miércoles, 17 de febrero de 2016

"Mirad a Jesús, es Dios; en Él encontraréis la Vida eterna; fuera de Él, sólo la muerte"




(Juan Pablo II a los jóvenes chilenos, 2 de Abril de 1987)

En un discurso dirigido a los jóvenes chilenos[1], el Papa Juan Pablo II los animaba a luchar contra el pecado, al mismo tiempo que elevar la vista a Jesucristo, para contemplar en Él el rostro de Dios, para escuchar sus palabras y para recibir de Él la Vida eterna. Sólo de esta manera, decía el Papa, los jóvenes encontrarán la Vida eterna –y con su Vida, su luz, su paz, su alegría, su amor, su fortaleza-, mientras que lejos de Él, sólo encontrarán vacío, oscuridad y muerte.
Decía así el Papa: “(…) Según nos enseña la fe, la causa primera del mal, de la enfermedad, de la misma muerte, es el pecado en su diferentes formas (…) En el corazón de cada uno y de cada una anida esa enfermedad que a todos nos afecta: el pecado personal, que arraiga más y más en las conciencias, a medida que se pierde el sentido de Dios. ¡A medida que se pierde el sentido de Dios! Sí, amados jóvenes. Estad atentos a no permitir que se debilite en vosotros el sentido de Dios. No se puede vencer el mal con el bien si no se tiene ese sentido de Dios, de su acción, de su presencia que nos invita a apostar siempre por la gracia, por la vida, contra el pecado, contra la muerte. Amados jóvenes: Luchad con denuedo contra el pecado, contra las fuerzas del mal en todas sus formas, luchad contra el pecado. Combatid el buen combate de la fe por la dignidad del hombre, por la dignidad del amor, por una vida noble, de hijos de Dios. Vencer el pecado mediante el perdón de Dios es una curación, es una resurrección”[2]. El Papa les recordaba lo que Jesús había dicho en el Evangelio, de que “es del corazón del hombre de donde salen toda clase de cosas malas” (cfr. Mc 7, 21) por lo que el primer paso para una vida feliz es vigilar el propio corazón, para arrancar de él, así como se arranca una hierba venenosa que comienza a crecer en un jardín florido, el pecado, apenas este comience a insinuarse, y esto lo hacemos por medio de la Confesión sacramental.
Luego, San Juan Pablo II animaba a los jóvenes a contemplar a Jesucristo, para descubrir en Él el rostro de Dios. Les decía que “buscaran a Jesús”, porque Jesús no es ni un hombre bueno, ni un hombre santo, ni un simple profeta, y tampoco es un revolucionario, sino Dios en Persona, que se nos manifiesta a través de un cuerpo y un rostro humano, el cuerpo y el rostro de Jesús de Nazareth: “La juventud no está muerta cuando está cercana al Maestro. Sí, cuando está cercana a Jesús: vosotros todos estáis cercanos a Jesús. Escuchad todas sus palabras, todas las palabras, todo. Joven, quiere a Jesús, busca a Jesús. Encuentra a Jesús (…) ¡Jóvenes chilenos: No tengáis miedo de mirarlo a Él! Mirad al Señor: ¿Qué veis? ¿Es sólo un hombre sabio? ¡No! ¡Es más que eso! ¿Es un Profeta? ¡Sí! ¡Pero es más aún! ¿Es un reformador social? ¡Mucho más que un reformador, mucho más! Mirad al Señor con ojos atentos y descubriréis en El el rostro mismo de Dios. Jesús es la Palabra que Dios tenía que decir al mundo. Es Dios mismo que ha venido a compartir nuestra existencia de cada uno”[3].
         Y para hacerles ver a los jóvenes que Cristo, que es el Hombre-Dios, conoce todas nuestras necesidades espirituales y materiales y que está atento a lo que le pedimos, cita el Evangelio de la resurrección de la hija de Jairo: “Seguidamente Cristo entra en la habitación donde está ella, la toma de la mano, y le dice: “Contigo hablo, niña, levántate” (ibid., 5, 41). Todo el amor y todo el poder de Cristo –el poder de su amor– se nos revelan en esa delicadeza y en esa autoridad con que Jesús devuelve la vida a esta niña, y le manda que se levante. Nos emocionamos al comprobar la eficacia de la palabra de Cristo: “La niña se puso en pie inmediatamente, y echó a andar” (ibid., 5, 42), Y en esa última disposición de Jesús, antes de irse; –“que dieran de comer a la niña” (ibid., 5, 43)– descubrimos hasta qué punto Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, conoce y se preocupa de todo lo nuestro, de todas nuestras necesidades materiales y espirituales”[4]. El Papa cita este episodio del Evangelio, al inicio tan cargada de dolor y tristeza por la muerte de la niña, para destacar el hecho de que es el Amor de Jesús el que convierte nuestro dolor en alegría, si creemos en Él y si sabemos unirnos a Él en la cruz.
Muchos, cuando tienen una necesidad de cualquier orden –espiritual, material, económica, etc.-, o no acuden a Jesús en busca de ayuda, o acuden a quien no deberían acudir, y así se quedan con las manos vacías, sin encontrar respuesta a su necesidad. Sólo Jesucristo, dice el Papa, puede responder y dar una verdadera respuesta a nuestras dificultades: “¡Sólo Cristo puede dar la verdadera respuesta a todas vuestras dificultades! El mundo está necesitado de vuestra respuesta personal a las Palabras de vida del Maestro: “Contigo hablo, levántate””[5].
Por último, el joven que contempla a Jesús recibe de Él su mirada, la mirada de Dios, y como es Dios Eterno y Dios Viviente, al mirarlo, le comunica la Vida eterna: “Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Vosotros tenéis sed de vida. ¡De vida eterna! ¡De vida eterna! Buscadla y halladla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma”[6]. Y con su Vida eterna, Jesús nos comunica su Amor y así el alma se colma de gozo y felicidad. Esto es así porque con Jesús sucede con el alma, lo mismo que sucede entre el sol y los planetas: cuando un planeta está más cerca del sol, tanta más luz, calor y vida recibe del sol; por el contrario, cuanto más lejos está el planeta, menos luz, sol y calor recibe, es decir, el planeta alejado del sol se encuentra en la oscuridad, sin vida y sin calor. Lo mismo sucede con Jesús: cuanto más nos acercamos a Él, más recibimos de Él, lo que Él Es: Luz, Amor, Vida, y cuanto más nos alejamos de Él, más carecemos de lo que sólo Él nos puede dar, quedando nuestros corazones como los planetas lejos del sol: fríos, oscuros y sin la vida de la gracia.
En definitiva, el Papa les dice entonces a los jóvenes que sólo en Cristo Jesús encontrarán la Vida y, por lo tanto, la felicidad, tanto en esta vida, que transcurre en el tiempo, como en la otra, que transcurre en la eternidad.
Si es así, nos preguntamos: ¿dónde está Jesús, para contemplarlo? Y la respuesta es: Jesús está en la cruz y está en Persona en la Eucaristía, y está también, de un modo misterioso, en cada prójimo, sobre todo en los más necesitados. Es en estos tres lugares en donde debemos buscar a Jesús: en la Cruz, en la Eucaristía y en el prójimo más necesitado.



[1] http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/speeches/1987/april/documents/hf_jp-ii_spe_19870402_giovani-santiago.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.

martes, 9 de febrero de 2016

Por qué un joven cristiano no debe participar del Carnaval


         Son muchas las razones por las cuales un joven, que se precie de ser cristiano, no puede ni debe participar del Carnaval (aclaramos a nuestros lectores que cuando nos referimos al "Carnaval" en el presente artículo, hablamos de los carnavales en los que se da rienda suelta al desenfreno y a la exhibición impúdica del cuerpo humano, además del consumo de substancias tóxicas, como alcohol y estupefacientes. No estamos en contra de un festejo carnavalesco "inocente" -si así se puede decir-, en donde la celebración consista arrojar agua -o harina, etc.-. Este último estilo de carnaval, en donde no hay sensualidad ni incitación alguna al pecado, es válido para un cristiano, puesto que sólo consiste en eso: en arrojar agua o algún otro elemento inocuo. N. del R.).
         Ante todo, el Carnaval exalta al “hombre viejo”, al hombre sin Dios y contra Dios, al hombre que por el pecado ha perdido la amistad con Dios (cfr. Rom 6, 6) y que, por lo tanto, al asistir al Carnaval, reafirma esta enemistad con Dios y este deseo de no querer saber nada con Él ni mucho menos recuperar su amistad.
El Carnaval exalta al hombre viejo con todas sus pasiones, desenfrenadas y sin el control de la razón y, mucho menos, de la gracia. El Carnaval se caracteriza por la exaltación de lo que la Escritura llama “carne” (cfr. 2 Cor 10, 2) y que no es la mera exhibición exhibición –encubierta, pero cargada de sensualidad- impúdica y hasta obscena de la genitalidad, sino que con ese término, se describe un estado del alma en el que el hombre, aferrándose al pecado, da las espaldas a Dios y a su Redentor, Jesucristo, para dirigirse en una dirección diametralmente opuesta a aquella que lo lleva a la reconciliación con su Creador y Redentor. El Carnaval exalta por lo tanto aquello que aparta al hombre de su Dios –la “carne”-, para conducirlo fuera de su Presencia. El Carnaval no solo aparenta, sino que está cargado de alegría, pero no es la verdadera alegría, la alegría que brota del Ser divino trinitario –“Dios es Alegría infinita”, dice Santa Teresa de los Andes-; la alegría del Carnaval no es la alegría que sobreviene al alma por la gracia de Jesucristo, la alegría que es consecuencia del alma en paz, a la que le ha sido quitada, por la Sangre del Cordero, la causa de la enemistad con Dios –y por lo tanto, de la tristeza-  que es el pecado –“Mi paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14, 27), dice Jesús, y con su paz, su Alegría-, sino que la alegría del Carnaval es una alegría vana, superficial, pasajera, plena de malicia, porque se deriva de la exaltación de las pasiones y su desenfreno. Por esto mismo, por esta falsa alegría, el Carnaval se caracteriza por un ambiente festivo, con música ensordecedora, carcajadas estridentes, luces multicolores y consumo desenfrenado de substancias alcohólicas y tóxicas: detrás de esta falsa alegría, lo que el Carnaval esconde es la tristeza por la ausencia de Dios y, en el fondo, la desesperación de pretender alcanzar algo imposible: alegría sin Dios.
Otra razón es la presencia recurrente del Demonio, en todas las culturas y en todos los tiempos. No es una mera casualidad que la figura del Demonio esté representada en todos los carnavales de todos los pueblos de la tierra: es el Ángel caído quien verdaderamente se alegra –con alegría demoníaca- al ver cómo su tarea de corromper al hombre y hacerlo caer en el pecado, se ve enormemente facilitada por los festejos paganos del Carnaval, en donde él no tiene más trabajo que prácticamente mirar cómo los hombres se entregan, libre y despreocupadamente, a la sensualidad, abandonando en sus siniestras manos sus almas. En todas las culturas de la tierra en las que se celebra el Carnaval, está el Demonio, como figura principal: puesto que los hijos de la luz nada tienen en común con los hijos de las tinieblas, nada debe hacer un joven cristiano, hijo de la luz, en el Carnaval.
Por último, la razón de mayor peso es que no sólo Dios está ausente en la falsa alegría del Carnaval, sino que su Hijo Unigénito, Jesucristo, es ofendido, ultrajado y burlado, tal como lo fue en su Pasión, renovando esta cruelmente en el festejo carnavalesco, porque el Hombre-Dios sufrió su Pasión y recibió los golpes, las heridas y hasta la muerte, interponiéndose entre nosotros y la Justicia Divina, para que nosotros no sufriéramos el castigo debido por nuestros pecados. Es esto lo que dice el profeta Isaías: “Él fue herido por nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. Por sus heridas fuimos sanados” (cfr. Is 53, 5). Asistir y participar del Carnaval, en donde se exalta, se propicia y se festejan la impudicia, la desvergüenza y la lujuria, es condenar nuevamente a muerte al Cordero de Dios, es golpearlo nuevamente, en su Santa Faz y en su Sacratísimo Cuerpo, es crucificarlo, tal como hicieron aquellos que lo insultaban y golpeaban en el Camino de la Cruz, el Via Crucis.
No en vano nos advierte San Pedro: “Tomad en serio vuestro proceder en esta vida. Ya sabéis con qué os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o con plata, sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1, 17-19). Fuimos rescatados “al precio de la Sangre de Cristo”: asistir al Carnaval, es pisotear la Sangre del Hombre-Dios.

Joven, si amas a Cristo Jesús, el Cordero de Dios, que entregó por ti su vida en la cruz, y renueva su entrega cada vez en el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, no asistas al Carnaval, no pisotees su Preciosísima Sangre.

miércoles, 3 de febrero de 2016

El joven está llamado a la santidad y la santidad la otorga el Hombre-Dios Jesucristo


(Homilía para la Santa Misa de acción de gracias por los dieciocho años de vida de un joven)

A los dieciocho años, se inicia una nueva etapa en la vida del hombre: de adolescente, se pasa a ser joven, así como a los 12-13 años, se pasó de niño a adolescente. Se inicia la etapa de la juventud y con la juventud, aparecen en el horizonte de la vida muchos proyectos, que dependerán, entre otras cosas, de nuestra libertad, para que se lleven a cabo o no. Aparecen el estudio, el trabajo, el noviazgo, el matrimonio, la familia, los hijos; también aparece la vida consagrada, como posible camino de santidad, si es que el joven es llamado por Dios, para que lo siga por ese camino. Con la juventud, los proyectos futuros se acercan cada vez más y que puedan o no concretarse, dependen, como hemos dicho, principalmente de nuestra libertad, aunque también son muy importantes, para poder realizar nuestro proyecto de vida, la familia, los amigos, la sociedad en general. Sin embargo, más allá de los proyectos que se presentan para el joven -y cualquiera que sea este proyecto-, hay algo que el joven debe siempre tener presente en el pensamiento y grabado a fuego en el corazón: hay un alma para salvar, hay un cielo para conquistar, hay un infierno para evitar, hay un Dios a quien adorar y dar gracias porque nos ha salvado con su Pasión y ese Dios es Jesús, que está en la Eucaristía y está en la Cruz. Dice San Pedro: “Él llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia. Con sus heridas fuisteis curados” (1 Pe 2, 14). Jesús, que es Dios Hijo encarnado, compró para todos los hombres, al precio de Sangre derramada en la cruz, la justificación, que no es sólo remisión de los pecados, sino también santificación y renovación del hombre interior, por medio de la gracia santificante, para que los hombres nos convirtamos, de injustos en justos y de enemigos a amigos de Dios, además de herederos del Reino de los cielos. Más allá de los proyectos que puedan aparecer en el horizonte de la vida, el joven no tiene que olvidar que está llamado a la santidad y que la santidad la otorga Jesucristo, Presente en la Eucaristía y crucificado para nuestra salvación. Ningún proyecto de vida se realiza sin la santidad de Jesucristo, y todo proyecto es perfecto con Cristo, el Dios eternamente joven.