, Dios derrama sobre nuestras almas su Amor, el Espíritu Santo, y colma nuestras almas con su Amor, así como un ánfora se colma de agua cristalina, o del vino más exquisito, como en el caso de las Bodas de Caná. Al derramar su Amor sobre nosotros, Dios no solo borra nuestros pecados, sino que nos une a Sí, es decir, nos introduce, por así decirlo, en su Corazón de Dios, uniéndonos íntimamente a Sí. Como consecuencia de esta íntima unión con Dios, nuestra alma recibe una nueva vida, una vida que es distinta a esta que conocemos y con la cual vivimos todos los días: es la vida de Dios, la vida sobrenatural, que es donada por la “gracia santificante”. Algo que debemos considerar es que Dios nos perdona los pecados y nos concede su Amor solo por Amor, no por obligación y como el dicho dice: “Amor con amor se paga”, nuestra obligación es demostrar amor de gratitud a Dios y ese amor lo demostramos efectivamente no con palabras, sino con obras, mediante las cuales buscamos preservar, incrementarla e intensificar la gracia recibida.
Entonces, es por amor que nosotros debemos conservar nuestra ánfora –nuestra alma- llena de la gracia y el Amor de Dios y nunca vaciarla por el pecado mortal.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 76.

miércoles, 27 de junio de 2018

Los criterios del mundo no son los criterios de Cristo



Cristianos en fiesta mundana.

         El mundo tiene criterios de vida que son opuestos a los de Cristo: según el mundo, el hombre puede y debe dar rienda suelta a sus instintos y pasiones, lo cual se traduce en, literalmente, hacer lo que se quiera cuando quiera y como quiera. Para el mundo, no hay nada que detenga la pasión del hombre: basta con que el hombre se proponga algo, para que lo consiga; basta que el hombre desee algo, para que ese deseo sea convertido en realidad, aun cuando sea un deseo contra-natura, o aun cuando ese deseo sea asesinar a los niños por nacer en el vientre materno. Todavía más, el mundo le llama, a estas pasiones irracionales del hombre, dejadas en total desenfreno, “derechos”. Así, hay un derecho al homomonio, hay un derecho al aborto, hay un derecho a cambiar la sexualidad cuando se quiera y como se quiera. Para el mundo no hay reglas y la única regla, es el primer mandamiento de la Iglesia de Satanás: “Haz lo que quieras”.
         Sin embargo, los criterios de vida de Jesucristo son radicalmente opuestos a los del mundo. Están basados en el cumplimiento de la Ley de Dios, en la observancia de sus preceptos, en la oración, en la vida de la gracia, en el cuidado de la vida interior, de la Presencia de Dios en el alma. Los criterios de Cristo conducen a la vida eterna; los criterios del mundo, conducen a la muerte eterna.
         El joven católico que ha recibido la instrucción catequética sabe cuáles son los criterios de Cristo que deben guiar su vida y sabe cuáles son los criterios mundanos que debe evitar: todo mal pensamiento, toda mala palabra, todo mal deseo, toda mala obra, deben ser arrancados inmediatamente del corazón, así como se arranca de raíz una mala hierba que puede arruinar el jardín entero.
         Cuando el joven católico sigue los criterios de Cristo, se convierte en un seguidor de Cristo y está bajo el amparo de su Santa Cruz; cuando el joven católico se aparta de los criterios de Cristo, se convierte en un apóstata y deja de estar  bajo la cruz de Cristo, para estar bajo las alas negras del Ángel caído, Satanás. Cada joven elige el camino a seguir, si quiere seguir a Jesucristo, o si quiere seguir a Satanás.

martes, 26 de junio de 2018

Joven católico: o estás con Cristo, o estás contra Cristo



         

         Muchos jóvenes católicos, que acuden a la iglesia con cierta frecuencia, se diferencian de los jóvenes católicos apóstatas –es decir, aquellos que hicieron abandono teórico y práctico de la religión católica- en que respondieron a la gracia actual que los impelía a acudir a la Iglesia. Ahora bien, el hecho de asistir a la Iglesia con cierta regularidad, implica un deber de cara a Dios y es el de dar testimonio público de Él. Quien se dice católico, debe serlo en toda ocasión, no solo cuando asiste a un oficio religioso, como la Santa Misa, o cuando forma parte de un encuentro religioso. Quien se dice católico, debe caracterizarse como tal públicamente y esto se demuestra en el cumplimiento de los Diez Mandamientos, por ejemplo.
Quien se dice católico y piensa que es católico porque asiste a Misa con cierta regularidad, pero luego en público niega a Jesucristo porque no cumple sus Mandamientos, es un católico tibio, cuyo destino es ser vomitado de las entrañas mismas del Señor Jesús, tal como Él lo dijo en el Apocalipsis: “Porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca”[1]. Es un joven católico tibio el que, por ejemplo, en un partido de fútbol, hace de la maldición, la maledicencia y el insulto, su vocablo común, sólo porque está en un partido de fútbol. Es una pésima costumbre de los jóvenes católicos amoldarse al pensamiento mundano y pagano y, en vez de santificar los ambientes en los que se encuentran, comportándose de manera tal que su obrar refleje los Mandamientos de Jesucristo, cometen un acto de apostasía, plegándose a los modismos perversos del mundo, como la maledicencia, el insulto y la maldición.
A estos jóvenes católicos, cuyo comportamiento tibio es equivalente al de la cobardía, les vendría bien recordar las palabras de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, Yo lo negaré delante de mi Padre” (cfr. Mt 10, 33; Lc 12, 9). Un joven católico niega, en la práctica y en la vida real, a Jesucristo, cuando por ejemplo, en un partido de fútbol, se entrega a la maledicencia, a la maldición, al insulto, y a toda clase de bajeza moral, aun cuando solo sea simplemente pronunciada. Estos católicos tibios y cobardes se equivocan porque al negar a Jesucristo, piensan según las categorías mundanas, según las cuales es “más hombre” el que dice más malas palabras o el que dice las groserías más vulgares e inmorales que se puedan imaginar, aun cuando sean solo de palabra. Es más varón –esto vale también para la mujer- quien, guiándose por la gracia, domina sus malas inclinaciones; es menos varón –esto vale también para la mujer- y se acerca a la bestia irracional aquel joven católico que, rechazando la gracia, se deja arrastrar por sus bajas pasiones, aun cuando solo las pronuncie.
         Joven católico: no te engañes, a los ojos de Dios las cosas son o blancas o negras, no hay intermedios, porque así lo dice Jesús: “Que tu sí sea sí y tu no, no; lo demás, viene del Maligno” (Mt 5, 37). O sirves a Jesucristo y cumples sus Mandamientos en el lugar en el que te encuentras –familia, estudio, diversión, fútbol, etc.-, o sirves al Demonio. Si te inclinas por el insulto, la maledicencia, la maldición, la impureza, o cualquier clase de bajeza moral, NO ESTÁS con Cristo, estás con el Demonio. Quien no cumple los Mandamientos de Dios, cumple los mandamientos del Diablo. No hay posibilidad intermedia.
         Estás advertido. No digas que nadie te lo dijo. Sé valiente, sé verdaderamente hombre, ama a Jesucristo y da testimonio de Él, en la oración íntima con Dios, pero también en la vida pública, en toda ocasión, aun cuando esa ocasión parezca banal. Como en un partido de fútbol.


[1] 3, 16.

jueves, 14 de junio de 2018

La vida tiene un sentido y es la eternidad



         Al igual que de un camino o ruta que se traza entre dos ciudades, se dice que tiene un sentido, porque se inicia en un lugar y termina en otro: nadie construye un camino que vaya a ninguna parte y en el camino no hay ningún letrero que diga: "Camino a ninguna parte". Siempre hay un destino, siempre hay un punto de arribo, de llegada; siembre hay un sentido: de la misma manera, también esta vida terrena tiene un sentido, porque comienza en el tiempo y finaliza en la eternidad, luego de atravesar el umbral de la muerte terrena. Después de esta vida terrena, existe otra vida, la vida eterna y esta vida terrena no es sino una prueba y una preparación para esa vida eterna.
         El sentido de esta vida terrena es el de lucha para conquistar la vida eterna, la felicidad en la contemplación de la Trinidad en los cielos. Ahora bien, el hombre es libre y si bien está destinado a esta vida eterna, no todos la alcanzarán, en el sentido de que no todos quieren la vida eterna. Dios respeta nuestra libertad y en nuestra libertad está el poder decidir si queremos alcanzar o no la vida eterna. Para el cristiano –y para todo hombre, aunque no lo sepa-, la única forma de alcanzar la vida eterna es a través de la cruz de Jesucristo. No hay otra forma de alcanzar la vida eterna, que no sea por la cruz de Cristo, por Cristo en la cruz.
         Vivir esta vida terrena sin la perspectiva de la vida eterna, es vivir una vida sin sentido, igual que un camino que no conduce a ninguna parte: solo la cruz de Cristo, en cuanto nos alcanza la vida eterna, le da sentido –el único sentido- a esta vida terrena y el camino para llegar a Cristo es, a su vez, la Virgen. Como cristianos, permanezcamos siempre unidos a Cristo crucificado, a fin de poder alcanzar la vida eterna.

viernes, 8 de junio de 2018

Con qué se compara el pecado mortal



         El pecado mortal, como el que cometieron Adán y Eva, es comparable a la muerte de una persona[1]: así como una persona muere cuando el alma se separa del cuerpo, así el alma muere cuando el alma se queda sin la gracia, que es la vida de Dios en el alma. Al quedarse sin la gracia, el alma muere irremediablemente, porque muere a la vida de Dios y esto aun cuando la persona continúe hablando, caminando, riendo, etc.; es decir, aun cuando la persona continúe con su vida cotidiana de todos los días.
         Por el Bautismo sacramental somos devueltos a la vida, luego de haber nacido muertos espiritualmente –porque el pecado de Adán y Eva se transmite en la generación y por eso los hombres nacemos con el pecado original, es decir, muertos a la vida de Dios-. Regresamos a la vida de Dios en el Bautismo porque allí Dios unió a Sí nuestra alma[2]. Sobre nuestra alma se vertió el Amor de Dios –el Espíritu Santo-, que quitó el pecado original y esto sucedió porque invisible y misteriosamente, pero no por eso menos real, sobre nuestras almas se derramó la Sangre de Jesús y, con la Sangre de Jesús, el Espíritu Santo. Al unir a Sí nuestra alma, Dios la hizo partícipe de su propia vida divina, haciéndola vivir desde entonces con una nueva vida, distinta a nuestra vida natural, y es la vida sobrenatural que da la gracia santificante. Nuestra obligación como cristianos es conservar, preservar y acrecentar esta vida[3].
         Cuando Dios nos une a Sí mismo concediéndonos su gracia y haciéndonos participar de su vida divina, a partir de ese momento, no nos abandona nunca. Es decir, si de Dios dependiera, jamás permitiría que nos quedemos sin la gracia santificante; jamás permitiría que nuestra alma muriera por el pecado mortal.
         La única manera por la cual la gracia de Dios deja de estar en el alma –y por lo tanto, el alma muere- es la separación de Dios, de parte nuestra, por parte del pecado. Como cometer un pecado es una acción libre y deliberada nuestra, Dios no se opone a nuestra libertad. Él no desea que nos apartemos de Él, pero tampoco se opone a nuestra libertad de separarnos de Él, libertad expresada en el deseo de cometer un pecado mortal. Es decir, recibimos la gracia gratuitamente, pero la perdemos libremente, por propia voluntad. Esta pérdida de la gracia supone la mayor desgracia para una persona –incomparablemente más grande a cualquier desgracia que pueda sobrevenir en esta vida- y ocurre cuando una persona, libremente consciente de su acción, toma la decisión de desobedecer a Dios, voluntariamente, en materia grave.
         Cuando esto sucede, es decir, cuando la persona sabe que es materia grave y lo mismo comete la acción, comete el pecado mortal, pecado por el cual el alma muere a la gracia de Dios y por eso se llama “mortal”. Esta desobediencia a Dios  y a su voluntad –expresada en los Diez Mandamientos y en esos Mandamientos explicitados por Jesucristo, la Sabiduría de Dios encarnada- consiste en el rechazo de Dios y su vida. Para darnos una idea, imaginemos un robot que está conectado a una fuente de energía eléctrica, que le permite sus operaciones y movimientos, por medio de unos cables: si se cortan los cables con una tijera o si se apaga el interruptor, deja de recibir energía eléctrica y el robot “muere”, es decir, queda sin su “vida” que le era proporcionada por la corriente eléctrica. O también podemos imaginar la luz de nuestra casa y qué es lo que ocurre durante un apagón: toda la casa queda a oscuras porque se fue la luz: la casa es nuestra alma, la luz es la gracia, la oscuridad es la consecuencia del pecado y lo que causó el apagón es el pecado mortal: el alma queda a oscuras y muerta luego del pecado mortal, aun cuando exteriormente pueda seguir cumpliendo sus funciones vitales normales.
         Pidamos siempre la gracia de que no se provoque un “corte de luz” en nuestras almas, que nuestras almas nunca se queden sin la gracia. Para eso, vale la jaculatoria con la cual Santo Domingo Savio, un niño santo del Oratorio de Don Bosco, recibió la Primera Comunión: a los nueve años de edad tenía tan claro qué era lo que sucedía en el alma, que su pedido frecuente era: “Morir antes que pecar”. Debemos siempre pedir la gracia de perseverar en la fe, en la gracia y en las buenas obras.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Cap. 6, 76.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

miércoles, 6 de junio de 2018

Existe un Dios Trino que nos ama



(Homilía para niños y jóvenes de una institución educativa)

         Existe un Dios que es Trino en Personas y uno en naturaleza, un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y ese Dios quiere algo de nosotros, los seres humanos: quiere nuestros corazones y quiere nuestro amor. “Dios es Amor”, dice la Escritura, y fuimos creados por un Dios que es Amor, para que le retribuyamos en el Amor y para que seamos felices en el Amor, es decir, en Dios, que es Amor. Quien busque la felicidad fuera de Dios Trino y su Ley, que es una Ley de Amor, no solo no encontrará nunca al verdadero Amor, sino que nunca será feliz y su vida será una vida infeliz y sin sentido.
         Solo en Dios Trino, Dios que es Creador, Redentor y Santificador y que lo único que quiere de nosotros es que le abramos nuestros corazones para que Él pueda llenarlos con su Amor, sólo en Él y en el cumplimiento de su voluntad que es ésta y no otra, el ser humano alcanza no solo el sentido de su vida, sino la plenitud de su vida, en esta vida, en medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo, y en la otra vida, en la felicidad de la contemplación de la Trinidad. Solo en Dios Uno y Trino alcanza el ser humano la vida plena y feliz; fuera de Él y su Ley de Amor, sólo hay tristeza y amargura.
         Pretender ser felices en esta vida al margen de Dios Uno y Trino y su Ley de Amor, es como pretender llegar ilesos a destino si ingresamos a contramano en una autopista: indefectiblemente, quien haga esto, no solo no llegará nunca a destino, sino que en su locura -¿a quién, que esté sano de mente, se le ocurre transitar en una autopista a contramano?- arrastrará a muchos otros en su fracaso.
         Si queremos vivir una vida plena, si queremos que nuestra juventud y nuestra vida joven tenga un sentido; si queremos ser felices en esta vida y en la otra, no nos apartemos de Dios; unámonos a Él por el amor, la fe y los sacramentos. No hay otra forma de alcanzar la felicidad y la vida plena que uniéndonos al Dios de Misericordia infinita, Cristo Jesús, que desde la Cruz y desde la Eucaristía implora nuestro mísero amor. Dios nos ama tanto, que como un mendigo suplica por un mendrugo de pan, así Dios suplica por la miseria de nuestro corazón, desde la Cruz y desde la Eucaristía. No hagamos oídos sordos a las súplicas de Amor de un Dios que no dudó en encarnarse, en morir en la Cruz y en quedarse en la Eucaristía, sólo para suplicarnos nuestro amor.

jueves, 31 de mayo de 2018

Las ciencias de lo natural y sobrenatural, necesarias para la educación plena del joven



         El ser humano es una creatura que, por su esencia racional, busca siempre conocer y desea siempre saber cuál es la razón última de las cosas. Es natural al hombre el deseo de saber; el querer conocer las causas forma parte de su esencia y por eso mismo, desde su más temprana edad, pregunta el porqué, el cómo, el para qué, el cuando, de todo lo que existe y lo rodea pero también de él mismo. Decía Aristóteles que, al nacer, el alma humana era como una “tabula rasa”, como una tabla plana, que busca ser llenada por medio de preguntas y respuestas. En este sentido, la educación tiene una función mayéutica, en la expresión de Platón, por medio de la cual el hombre satisface y sacia esa sed de saber.
         Pero la educación del hombre, ser racional, no se limita al plano de lo creado porque el hombre posee un alma inmortal y por eso mismo está destinado a la eternidad. Por esta razón, la educación, para que la persona alcance verdaderamente su plenitud en todos los ámbitos del ser, no puede nunca limitarse a una educación basada en la ciencia de lo natural: a esta ciencia de lo natural, debe añadírsele, no como complemento, sino como parte esencial de su ser, la ciencia de lo sobrenatural, contenida en la revelación de Nuestro Señor Jesucristo.
         Para que el joven humano alcance su plenitud, debe conocer la ciencia natural, que le enseña las causas del mundo sensible que lo rodea y le satisface la sed de saber que, por esencia, posee, pero a esta ciencia debe agregársele la ciencia de lo sobrenatural, que enseña las realidades del mundo espiritual y le señala el destino de eternidad que le espera, y así satisface la sed de conocer cuál es la Causa Última y Primera del universo visible e invisible, Causa Increada a la cual llamamos “Dios”.
         En otras palabras, una educación basada solo en la ciencia de lo natural está destinada al más completo fracaso, porque es como pretender que un ave vuele con una sola ala. Para volar, un águila necesita de las dos alas, con las cuales puede remontarse hasta el cielo. Para saber la Causa Última de las cosas y así alcanzar la plenitud en el plano del conocimiento, el joven necesita el conocimiento de la ciencia de lo sobrenatural, revelado por Nuestro Señor Jesucristo. Una educación basada en la fe sin razón, está tan destinada al fracaso, como la educación basada en la razón sin fe. Fe –cristiana católica- y Razón son las dos alas con las cuales el joven se eleva, como el águila hacia el sol, hasta Dios, alcanzando así la plenitud de su ser humano.

martes, 29 de mayo de 2018

El mundo ofrece ídolos, la Iglesia a Jesús Eucaristía



         Existe una contraposición entre el mundo y la Iglesia. Ambos son contra puestos e irreconciliables entre sí. O se es del mundo, o se es de la Iglesia. Se es del mundo cuando se tienen pensamientos mundanos, deseos mundanos, objetivos mundanos, como el placer, el dinero, el poder, la fama. El mundano piensa en el mundo y solo desea las cosas de este mundo, sin pensar en la vida eterna. Está destinado a la eternidad, pero se conforma con una vida rastrera y baja, dominada por las pasiones y por los objetivos mundanos. El que es del mundo está bajo el dominio del Príncipe de este mundo, el Padre de la mentira, Satanás.
Se es de la Iglesia cuando se tienen pensamientos santos, deseos santos, objetivos santos. Se es de la Iglesia cuando, viviendo en la tierra, se desea el cielo, la vida eterna, la felicidad del Reino de Dios. El que es de la Iglesia es guiado por el suave Espíritu del Hombre-Dios Jesucristo, el Espíritu Santo, Espíritu de Amor, de Paz, de Sabiduría, de Ciencia y de Alegría verdadera.
El mundo ofrece ídolos mundanos que en apariencia son poderosos y apetitosos: poder, dinero, fama, placer, y parece que están al alcance de la mano y que dan felicidad, pero en realidad, cuando se consiguen todos los ídolos que ofrece el mundo, en el alma solo queda vacío, amargura, dolor, pesar, frustración, angustia. No puede ser de otra manera, porque los ídolos mundanos no pueden apagar la sed de felicidad que posee el alma.
La Iglesia ofrece algo que, a simple vista, parece solo un poco de pan y nada más; es algo sencillo, simple, humilde, sin ostentación, pero que contiene todo el deleite de los cielos y más todavía. La Iglesia ofrece la Eucaristía, que es Jesucristo, el Hombre-Dios, que nos concede la vida eterna, el Amor de Dios, la paz definitiva del alma, la alegría desbordante que jamás finaliza.
El mundo ofrece ídolos y con ellos el dolor, la amargura, la muerte.
La Iglesia nos ofrece al Rey de cielos y tierra, el Hombre-Dios Jesucristo, en la Eucaristía, y con Él, el alma recibe la paz, el Amor, la Alegría de Dios y el anticipo de la Vida eterna, viviendo aún en esta vida terrena.
El mundo ofrece ídolos; la Iglesia ofrece la Eucaristía. En nuestra libertad está elegir uno u otro. Si queremos ser felices y bienaventurados, elijamos a Jesús Eucaristía.


martes, 15 de mayo de 2018

Jóvenes, elijan la Cruz de Cristo y no los atractivos del mundo



         El mundo de hoy nos ha instruido, a través de los medios de comunicación, para que pensemos en una dirección: que los atractivos que el mundo nos ofrece –poder, sexo, fama, dinero, placer- es el fin de la vida, que la vida del hombre se agota en esas cosas.
         Nos ha instruido también para rechazar la Cruz de Cristo y a Cristo en la Cruz: el mundo nos dice que la Cruz es sufrimiento, es dolor y que es una locura, que no tiene sentido la Cruz.
         Sin embargo, las cosas, vistas como las ve Dios mismo, son totalmente distintas: el mundo nos conduce al vacío, un vacío existencial que es tanto más profundo cuanto más satisfechos están el placer, el deseo de poder, de sexo, de dinero, de fama. Cuanto más se consigue eso, más infeliz es la persona. Cuanto más se aleja la persona de la Cruz de Cristo, más infeliz es.
         Y al revés, cuanto más se acerca a la Cruz, más feliz es, más paz tiene, más luz divina recibe. Porque pasa con nosotros lo que los planetas y el sol: cuanto más cerca un planeta del sol, tanto más recibe del sol lo que es y tiene para dar: luz, calor y vida. En el mundo del espíritu, el Sol de nuestras vidas es Jesucristo, en la Cruz y en la Eucaristía y nosotros debemos girar alrededor de Él, así como los planetas giran alrededor del sol. Cuanto más nos acerquemos a Jesús crucificado y a Jesús Eucaristía, más tendremos lo que Él, Sol divino, es y tiene para darnos: su luz, su paz, su alegría, su amor, su sabiduría.
         No nos dejemos engañar por el mundo y sus falsos atractivos: no fuimos hechos para el poder, la fama, el dinero, el sexo, los bienes materiales. Nada de eso puede satisfacer la sed de amor y paz que tienen nuestras almas.
Fuimos hechos para algo infinitamente más grande que los falsos atractivos del mundo: fuimos hechos para satisfacer nuestra sed de felicidad en el Dios de la Alegría, Cristo Jesús, el Dios eternamente joven. Y Cristo está en la Cruz, en la Eucaristía y también en el prójimo, sobre todo, en el prójimo más necesitado. No nos dejemos engañar por los falsos atractivos del mundo.
Jóvenes, elijan la Cruz de Cristo y no los atractivos del mundo.

jueves, 10 de mayo de 2018

El objetivo de todo retiro espiritual es la conversión eucarística del corazón




(Homilía para organizadores de retiros espirituales)


En un retiro espiritual vale el principio: “orar como si todo dependiera de Dios, obrar como si todo dependiera de uno”. Eso significa que debemos cumplir nuestra tarea con la mayor perfección posible –sed perfectos como mi Padre es perfecto- pero que no debemos esperar que los frutos, ni sean visibles e inmediatos, ni dependan de nosotros: los frutos dependen de los tiempos de Dios y es Dios, con su gracia, quien actúa en las almas. Esto no quiere decir que no debamos prepararnos a conciencia y hacer todo con la mayor perfección posible, pero debemos saber que el resultado final depende de la acción de la gracia divina.
Todo retiro es un tiempo especial de gracia, que Dios concede al alma para que el alma se encuentre con Él. Es Dios y el alma, el alma y Dios y nosotros no debemos interferir en ese diálogo, so pena de interrumpir el flujo de gracia establecido.
Aunque no estuviéramos nosotros, Dios actuaría en las almas, como le dijo Jesús a Santa Faustina: “Estarás tú y Yo”, pero Dios quiere que estemos. El silencio es un testimonio y ayuda a que el alma no interrumpa su contacto con Dios.
Un retiro es importantísimo, puede decidir la salvación eterna del alma.
En el retiro lo que importa es el encuentro y la conversión del alma a Dios y esta conversión y encuentro se produce fundamentalmente a través de dos sacramentos: confesión y eucaristía.
         El objetivo de un retiro no es “reclutar” prosélitos para un movimiento determinado, sino la conversión eucarística del alma. Ningún movimiento es un fin en sí mismo: el fin y el principio de todo en la Iglesia es la Eucaristía. Todo el esfuerzo del retiro y del movimiento está o debe estar destinado a la conversión eucarística del alma.
         Se debe rezar por los que hacen el retiro, para que logren el fin del mismo: la conversión eucarística del corazón, como indicio de la vida nueva en la gracia, en la vida terrena, para continuar luego viviendo en la gloria, en el Reino de los cielos.