lunes, 20 de septiembre de 2010

La juventud, época en la que el amor florece


La juventud es la época en el que el amor florece. No en vano, y no es una frase hecha, la juventud es la “primavera de la vida”. Se la llama así porque el ser humano despierta de esa especie de letargo mental, espiritual, biológico y hormonal, que es la niñez. Si bien hay excepciones, porque hay niños muy despiertos mental y espiritualmente, lo más natural y lógico es que el niño esté como “dormido” en muchos aspectos, y es precisamente la época de la juventud la que representa el “despertar” mental espiritual, biológico y hormonal.

El joven –el adolescente, el joven y el adulto joven- adquiere capacidades en diversos ámbitos, que antes sólo estaban en potencia.

Por ejemplo, su mente se agudiza, se vuelve capaz de abstraer y de representarse situaciones mentales abstractas; se vuelve capaz de desprenderse de la materialidad para pensar; se vuelve capaz de reflexionar, de examinar sus actos; se da cuenta, con más nitidez que en la niñez, de la bondad o maldad de sus actos, y de los actos de los demás.

Esto representa un salto de cualidad en sus capacidades mentales y espirituales, pero también su cuerpo experimenta nuevas capacidades: ante todo, se vuelve capaz de engendrar hijos, por la maduración de sus órganos reproductores.

Todos estos cambios se sintetizan en una capacidad que también está presente en el niño, y continúan estando presentes hasta el momento de la muerte, pero que en el joven se agranda, se potencia y se expande: la capacidad de amar.

El ser humano, en la época de la juventud, se caracteriza por ser un ser que ama.

Ahora bien, cabe hacer algunas precisiones acerca del amor, del cual el joven, como hemos dicho, se hace más “capaz”.

Tenemos que aclarar que el amor es tanto más alto, noble y puro, cuanto más alto, noble y puro es el objeto amado. Así, si lo que se ama es algo elevado, espiritual y puro, el amor será elevado, espiritual y puro.

Otra cosa que hay que tener presente, es que el amor transforma a aquel que ama: el que ama, se transforma en lo que ama, dice San Agustín. Nos transformamos en lo que amamos.

Es por esto que tenemos que fijarnos bien en dónde es que ponemos depositamos amor, a qué o a quién nos aferramos con nuestro amor, porque seremos lo que amemos.

Si amamos algo bueno y hermoso, nos convertiremos en la bondad y en la hermosura; si amamos algo vil y rastrero, nos convertiremos en seres viles y rastreros.

Así, el que ama el dinero, se transforma en avaro; el que ama lo carnal, se transforma en lujurioso; el que se ama a sí mismo, pero no en Dios, se vuelve orgulloso. Ése fue precisamente el pecado del demonio en los cielos: se amó a sí mismo egoístamente, y no en Dios y por Dios, y por eso perdió la gracia.

El amor, el verdadero amor, plenifica a la persona, porque es lo opuesto al orgullo y a la soberbia: hace trascender, hace salir fuera de sí –por eso el éxtasis de amor- al hombre, para donarse en su totalidad al otro –prójimo, amigo, cónyuge, hermanos, Dios-. El amor hace salir fuera de sí, con una dirección determinada: el otro, que es el objeto amado, y con una intención bien precisa: la donación total del ser al que se ama. A su vez, se recibe al otro que, en un movimiento similar, ha salido de sí, movido también por el amor, se dona en su totalidad.

El que ama sale de sí para “entrar” en el otro, y para recibir, a su vez, al otro, en sí. De esta manera, el amor comienza siendo unidireccional, para terminar siendo bi-direccional, llegándose a producir la fusión de los que se aman.

Esto se cumple a la perfección en el amor esponsal, porque en él se da el verdadero amor, el que hace trascender, salir de sí, extasiarse, en el otro, en el cónyuge amado.

El amor esponsal es el amor humano más puro, noble, verdadero, y hasta santo, junto al amor matrimonial.

Es por eso que el amor que Dios experimenta por los hombres es un amor de este tipo: esponsal. El amor de Dios hacia los hombres –todos y cada uno, de modo personal-, es tan noble y puro, que sólo puede ser paragonado y ejemplificado con el amor esponsal, y con el amor maternal.

El joven, por sus características especiales, tiene la capacidad de vivir en plenitud el potencial de su amor; puede hacer el acto que más lo asemeja a su Creador: amar. Cada acto de amor –sea natural, de afecto humano, o sobrenatural, de amor a Dios-, asemeja al alma a su Creador, que crea por un acto de amor libre.

Amar –lo noble, lo puro, lo espiritual, lo santo-, es un acto que asemeja al joven a su Dios, y es algo que sólo el joven puede hacer, ya que Dios, con toda su omnipotencia, puede hacer. No puede Dios, aún siendo Todopoderoso, crear un acto libre de amor en lugar del joven, porque eso sólo lo puede hacer la persona, con su propia libertad.

El joven puede hacer algo que no puede hacer el ángel caído, y es amar: el ángel caído perdió para siempre su capacidad de amar, y sólo le queda, en consecuencia, la capacidad de odiar, con un odio tan intenso, tan profundo, y tan negro -que lo único que puede hacer es crecer a cada instante de la eternidad- como profunda e intensa, y con capacidad de crecer a cada instante de la eternidad, era la capacidad de amar que tenía en el cielo, cuando había sido creado como ángel puro y hermoso.

Entonces, si el joven tiene, en su corazón y en su ser, una capacidad que lo asemeja a Dios y que lo hace superior a una naturaleza angélica, y es la capacidad de amar, la capacidad de crear lo más puro y espiritual que pueda crear una criatura, y es el amor, ¿a qué esperar para ponerlo por acto?

El amor puro, noble y espiritual, el que surge como consecuencia del acto libre creador del corazón del joven, es la creación más alta que pueda hacer un hombre, y es lo que más une al hombre con Dios, satisfaciendo plenamente su ser, en todos sus aspectos: biológico, psíquico, social, espiritual. Cuanto más se ama a Dios con este amor puro y espiritual, más calma se encuentra en las pasiones, pero no por un mecanismo psicológico, sino porque el amor, al plenificar al hombre desde lo más profundo de su ser, aquieta, serena y tranquiliza el alma y el cuerpo.

La necesidad que tiene el hombre de realizar el aspecto sexual del amor es una consecuencia de la no-posesión de Dios, que es el Amor en sí mismo[1]. En otras palabras, si se ama a Dios -por medio de actos de amor creados libremente-, no hay necesidad de realizar el aspecto sexual del amor, el cual, por otra parte, es válido y ennoblecedor sólo en el ámbito del amor esponsal.

Por lo general, nos resulta muy difícil imaginar un amor profundo y personal, entre un hombre y una mujer, que no sea basado en el contacto sexual, y que no tenga este contacto como su expresión última, pero eso se debe a una limitación de nuestra visión del amor, y no porque la naturaleza de las cosas sea así[2]. De todo lo dicho se sigue que, cuantos más actos de amor libres se hagan, dirigidos a Dios, y también al prójimo, más plenitud habrá en el ser, y menos necesidad habrá de realizar el aspecto sexual del amor.

No hay tarea más hermosa, entonces, a la que puede abocarse el joven, que la de poner en acto su capacidad de crear amor y de amar, tanto a Dios como al prójimo, y no tanto por su plenitud, que sí la alcanza, sino porque de esa manera se va como “entrenando” para la “tarea” que tendrá por delante, por toda la eternidad, el amar a Dios Uno y Trino, y a los ángeles y a los santos en Dios.

Si el joven tiene esta capacidad; si el joven lleva en lo más profundo de sí este maravilloso don que lo asemeja a Dios en lo que Dios tiene de más hermoso, el amor, ¿por qué no ponerlo en acto? ¿Por qué no hacer actos de amor a Dios y al prójimo, al prójimo y a Dios?

El tiempo es la antesala de la eternidad; es la preparación para vivir la vida eterna, y la vida eterna es la vida, sin principio ni fin, en el Amor perfectísimo y purísimo de Dios Trinidad.

Y si el tiempo es esto, ¿cómo “aprovechar” el tiempo? No se trata de caer en un activismo desenfrenado, en el hacer una cosa tras otra.

Se trata de aprender a amar a Dios. Puesto que la eternidad será una eternidad en el amor, comencemos, como jóvenes, desde ahora, a vivir en el Amor de Dios, a amar a Dios, que es Amor Puro.

Y lo amemos, no sólo con nuestro amor humano, que es muy pequeño, sino con el amor que nos comunica la gracia, el Amor del Espíritu Santo, porque así lo amaremos como Él mismo se ama: sin medida, infinitamente, por toda la eternidad.

Que nuestra juventud sea, en el tiempo, un tiempo vivido en el amor a Dios, como anticipo de lo que viviremos en la eternidad.



[1] Cfr. Malachi Martin, El Rehén del diablo, Editorial Diana, México 1976, 525.

[2] Cfr. ibidem.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Abramos nuestro joven corazón a la gracia divina


La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.

jueves, 9 de septiembre de 2010

La juventud y la gracia


La juventud es la época de la vida en la que el presente se caracteriza por la planificación del futuro, de lo que está por venir.

Así, por ejemplo, se planifica en lo relativo a los estudios a seguir, teniendo en cuenta la profesión que se quiere seguir; si se está en el noviazgo, se planifican el matrimonio, los hijos, la familia.

La juventud por lo tanto es la época del hombre en la que se aplica la parábola de aquellos dos hombres que construyen (Mt 7, 24-27): uno sobre roca, otro sobre arena.

Aquél que construye sobre roca, cuando vienen los vientos y las tempestades de la tribulación, ve su casa firme y asegurada, y no teme, porque su casa sigue en pie; el que construye sobre arena, por el contrario, al sobrevenir la tempestad, teme, porque ve que su casa se hunde.

En esta parábola, la casa construida sobre roca es la vida humana, y la roca sobre la que se construye la casa, es Cristo: quien planifica su vida en Cristo, por Cristo, con Cristo, se mantendrá firme cuando arrecien las tribulaciones de la vida.

En nuestros días, existe un pensamiento dominante, un pensamiento que construye la cultura actual, que es explícita y decididamente anticristiano. El pensamiento es como el timón del hombre: el que no piensa, se dice que anda como sin timón, sin rumbo; el que piensa, por el contrario, sabe adónde quiere llegar. Es también como el cimiento sobre el que se construye el obrar del hombre, y es por eso que es importante saber cuál es el pensamiento que domina hoy nuestra cultura.

Este pensamiento anticristiano –podemos llamarlo PAD, pensamiento anticristiano dominante-, conduce no sólo a no planificar en un sentido cristiano, sino a planificar el futuro en un sentido directamente contrario a las enseñanzas de Cristo. Este pensamiento siembra confusión, porque invierte las cosas: lo blanco es negro, lo negro es blanco; lo bueno es malo, lo malo es bueno; lo feo es hermoso, lo hermoso es feo.

En el ámbito de la juventud, el PAD provoca confusión en inversión de valores en distintos aspectos:

-la persona humana

-el estudio/trabajo

-el noviazgo/matrimonio/familia

-la diversión

La persona humana: el PAD hace ver al prójimo no como la imagen viva del Dios Viviente, sino como un objeto a usar y descartar, cuando ya no sirve más. Para el PAD, no tiene mayor importancia el hecho de que el prójimo sea persona, con la dignidad inherente y con los derechos que le corresponden: sólo es un objeto, un número, una cosa, puesta ahí para que yo pueda aprovecharme de él. Se instrumentaliza y se pervierte todo en relación al prójimo: la amistad, el noviazgo, las relaciones laborales, e incluso hasta las familiares.

Para el PAD, la persona humana sólo tiene valor, en tanto y en cuanto sea útil para algo: para el placer, para la ganancia económica, para obtener réditos de cualquier tipo.

El noviazgo: para el PAD, el noviazgo no es el período de tiempo en el cual dos personas se conocen, ante todo y principalmente, desde el punto de vista espiritual, para decidir si continuarán juntos “como una sola carne”, unidos por el sacramento del matrimonio, hasta que uno de los dos muera. Para el PAD, el noviazgo es sólo una ocasión para un disfrute egoísta, hedonista y sensual de la otra persona, que así pierde su categoría de “persona”, para ser considerada un objeto. Se vive el noviazgo sin un sentido de trascendencia, porque la trascendencia la da el verdadero amor. No hay verdadero amor cuando lo que se busca en el otro es su disfrute material, y esto sucede cuando no se busca, en el noviazgo, la santidad del matrimonio.

El estudio/trabajo: no se los considera en un sentido cristiano, es decir, en el sentido de sacrificio ofrecido a Dios –recordemos los sacrificios de Caín y Abel: en el de Caín, el humo es negro y no asciende; en el de Abel, el humo es blanco y asciende al cielo-, y por lo tanto, se convierte en una actividad egoísta, por medio de la cual se busca egoístamente la satisfacción de las ambiciones personales; tampoco hay un sentido social cristiano, en el sentido de estudiar y/o trabajar para ayudar a quien más lo necesite, comenzando por la propia familia.

El matrimonio: tal vez sea una de las cosas más invertidas y trastocadas por el PAD. Ni cuando planifican el matrimonio, ni cuando están ya casados, piensan los cónyuges, ni por un instante, en la santidad del matrimonio. Pierden tiempo en detalles insignificantes e intrascendentes, como los relativos a la fiesta y a la luna de miel, y no se detienen ni un instante a considerar el carácter sacramental y sagrado del matrimonio, en lo que el matrimonio representa, y en lo que el matrimonio significa ante el mundo: una prolongación del desposorio místico y celestial entre Cristo Esposo y la Iglesia Esposa.

El PAD lleva a considerar al matrimonio no como lo que es, una fuente de gracia para los esposos y para la familia, por estar los esposos unidos al matrimonio místico entre Cristo y la Iglesia; no se considera al matrimonio como signo ante el mundo de la unión mística entre Cristo y la Iglesia; no se considera al matrimonio como una prolongación de esta unión, en el tiempo y en el espacio; no se considera al matrimonio como algo sagrado y santo, un misterio sobrenatural que nace del seno mismo de Dios, que por ser prolongación de los desposorios místicos de Cristo y la Iglesia, debe poseer sus mismas características en el amor: casto, puro, fiel, indisoluble.

Ante la primera crisis matrimonial, los esposos reaccionan no como cristianos, sino como paganos: no buscan los esposos la solución a las diferencias y a los desencuentros, en la oración, en el Rosario, en la Santa Misa; no intentan, y ni siquiera se lo plantean, vivir heroicamente las virtudes cristianas en su matrimonio: la paciencia, la generosidad, la humildad, el perdón y, por sobre todo, la caridad, la misericordia y la compasión.

Y los esposos cristianos no viven cristianamente su matrimonio, porque al noviazgo lo vivieron como paganos, sin poner como fundamento a Cristo, y así construyeron sobre arena, y al primer viento de las tribulaciones, toda la casa se hunde.

El PAD, asumido y vivido irreflexivamente, se convierte, desde el noviazgo, en el principio rector del noviazgo y del futuro matrimonio.

No se vive cristianamente el noviazgo, y mucho menos se vive cristianamente el matrimonio, y así tampoco se vivirá cristianamente la familia: si acaso los hijos fueran bautizados, estos tendrán el ejemplo de una vida que es cristiana sólo en el nombre, pero no en la práctica.

La diversión: entendida como el legítimo esparcimiento del espíritu humano, que es alegre porque Dios es “alegría infinita”, y que necesita descansar luego de trabajar, porque el mismo Dios “descansó” luego de “trabajar” en la creación del mundo (cfr. Gn ), también es pervertida por el PAD.

El espacio de encuentro con los verdaderos amigos, legítimo en sí mismo, se convierte en un momento de ejercicio del vicio y de perversión del espíritu de fraternidad. Se pierde toda noción de trascendencia en lo que se refiere a la verdadera amistad y al concepto de “amigo”. Es Cristo quien usa ese término para referirse a sus discípulos, en la Última Cena –“Ya no os llamo siervos, sino amigos” (…)-, y el motivo de llamarlos “amigos”, es que le dio a conocer los secretos de su corazón, e incluso llama “amigo” a Judas Iscariote, en vez de llamarlo por su nombre, “traidor”. Le dice: “Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del hombre?” (cfr. Gn 2, 2-3). Judas, que había sido llamado “amigo” por Jesús, en la Última Cena, junto a los otros discípulos, y que vuelve a ser llamado “amigo” en el Huerto de los Olivos, es un ejemplo de cómo se pervierte la verdadera amistad: vende la amistad de Cristo por treinta monedas de plata.

El amigo, por el PAD, se convierte en cómplice de perversiones, de fechorías, de vicios, de malas noches, de pésimas costumbres. Así, el amigo devenido en cómplice, incita a la borrachera, al adulterio, a la fornicación.

¿Cuáles son las consecuencias de vivir según el PAD?

La consecuencia más grave de la adopción del PAD como principio de vida no consiste principalmente en que el joven “da mal ejemplo”, “no cumple con sus deberes”, no es buen hijo”. Además de esto, lo más grave de todo es la pérdida de la gracia por parte del joven.

Cuando se considera qué es lo que nos concede la gracia, entonces se cae en la cuenta de cuán dañino es el PAD.

¿Cómo reconocer el PAD?

El PAD no se presenta nunca como lo que es, algo nefasto y dañino, sino como apariencia de bien: si se está de novio, no importa tanto la pureza; lo que importa es que “nos amamos y demostramos nuestro amor”; si se sale con los amigos, no importa tanto que bebamos sin control, “si lo que importa es que nos divirtamos y la pasemos bien”; si se conoce a alguien, no importa tanto si se respeta o no su persona, lo que importa es qué cosas puedo sacar en mi provecho; si se viven muchos años como esposos, no importa que nos separemos, “lo que importa es que cada uno sea feliz, y reconstruya su vida como quiera”.

El PAD nunca se presenta como algo malo, sino como si fuera algo bueno, y lleva, en todos los casos, a que el joven pierda la vida de la gracia. El PAD es como un veneno pestilente, que todo lo que toca lo convierte en ponzoña, o como un humo negro que, infiltrándose por debajo de una puerta cerrada, entra en una habitación y la cubre completamente con su negrura.

¿Qué es lo que nos hace perder el PAD?

El PAD nos hace perder el tesoro invalorable de la gracia: por la gracia nos unimos a Dios, de un modo sobrenatural y misterioso, íntimo y espiritual, mucho más íntimo y espiritual que la unión íntima y espiritual que se da entre los esposos de la tierra.

Por la gracia, somos convertidos en templos vivientes de Dios Espíritu Santo, y toda la Santísima Trinidad, las Tres Divinas Personas, vienen a morar en nuestras almas.

Por la gracia nos convertimos en algo más grande que todos los coros angélicos juntos: nos convertimos en hijos adoptivos de Dios, que reciben la misma filiación divina que recibió el Hijo Eterno del Padre, en la eternidad, cuando fue concebido en su seno “entre esplendores sagrados” (cfr. Sal 109).

Por la gracia nos volvemos un solo cuerpo y un solo espíritu con Cristo Dios[2].

El PAD entonces es como el “humo negro de Satanás”, denunciado por Pablo VI[1], que sube desde el infierno, desde su “cátedra de humo y fuego”, y provoca en las almas, en los corazones y en las mentes de los hombres, confusión y perversión.

Pero su presencia no debe amedrentarnos; su difusión por todo el mundo no debe hacernos perder, de ninguna manera, los dones de fortaleza y de piedad que hemos recibido del Espíritu Santo en el día de nuestra Confirmación. El hecho de que este Pensamiento Anticristiano esté hoy difundido por todo el mundo, debe servirnos de ocasión para pedir al Espíritu Santo para que encienda en nosotros el amor a Dios encarnado, Jesucristo.

Y el amor a Jesucristo nos llevará a oponer, a este humo negro, con la fortaleza y el amor del Espíritu Santo, el humo blanco del incienso, la oración y la adoración a Dios Uno y Trino.


[1] Alocución del 29 de junio de 1972.

[2] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of divine grace, TAN Books, Illinois 2000, 37.