jueves, 22 de febrero de 2018

El pecado original fue un pecado de soberbia, como imitación y participación al pecado del Ángel caído



"Adán y Eva"
(Jan Gossart)

         El pecado cometido por Adán y Eva en el Paraíso, por el cual perdieron para sí y para toda la humanidad el estado de gracia y los dones preternaturales y sobrenaturales con los que Dios los había creado, se llama “original” y fue un pecado de soberbia. Adán y Eva cometieron el mismo pecado que cometió el Ángel caído en el cielo y que le valió la pérdida de la visión beatífica de Dios por la eternidad: la soberbia[1].
         En vez de oír y obedecer la voz de Dios, que les decía que no debían comer del árbol del bien y del mal, oyeron la voz del Tentador y obedecieron lo que les decía: que comieran del fruto prohibido, para que así se convirtieran en dioses, para ser tan grandes como Dios[2]. Por el pecado original, Adán y Eva hicieron una elección: se eligieron a sí mismos en vez de a Dios y al hacer esto, tiraron por el suelo todo lo que Dios les había donado, como cuando un príncipe o un rey toma su corona colocada en la cabeza y la arroja con enojo por el suelo. Perdieron la sabiduría, el dominio perfecto de sí mismos, su incapacidad de enfermar y morir y, sobre todo, perdieron la gracia santificante, que los unía íntimamente a Dios[3]. La gracia había sido dada a Adán por Dios para que de Adán la recibiéramos todos. Como la gracia se perdió en su origen –Adán-, es por eso que nacemos con el pecado que se llama “pecado original”. El pecado original, al que suele graficárselo con una “mancha” oscura que asienta sobre el alma, es falta de algo: es falta de la gracia santificante, así como la oscuridad es falta de luz. Es por esta razón que se dice que quien peca, vive “envuelto en tinieblas y en sombras de muerte”, porque el pecado es oscuridad espiritual, ausencia de la luz de la gracia, y es muerte espiritual, ausencia de la vida de la gracia en el alma.
         Si queremos vivir en fidelidad a la gracia santificante recibida en el bautismo, que nos hizo hijos adoptivos de Dios, tenemos que vivir en la luz de la gracia y la Verdad y obrar obras de la luz y no de las tinieblas, como dice la Escritura: “El que obra el mal odia la luz, y no viene a la luz para que sus acciones no sean expuestas. Pero el que practica la verdad viene a la luz, para que sus acciones sean manifestadas que han sido hechas en Dios” (Jn 3, 20).
         Somos hijos adoptivos de Dios, somos hijos de la Luz eterna, que es Dios; no somos hijos de las tinieblas ni nuestro rey es el Príncipe de las tinieblas. Nuestro Rey es Jesucristo, Dios de Dios y Luz de Luz y es por eso que debemos obrar siempre las obras de la luz, que son las obras realizadas en la verdad y en el bien.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 67.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. Trese, ibidem, 68.

viernes, 9 de febrero de 2018

Creado por Dios para deleitarse en Él, el hombre se separa de Dios por el pecado original



La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, Miguel Ángel Buonarotti.

         Para entender mejor lo que sucede en nuestras propias vidas, como así también la situación del hombre y de toda la historia de la humanidad –sobre todo, la abundancia de males que acompañan al hombre, como la enfermedad, el dolor, la muerte, las guerras, las violencias, las injusticias, etc.-, y también para no culpar injustamente a quien nada tiene que ver con nuestros males -que es Dios, porque lo culpamos con mucha frecuencia de lo malo que nos sucede, cuando esto es totalmente injusto para con Él-, es necesario recordar, brevemente, cómo fue la creación del hombre, por parte de Dios, y qué sucedió con el pecado original[1].
         Como sabemos, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza, es decir, libre en la Verdad y en el Bien, y esto es ya una gran señal de predilección, porque es la única creatura, junto con los ángeles, creada con libertad. Pero no contento con eso, Dios concedió al hombre muchos otros dones: los dones propios de la naturaleza, como el cuerpo y el alma, ambos de diseño maravilloso y extraordinariamente complejos y armónicos. Además de esto, le concedió lo que se llama “dones preternaturales”, es decir, que están más allá de su naturaleza, y lo asemejan al ángel, en cierto sentido, y estos dones eran la inmortalidad –el hombre no habría de morir nunca, colocado en el Paraíso, en un estado de felicidad absoluta-, la impasibilidad –no tendría dolor-, todo lo cual ya eran dones grandiosos y absolutamente maravillosos. Pero como Dios es Amor infinito, quiso todavía colmar de más dones al hombre, y es así que le concedió la “gracia santificante”, que lo hacía participar de su misma vida divina. En el plan original de Dios, todos estos dones, deberían haber pasado, de Adán y Eva, hasta nosotros, y es por eso que nosotros deberíamos estar gozando de esos dones al día de hoy. Lo único que debía hacer Adán era que, puesto que lo había creado libre, tanto Adán como Eva, usaran su libertad para decirle a Dios que lo amaban. Este acto de amor debía ser libre, no forzado ni obligado, sino libre, porque los había creado a su imagen y semejanza, y la imagen y semejanza es la libertad –la libertad en la Verdad y en el Bien, no en el error, por eso Jesús dice: “La Verdad os hará libres”-, porque Dios es soberanamente Libre. Es decir, Dios creó al hombre, para que el hombre lo glorificara y en esta glorificación, encontrara su felicidad absoluta. Lo único que debían hacer Adán y Eva era obedecer, por amor, el mandato que les había dado Dios: no comer el fruto de cierto árbol.
Pero Adán y Eva, en vez de escuchar la Voz dulce y suave de Dios, que solo podía traerles Amor y Vida eterna, prefirieron escuchar la voz de la Serpiente, una voz sibilina, malvada, que solo podía traerles dolor, enfermedad y muerte, tal como sucedió.
         Adán y Eva desobedecieron a Dios, cometieron el pecado original, y como consecuencia, perdieron todos los dones que habían obtenido de Dios, fueron expulsados del Paraíso y quedaron sometidos a la muerte, al dolor, al pecado y al Demonio.
         El pecado original de Adán y Eva es la razón por la cual no tenemos los dones que Dios nos había concedido en el Paraíso, y también es la razón de todos los males de la humanidad, aunque en última instancia, los responsables somos los hombres, y también el Demonio. Entonces, antes de cometer la injusticia de acusar a Dios por tal o cual mal que puede suceder en nuestras vidas, acusémonos a nosotros mismos, por obrar en desobediencia a los Mandamientos de la Ley de Dios, rechacemos las insinuaciones del Demonio, y busquemos siempre de vivir en estado de gracia santificante, recurriendo con frecuencia al Sacramento de la Confesión.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 66-67.

jueves, 8 de febrero de 2018

Razones por las cuales un católico no debe, bajo ningún concepto, participar del Carnaval



La ceremonia del "desentierro del Demonio" no es una mera tradición secular, sino 
una verdadera ceremonia satánica por la cual se invoca la presencia personal del Ángel caído.

         
Cuando afirmamos que un joven católico no debe asistir ni participar del Carnaval, sabemos que podemos ser acusados, por muchos, de “retrógrados”, “anticuados”, “moralistas”, etc., aunque eso no hace a la esencia de la discusión: el argumento "ad hominem" carece de peso porque no se centra en el eje del tema en cuestión, sino en la persona de quien lo propone. Expondremos brevemente algunas de las razones que desaconsejan, de modo absoluto, la participación en el Carnaval por parte de un joven católico.
         Para apreciar mejor  lo que estamos diciendo -la negativa a toda participación en el Carnaval por parte del católico-, es conveniente tener en cuenta qué es lo que le sucedió al hombre luego del pecado original y por lo tanto, qué es lo que Jesucristo aporta en relación a este estado de la humanidad. Como nos enseña la Fe católica, el hombre –la naturaleza humana- quedó contaminado con la mancha del pecado original a partir de Adán y Eva, mancha espiritual que se comunica y transmite en el acto de la generación. Como consecuencia de este pecado, el hombre perdió todos los dones sobrenaturales con los cuales Dios lo había creado –inmortalidad, impasibilidad, integridad-, además de quedar esclavizado, a partir de entonces, por la enfermedad, el dolor, la muerte, el pecado y el Demonio. Jesucristo, con su sacrificio en cruz, vino para redimirnos, esto es, para quitarnos esta mancha del pecado original, pero también para derrotar a nuestros enemigos –el pecado, el Demonio, la muerte- y para concedernos la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de la gracia, un anticipo en la tierra de la vida de la gloria y de la eterna bienaventuranza que, por la misericordia de Dios, esperamos vivir en el Reino de los cielos. Es decir, a partir de Jesucristo y su gracia, obtenida para nosotros al precio altísimo de su Sangre derramada en la cruz, la humanidad recibe un nuevo destino, que no es ya el de la eterna condenación, sino el de la eterna salvación. Pero para poder comenzar a vivir este nuevo destino de salvación, es necesaria la conversión del corazón, conversión que implica, por su propia definición, el apartamiento de todo aquello que pertenece a lo que ha sido derrotado y vencido por Jesucristo en la cruz, esto es, el hombre viejo y sus pasiones sin control, el Demonio, el pecado, la muerte.


"La lucha entre el Carnaval y la Cuaresma", 
de Pieter Bruegel el Viejo.
(Der kampf zwischen Karneval und Fasten)

         Pues bien, el Carnaval representa, precisamente, a todo lo que el cristiano debe renunciar, si desea entrar en el Reino de los cielos, comenzando desde ahora a participar de la vida nueva de la gracia: el Carnaval representa al hombre viejo y sus pasiones, al Demonio, al pecado, a la muerte, ante todo, espiritual.
El Carnaval representa la exaltación del hombre viejo y sus pasiones; es la exaltación de lo perecedero, de la falsa atracción, de la engañosa belleza física que, sin la gracia y el Amor de Dios, está destinada a perecer irremediablemente en la corrupción de la carne, por la muerte temporal; es la exaltación de lo opuesto a la Pureza del Ser divino trinitario, y es por eso que el Rey del Carnaval es el Demonio, el Rey Momo.
En el Carnaval se exalta aquello que convierte al hombre en enemigo de Dios, el pecado (cfr. Rom 6, 6), a la vez que se rechaza lo único que puede quitar esta enemistad y devolver al hombre la amistad con Dios, la gracia.


Grotescas imágenes representando al Demonio en la celebración del Carnaval en República Dominicana.

         En el Carnaval reina una falsa alegría, una alegría que no solo es pasajera, sino superficial, de origen mundano y pagano y, por lo tanto, desaparece rápidamente, dejando al alma con el sabor amargo de la tristeza, porque al elegir la alegría mundana y pagana, se deja de lado a la Causa de la Alegría y la Alegría Increada en sí misma, Dios Uno y Trino. Dios es “Alegría infinita”, dicen los santos, como Santa Teresa de los Andes, pero esta alegría no puede coexistir ni anidar, de ninguna manera, en un corazón que se deleita con los placeres mundanos y pecaminosos que el Carnaval ofrece desde el principio hasta el fin. Además de ser superficial y mundana, la alegría del Carnaval está cargada de malicia, porque se origina en el desenfreno de las pasiones. La tristeza que produce la ausencia de Dios y su alegría, se intenta ocultar en el Carnaval con un remedo falso de la verdadera alegría, alegría mundana que se alimenta de la música inmoral y estridente; del consumo de alcohol y de substancias tóxicas; de risotadas vacías de paz y alegría; de luces multicolores, que en vano buscan ocultar la oscuridad espiritual derivada de la ausencia de Dios.
         En el Carnaval se exalta la exhibición impúdica del cuerpo, que de esta manera, pierde su condición de “templo del Espíritu Santo” (cfr. 1 Cor 6, 19), para convertirse en “carne” según la acepción de la Escritura (cfr. 2 Cor 10, 2), lo cual va más allá de la exhibición sensual de la corporalidad, porque comprende un estado espiritual por el cual el hombre se aferra a su corporalidad, manchada por el pecado, y rechaza explícitamente la vida nueva del espíritu dada por la gracia santificante, vida que consiste en participar de la vida de Dios Trino y de la pureza inmaculada de su Ser divino trinitario.

Imagen relacionada

La lujuria, el desenfreno, la impudicia, la fornicación,
no son accidentales al Carnaval, sino explícitamente buscados 
y públicamente exaltados.

         Hay dos últimas razones por las cuales un joven no debe, bajo ningún aspecto, participar del Carnaval: la condición del Demonio como “Rey del Carnaval”, y el ultraje al Rey de cielos y tierra, Nuestro Señor Jesucristo.
         Con respecto a la condición del Demonio como figura central del Carnaval, es algo que puede ser constatado en todas las culturas de todos los tiempos en los que se ha celebrado el Carnaval. El denominado “desentierro del Demonio”, por ejemplo, no es una mera tradición cultural, sin contenido real: se trata de una verdadera ceremonia satánica, iniciática, por la cual se invoca al Príncipe de las tinieblas, el Ángel caído, para que esté presente en todo el Carnaval. La presencia del Demonio es algo explícitamente deseado en el Carnaval, y para constatarlo, no es necesario ser cristiano. En el Carnaval, el Demonio se encuentra a sus anchas, porque es satisfecho en su soberbia, al ser proclamado “Rey” por el hombre, pero además también porque su influencia angélica maligna es mucho más intensa que en otras épocas del año. De hecho, no es casualidad que el Carnaval se ubique, cronológicamente, antes de la celebración, por parte de la Iglesia, de la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Según los propios organizadores del Carnaval, es una fiesta pagana “en honor al Diablo”: “Esta es una fiesta con mucha lúdica, danza, disfraces, palabras, poesía y música en honor al Diablo”[1].

Es la tristeza de la Serpiente Antigua, la tristeza que se deriva del apartamiento voluntario de la Alegría Increada, Dios Uno y Trino, la que se oculta detrás de la falsa alegría del Carnaval.

Como consecuencia de todo esto, Aquel que es el Verdadero y Único Rey de los ángeles y de los hombres, Jesús de Nazareth, es ultrajado públicamente, porque sus enseñanzas –una de ellas, la pureza del cuerpo y del alma- son pisoteadas, literalmente, por la multitud que festeja, irracional y ensordecida, a su Enemigo, el Demonio. Se repite en el Carnaval la burla del Pueblo Elegido hacia Nuestro Señor y el pedido de que sea crucificado, solo que en esta ocasión es peor, porque quienes se burla de Jesús y lo condenan una y otra vez al patíbulo de la cruz, son los cristianos, el Nuevo Pueblo Elegido, que imita diabólicamente al Pueblo Elegido en su rechazo del Salvador. En el Carnaval se pisotea, literalmente, la Sangre Preciosísima del Redentor, la Sangre del Cordero, “más preciosa que el oro o la plata, Sangre con la cual fuimos rescatados” (cfr. 1 Pe 1, 17-19).
         El joven que ame a Cristo será llevado, por el Amor de Dios, en la dirección opuesta a donde se festeje al Ángel caído y se pisotee la Sangre del Cordero, el Carnaval.



[1] Cfr. http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-15043004