martes, 30 de marzo de 2010

Jesús adolescente


Cuando vemos las imágenes de Jesús, o cuando leemos en el evangelio acerca de Jesús, o cuando rezamos el rosario, en donde se contempla toda la vida de Jesús, vemos o contemplamos a Jesús como Niño o sino como a Hombre adulto. Rara vez, o casi nunca, lo contemplamos o meditamos en la parte de su vida entre la niñez y la adultez, es decir, la adolescencia. Jesús, como Hombre-Dios, pasó todas las etapas que pasa un ser humano, así como las pasamos nosotros, y pasó también por la etapa de la adolescencia.
Fue como adolescente que se le apareció a una beata, la beata María Angela de Foliño[1]. Cuenta así la aparición eucarística: “Mientras el sacerdote estaba consagrando, yo veía a Jesús Adolescente sentado sobre su trono y teniendo entre sus manos un cetro. Su persona transparentaba una gran majestad y poder. Al contemplar tanto esplendor, no me arrodillé como los demás fieles sino que permanecí de pie absorta ante la visión y con una alegría que me colmaba completamente. Durante mucho tiempo quedó grabada en mí la imagen de Jesús Adolescente”.

¿Cómo sería un día “normal” de Jesús Adolescente? Como todo buen adolescente, Jesús trabajaba y luego se alegraba de la compañía de sus amigos y primos: después de un día de trabajo con su padre adoptivo José, Jesús se reunía con sus amigos, con sus primos Juan y Santiago, mientras María les preparaba la cena, compuesta por cosas sencillas pero sabrosas, los frutos de la tierra y el mar: queso, pescado, pan, miel. Jesús disfrutaba de la compañía de sus primos y amigos, de la compañía de su madre la Virgen y de San José, su padre adoptivo, pero tenía el pensamiento puesto en el sacrificio que debía realizar cuando, pasada la adolescencia, subiera a la cruz[2].
Jesús, el Hombre-Dios, pasó por la etapa de la adolescencia. A Él, cuando surjan inquietudes propias de la adolescencia, le podemos decir en oración: “Jesús, Hombre-Dios, Tú que siendo Dios te hiciste hombre y pasaste por la etapa de la adolescencia humana, ayúdame a vivir mi adolescencia como la viviste Tú: viviendo las pequeñas cosas de todos los días, pero con la mirada puesta en la vida eterna, la vida definitiva y verdadera, la vida que no tiene fin”. Algo así reza el lema de la Universidad Nacional de Tucumán: “Pedes in terra et sidera visus” (Con los pies en la tierra y la vista en el cielo). Es decir, debemos pedirle a Jesús que nos ayude a vivir nuestra adolescencia y toda nuestra vida humana con los pies en la tierra, pero con la mirada puesta en la eternidad y a la eternidad se va por la cruz.
Y un poco de esa eternidad nos la concede en cada comunión eucarística, para que ya desde esta vida, desde la adolescencia, vivamos la vida mirando y deseando la vida eterna. En el tiempo, se renueva el recuerdo de Jesús y se actualiza su sacrificio: Jesús baja a los altares y junto con Jesús está María, su Madre y nuestra Madre, para que tengamos presente que luego de esta vida con sus distintas etapas, viene la otra vida, la vida eterna, la vida sin fin y para esa vida debemos preparanos con las buenas obras.
[1] Cfr. Félix Alegría, La Hostia Consagrada. Milagros eucarísticos, Editorial Difusión, Buenos Aires 1982, 110.
[2] Cfr. Mi vida en Nazareth, Editorial María Mensajera Argentina, Buenos Aires 1988, 48-49.

lunes, 15 de marzo de 2010

El Divino Niño y una Estrella, Jesús Eucaristía y la Virgen María


En el siglo XVI, más precisamente en el año 1570, en la catedral de una ciudad de la región del Lazio, en Italia, en una ciudad llamada Veroli, sucedió un milagro visible sobre el altar[1]. En esa catedral, se celebraba una adoración perpetua. En ese entonces, no se hacía la exposición de la Eucaristía en la custodia, como se hace ahora, sino que se ponía sobre el altar el cáliz con la Hostia Consagrada y se lo recubría con un paño blanco. Mientras se hacía la adoración, los sacerdotes y los fieles rezaban. En esos momentos, ante la vista de todos los que estaban en la adoración, sacerdotes y fieles, apareció sobre el cáliz una pequeña nube blanca, y sobre la nube blanca, el Niño Jesús, que sonreía y miraba a todos sin decir nada. Así estuvo durante un rato, Jesús Niño, sobre esa nube blanca, sonriendo y mirando a todos. Después de un rato, desapareció, pero continuaron los milagros: el cáliz se volvió transparente, y por encima del cáliz, sostenida por la Hostia, apareció una estrella.
Estos milagros volvieron a repetirse durante varios días.
Sin embargo, como casi siempre sucede, no faltaron quienes no creían, y como para convencer a los incrédulos, Dios hizo más milagros todavía: llevaron a muchos enfermos delante del Santísimo, y estos enfermos, muchos de los cuales estaban graves, se curaban. Los fenómenos siguieron repitiéndose por algunos días, hasta que desaparecieron.
Se decidió entonces que esa Hostia no fuera consumida, y así permaneció durante ciento doce años.
Este milagro nos ayuda a nosotros a darnos cuenta y a creer con más firmeza en la Presencia Real de Jesucristo en la Eucaristía. Nosotros podríamos preguntarnos: ¿por qué Jesús no continúa apareciéndose como Niño en la Eucaristía? ¿Por qué no podemos verlo así como lo vieron en la catedral en esa adoración del año 1570?
Porque quiere que nosotros vivamos la vida de la fe, es decir, aunque no lo veamos, sabemos por la fe que Él está Presente: Jesús no se nos aparece visiblemente en la Eucaristía porque así es mejor para nosotros, ya que Él mismo lo dice: “Dichosos los que creen sin haber visto” (Jn 20, 29). Jesús no se nos aparece en la Hostia como Niño, pero sabemos que Él está ahí Presente, en Persona, y por eso es que cada Hostia, cada Comunión, cada Eucaristía, es en sí misma un milagro infinitamente más grandioso que el verlo aparecer sobre una nube: porque está Él en Persona, vivo y resucitado, lleno de la luz, de la alegría y de la vida de Dios, y eso es lo que nos comunica en cada comunión.
Por la comunión eucarística, Jesús Niño entra en nuestras almas y se aparece al alma, que puede verlo tal como Él es, con los ojos del alma, con los ojos de la fe, y alimenta al alma con la vida y con el Amor de Dios, el Espíritu Santo.
Y también, aunque no veamos una estrella sobre la Hostia, sabemos que donde está el Hijo, está la Madre: la estrella simboliza a la Virgen María, y donde está Jesús Eucaristía, está también la Virgen María, y eso es un motivo de profundo gozo y alegría, en medio de las cosas de la vida, que anticipan el gozo y la alegría de la vida eterna. Es cierto que no vemos al Divino Niño y a una Estrella, pero tenemos a cambio en cada comunión a Jesús Eucaristía y a la Virgen María.
[1] Cfr. Félix Alegría, La Hostia Consagrada. Milagros eucarísticos, Editorial Difusión, Buenos Aires 1982, 63ss.

jueves, 11 de marzo de 2010

Como Juan Santín, busquemos al Sagrado Corazón en la Eucaristía


Yendo por el camino de Santiago –desde la Edad Media, desde muchas partes de Europa se hacen peregrinaciones para venerar la tumba del Apóstol Santiago, en Compostela, Galicia-, antes de llegar a Compostela, se pasa por una pequeña aldea llamada Cebreiro. Esta aldea está ubicada en una colina, y por las mañanas, como amanece siempre cubierto de nubes, cuando se mira hacia abajo, pueden apenas divisarse las casas de otra aldea, llamada Baixamaior. ¿Qué tienen de particular estas dos aldeas, Cebreiro y Barxamaior? Se hicieron muy conocidas desde el medioevo, pero no tanto por la belleza natural del paisaje, ni por amanecer siempre cubierta de neblina, sino porque en las dos aldeas vivían dos protagonistas de un milagro eucarístico ocurrido en plena Edad Media. El milagro sucedió en Cebreiro, en una muy bonita iglesia, de estilo prerrománico, del siglo IX. La Iglesia fue construida por los monjes benedictinos en el año 836, y ellos la tuvieron en custodia hasta el año 1863. En ese año, debieron abandonar la iglesia porque el gobierno masónico de entonces se apropió de gran parte de los bienes de la iglesia católica y expulsó a muchas congregaciones religiosas. Entre otros visitantes ilustres, la iglesia de Cebreiro fue visitada por los Reyes Católicos, que son los que donaron el relicario para custodiar el milagro eucarístico.
¿Qué fue lo que sucedió? Según la tradición -corroborada por fuentes históricas y arqueológicas-, se produjo un milagro eucarístico sobre el altar de la capilla lateral de la iglesia. Allí estaba celebrando la eucaristía un sacerdote benedictino (la fecha exacta no se conoce, pero tal vez haya sido en el siglo XIV). Era un día muy frío de invierno, con mucha nieve y con un viento helado. El clima en sí ya es frío en Galicia, pero ese día, la nieve y el viento habían hecho bajar muy mucho la temperatura. El sacerdote pensaba que con tanto frío y viento, y con toda la nieve que se amontonaba, nadie vendría a la misa. Pero, para sorpresa suya, un campesino de Barxamaior, llamado Juan Santín, sube al Cebreiro para participar en la Santa Misa. El monje celebrante, de poca fe, menosprecia el sacrificio del campesino: seguramente habría pensado: “Con tanto frío, venir a perder el tiempo aquí, en la misa, se hubiera quedado rezando más calentito en su casa”. En realidad, era él quien tenía poca fe y también cierto menosprecio por la misa y por la Eucaristía. Pero en el momento de la Consagración el sacerdote ve cómo la Hostia se convierte en carne sensible a la vista, y el cáliz en sangre, que hierve y tiñe los corporales. Los corporales con la sangre quedaron en el cáliz y la Hostia en la patena. Jesús quiso no solo aumentar la fe de aquel monje descreído, sino también la nuestra, y además quiso recompensar la fe de Juan Santín, que sabía que en la Eucaristía estaba Jesús. La noticia del milagro se propagó por todas partes propiciando así una gran devoción a Cristo en la Eucaristía. A pesar del tiempo, guerras e incendios, milagro llega a nuestro siglo tan carente de fe, como signo poderoso de la verdad: Cristo está vivo, resucitado, Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad, en la Eucaristía.
También puede sucedernos como al sacerdote: creer que la misa es algo bueno, pero no tan importante, que no hay que exagerar. Y tal vez no sea la nieve la que nos impida llegarnos hasta la misa del domingo, pero sí el frío del alma y del mundo, que nos dicen al oído que es mucho mejor quedarse en casa. Cuando eso suceda, nos tenemos que acordar de Juan Santín, el campesino que subió a Cebreiro, con nieve y frío, para alimentarse del Cuerpo y de la Sangre de Jesús, y para recibir el calor de su Sagrado Corazón.