sábado, 17 de diciembre de 2016

Qué significa para el joven cristiano servir en Caritas


         Para desentrañar el significado que tiene para un bautizado el servir en Caritas, es necesario recordar el origen de la palabra: “Cáritas” es un término que proviene del latín “Charitas”, se traduce en español como “Caridad” y significa “amor”. Pero, ¿de qué “amor” se trata? No se trata del mero amor humano, por cuanto el amor humano, aun siendo noble, es siempre limitado y está condicionado por nuestra naturaleza, por la concupiscencia y se deja llevar por las apariencias. El “amor” que se expresa con la palabra “Cáritas” y que por lo tanto define la labor de la institución dentro de la Iglesia, es otro amor, es el Amor de Dios. O, mejor aún, es “Dios, que es Amor”, como expresa San Juan en el Evangelio: “Deus Caritas est” (Dios es Amor)[1]”.
         Entonces, el término “Cáritas”, con el que se designa a una institución oficial de la Iglesia, revela el sentido y el objetivo de la institución, que es el de manifestar a Dios, que es Amor, al prójimo, principalmente el más necesitado. En el caso concreto de la institución Cáritas –a la cual podríamos traducirla como “Amor de Dios”-, la forma de manifestar este Amor de Dios, es por medio de la realización de obras de misericordia, principalmente corporales, como la de “vestir al desnudo”.
Ahora bien, si trabajamos en una institución de la Iglesia a la cual en vez de Cáritas podemos llamarla “Amor de Dios” y que tiene por función comunicar el Amor de Dios, esto significa que todos los miembros de la institución –al igual que toda la Iglesia-, deben estar animados, informados, compenetrados por el Amor de Dios, porque nadie puede dar lo que no tiene, y si no tengo en mi corazón el Amor de Dios, el Espíritu Santo, entonces no puedo dar a mi hermano el Amor de Dios, aun cuando cumpla un servicio en una institución que lleva por nombre “Amor de Dios”.
Es decir, si trabajo en Cáritas-Amor de Dios, para poder dar de ese Divino Amor al prójimo, debo tenerlo en el corazón, porque de lo contrario, no voy a poder dar de lo que no tengo. ¿Y de qué manera puedo tener el Espíritu Santo? ¿No es mucha pretensión de nuestra parte tener el Espíritu de Dios? Jesús mismo nos dice que debemos pedir el Espíritu Santo al Padre, y Él nos lo dará: “Si vosotros siendo malos, sabéis dar buenas dádivas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan?” (Lc 11, 13).
Sólo si tenemos el Espíritu Santo en nuestros corazones, podremos decir que verdaderamente trabajamos y servimos en Cáritas y al Espíritu Santo se lo pide por la oración, de lo que se sigue que quien trabaja en Cáritas, es el que más oración debe hacer, entre todos los miembros de la Iglesia. Por último, tenemos que recordar que en el corazón humano no hay lugar para el Espíritu Santo y el amor propio: o está el uno, o está el otro. El amor propio es muy fácil de reconocer: tengo amor propio si no soy capaz de perdonar; si guardo rencor ante las ofensas de mi prójimo; si no soy capaz de pedir perdón, cuando soy yo el que ofendo; si soy ligero para la crítica; si no tengo paciencia –una obra de misericordia es “soportar con paciencia los defectos del prójimo”-; si busco el reconocimiento de los hombres y no el de Dios; si tengo envidia; si tengo pereza; si doy lugar a las habladurías; si me dejo llevar por las habladurías; si en vez de concordia, soy sembrador de discordia y desunión; si devuelvo el mal con otro mal; etc.
Quien sirve en Cáritas, debe recordar que el nombre de la institución significa “Amor de Dios”, que debe dar de ese Amor de Dios a su prójimo, que para tener ese Amor hay que pedirlo y que para pedirlo hay que rezar, y que el himno de la caridad de San Pablo debe estar impreso a fuego en su mente y en su corazón y debe traducirlo por obras: “El amor (de Dios) es paciente, es bondadoso. El amor no es envidioso ni jactancioso ni orgulloso. No se comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor. El amor no se deleita en la maldad sino que se regocija con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor 13, 4-7). Quien no está dispuesto a vivir el himno de la caridad, es mejor que no trabaje en Cáritas. Pero, por otra parte, todos los cristianos estamos obligados a vivir el himno de la caridad. En Cáritas, tanto aquellos que dan, como los que reciben, tienen que tener en sus corazones "Cáritas", es decir, el Amor de Dios.




[1] 1 Jn 4, 8.

viernes, 16 de diciembre de 2016

En qué consiste la celebración de la Navidad


         Es necesario aclararlo, porque en nuestros días, caracterizados por una profunda oscuridad espiritual, se utiliza la fiesta de Navidad como si fuera una pantalla, para ocultar cosas que nada tienen que ver con la fiesta cristiana; es decir, se ha reemplazado la festividad propiamente navideña, por un “espíritu de Navidad” que, paradójicamente, nada tiene que ver con la Navidad.
Para saber en qué consiste la celebración de la Navidad, veamos primero en qué NO consiste: celebrar la Navidad no consiste en preparar comidas ricas, propias más de banquetes que de cenas familiares; no consiste en consumir grandes cantidades de alcohol; no consiste en programar salidas a “divertirse” una vez que se ha hecho el brindis, y mucho menos, si esas “diversiones” se basan en la satisfacción de bajas pasiones; no consiste en tirar fuegos de artificio mientras se brinda con champán, con sidra, o con vino y se comen turrones y garrapiñadas; tampoco consiste en deprimirnos porque ya no está entre nosotros un familiar, un pariente, un amigo a quien amábamos mucho y falleció; tampoco consiste en alegrarnos por lo opuesto, es decir, porque está tal o cual pariente, amigo o familiar, porque la Navidad no es una fiesta “familiar” en el sentido en que la familia sea el centro de la festividad. Mucho menos consiste en colocar imágenes de Papá Noel o Santa Claus, que es la figura desacralizada y paganizada de San Nicolás, un obispo santo, cristiano, pero que en sí mismo no se relaciona con la Navidad, y mucho menos es celebrar la Navidad festejando a Papá Noel; todo esto es una "Navidad mundana", que no tiene en el centro de la Navidad y el Dueño de la Navidad es el Niño Dios.
         Celebrar la Navidad es, precisamente, colocar en el centro del festejo y de la celebración al Niño Dios -luego de haber "desplazado" a Santa Claus-, pero tampoco basta con esto; no basta con armar el Pesebre y el Árbol de Navidad; se debe hacer eso, pero eso no basta.
         ¿En qué consiste entonces la celebración de la Navidad? Consiste en meditar acerca del hecho central de la Navidad, que es el Nacimiento –milagroso y virginal- de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres, siendo como niños por la gracia santificante, seamos como Dios por participación y, al final de nuestra vida terrena, entremos en el Reino de los cielos.
No se puede celebrar la Navidad en su verdadera esencia, si no se toma conciencia de para qué y por qué este Niño, que es Dios, ha venido a este mundo. Porque, en definitiva, celebramos el Nacimiento de un Niño, al cual los católicos le decimos “Dios” porque, en nuestra fe, es verdaderamente Dios, es la Segunda Persona de la Trinidad, Dios Hijo encarnado. Si respondemos a las preguntas de para qué y por qué vino Dios Hijo a nuestro mundo como Niño, entonces estaremos en condiciones de responder a la pregunta de en qué consiste la celebración de la Navidad.
¿Para qué vino el Niño Dios? Vino para liberarnos de tres grandes enemigos mortales de la raza humana: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Tal vez la esencia de la Navidad está en un brevísimo pasaje del Evangelio –el cántico de Zacarías- en donde se dice, refiriéndose al Mesías: “Nos visitará el sol que nace de lo alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79). El “Sol que nace de lo alto” no es otro que el Niño Dios, Cristo Jesús, cuya esencia divina es luminosa por sí misma, porque Dios, por el hecho de ser Dios, es Luz y Luz Viva, que comunica de su Vida divina a quien ilumina. Los que “somos iluminados y vivimos en oscuridad y tinieblas de muerte”, somos nosotros, los seres humanos, todos sin excepción, porque luego del pecado original, vivimos lejos de Dios, rodeados de las tinieblas del pecado, de la ignorancia, de la muerte, y también de las tinieblas vivientes, que son los demonios, y nadie, ni hombre ni ángel, puede librarnos de esas tinieblas. Pues bien, el Niño Dios ha venido a librarnos de estas tinieblas; se encarna en el seno virgen de María para tener un Cuerpo para ofrecer en sacrificio en la Cruz, y eso es lo que hará este Niño cuando, ya adulto, suba a la Cruz del Calvario para inmolarse por nuestra salvación.
Es esto lo que celebramos en Navidad: el nacimiento, en el tiempo y milagrosamente, de una Madre Virgen, de un Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, para que los hombres nos hagamos Dios por participación. Es esto lo que celebramos los católicos y para que celebremos y festejemos adecuadamente, la Santa Madre Iglesia nos organiza y prepara un banquete celestial, la Santa Misa, un banquete preparado por el Padre, en el que nos alimentamos con un manjar exquisito: Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios. 
Es por esto que la verdadera Fiesta de Navidad está en la Santa Misa de Nochebuena y el verdadero manjar con el que celebramos la Navidad está en la Santa Misa, porque la razón por la que el Niño Dios vino a esta tierra, es la de unirnos a orgánicamente a Él como miembros vivos de su Cuerpo, para que como miembros suyos seamos animados por su Amor, y este deseo de Dios de unirnos a Él se verifica en la Eucaristía, porque el mismo Dios que se encarnó en el seno virgen de María y nació en Belén, es el mismo Niño Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, de manera que la Comunión Eucarística –en gracia-, esto es, la unión con el Cuerpo glorioso del Niño Dios contenido en la Eucaristía, representa la consumación de la Navidad, al cumplirse así el objetivo por el cual vino Dios a este mundo como Niño, y es para unirnos a Él. Es por esto que decimos que la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena.
La alegría de la Navidad se deriva de la verdad de que Dios se ha hecho Niño y ha venido a nuestro mundo, por medio de la Madre de Dios, no solo para vencer definitivamente a nuestros enemigos mortales, el Demonio, el Pecado y la Muerte, sino que ha venido para adoptarnos como hijos por su gracia, para derramar su Espíritu por medio de su Sangre derramada en la Cruz y vertida en el cáliz, y para llevarnos con Él, al Reino de los cielos, una vez que finalice nuestra vida terrena.
En esto radica la alegría y la esencia de la celebración de la Navidad católica.


sábado, 10 de diciembre de 2016

El joven y la Acción de gracias a Dios


         Que un joven desee dar gracias a Dios, por el motivo que sea –con motivo de su cumpleaños, por un logro, por un don recibido-, es siempre loable y, además de ser un acto de justicia para con Dios, revela que esa alma es noble, pues el ser agradecidos para con Dios es siempre fruto de la nobleza de corazón.

         El modo más perfecto y agradable de dar gracias a Dios es por medio de la Santa Misa, puesto que en la Misa es Cristo mismo quien agradece al Padre por nosotros. Ahora bien, para que la acción de gracias sea más perfecta de nuestra parte, tiene que haber algo más que el solo deseo de dar gracias, y es el propósito del cambio de corazón, es decir, el propósito de desterrar del corazón todo lo que no pertenece a Dios, todo lo que desagrada a Dios y nos aparta de Él, que es la Verdad, la Bondad y el Amor Increados; es decir, debemos comprometernos a erradicar del corazón, así como se arranca de un jardín florido una planta venenosa, la mentira, la doblez de corazón, el engaño, porque todo eso pertenece al Padre de la mentira, el Demonio. Nada que sea malo puede estar en el corazón de un cristiano, como tampoco ningún ídolo, como el Gauchito Gil, la Difunta Correa, San La Muerte, o el amor al dinero, a las cosas materiales, a las pasiones desordenadas. Todas estas cosas deben ser eliminadas del corazón, y además este debe ser embellecido con la gracia santificante, para que así, de esa manera, nuestra acción de gracias, unida a la acción de gracias de Jesús en la Misa, sea perfecta.

martes, 6 de diciembre de 2016

Jesús es el Dios de la Eucaristía, no es un fantasma


         El mundo de hoy propone a los jóvenes caminos hacia lugares en donde Dios no se encuentra; el mundo de hoy propone vivir como si Dios no existiera; como si Jesús no fuera Dios Hijo hecho hombre y como si no hubiera venido a salvarnos de la eterna condenación y conducirnos a la vida eterna, en el Reino de los cielos; como si Jesús no hubiera dado su vida por todos y cada uno de nosotros en la cruz; como si Jesús no estuviera Presente en la Eucaristía.
         El mundo de hoy propone a los jóvenes, como modo de obtener la felicidad, adorar al  dinero, satisfacer las pasiones, vivir el presente, sin recordar el pasado y sin pensar en el futuro, sin pensar que esta vida se termina pronto y que luego comienza la vida eterna. El mundo de hoy propone a los jóvenes, como modelos de vida, a los ídolos del consumismo, del placer, del materialismo, del relativismo, del ateísmo, del gnosticismo, del ocultismo.
         Sin embargo, en nada de estas cosas mundanas que propone el mundo, está la felicidad que todo joven busca, porque en nada de estas cosas mundanas está Dios; en nada de estos lugares encontrarán los jóvenes otra cosa que no sea oscuridad y muerte, porque en esas cosas mundanas no está el Dios de la Vida, del Amor y de la Paz, Jesús de Nazareth. Sólo Jesús, porque es Dios, es el Único en grado de satisfacer plenamente los anhelos más profundos de paz, de alegría, de amor, que todo joven anhela. Fuera de Jesús, sólo hay oscuridad y muerte; unidos a Jesús, de Él recibimos luz divina y vida divina.
¿Cómo encontrar a Jesús, para recibir de Él lo que sólo Él puede darnos? Podemos encontrar a Jesús por la fe, por el amor y por los sacramentos, y para poder darnos una idea de cómo es esta relación entre Jesús y los jóvenes, podemos utilizar la figura de un niño no nacido en el vientre de la madre: el niño por nacer recibe de su madre todos los nutrientes que necesita para vivir y esto lo recibe por medio del cordón umbilical y de tal manera que, si por algún motivo el cordón umbilical deja de aportar los nutrientes, el niño muere. El cordón umbilical que une a los jóvenes con Jesucristo, son los sacramentos, especialmente, la Eucaristía y la Confesión sacramental, porque los sacramentos son, junto con la fe y el amor, los medios de unión del alma con Jesucristo. Para los jóvenes, y para todos los bautizados, es esencial, para la vida del espíritu, para tener una vida serena en medio de las tribulaciones, y sobre todo, para tener el Amor de Dios y la Vida de Dios en el alma, la unión con Jesucristo por medio de los sacramentos. Los sacramentos son, a la vida del alma, lo que el cordón umbilical al embrión que está en el seno materno: así como por el cordón umbilical le viene la vida al niño por nacer, así por los sacramentos viene la gracia, la vida divina, el Amor de Dios y la luz de Dios.

Queridos jóvenes, les decimos a ustedes lo que el Papa Juan Pablo II dijera a los jóvenes en una homilía: contemplen el Rostro de Cristo, que está en la Cruz y en la Eucaristía, y obtendrán de Él la luz, el Amor, la paz, la alegría de Dios. Jesús no es un fantasma, como una vez dijeron los discípulos; Jesús no es un revolucionario; Jesús no es un extraterrestre, como dicen las sectas de la Nueva Era; Jesús no es mero hombre, como dicen los evangelistas; Jesús no es un hombre bueno: Jesús es Dios y está en la Eucaristía; Jesús es el Dios de la Eucaristía, que está esperándolos en el sagrario para darles todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. 
Él conoce todas nuestras necesidades, materiales y espirituales, y puede solucionar todos los problemas y todas las tribulaciones, por graves que sean, y lo puede hacer en menos de un segundo; en un abrir y cerrar de ojos, Jesús puede y quiere cambiar nuestra vida, porque es Dios, pero Jesús quiere que vayamos a visitarlo en el sagrario, quiere que estemos con Él, que hablemos con Él y que lo escuchemos en el silencio, en lo más profundo del corazón. No hay ningún problema, por grave que sea, que Jesús Eucaristía no pueda solucionarlo, pero Jesús quiere que acudamos ante su Presencia en el sagrario, en la Eucaristía y que le hablemos, en el silencio de la oración, así como se habla a un padre, a una madre, a un hermano, al mejor amigo. Junto al Papa Juan Pablo II, les decimos: fuera de Jesús Eucaristía, sólo hay oscuridad y muerte; junto a Jesús Eucaristía, sólo hay Vida, Luz, Amor, Paz y Alegría celestial.

martes, 29 de noviembre de 2016

No miremos los ídolos mundanos, contemplemos a Cristo, en la Cruz y en la Eucaristía


(Homilía en ocasión de Santa Misa de Acción de gracias por el egreso de niños de una escuela primaria)

         El mundo de hoy ofrece múltiples ídolos a los jóvenes y estos ídolos son, por ejemplo, la fama, el dinero, el éxito, el poder, la belleza física, el tener abundantes bienes materiales, el “pasarla bien” sin hacer nada, etc. Todas estas cosas, son cosas falsas, porque prometen una felicidad que no tienen y que no pueden dar. Estas cosas son como los espejismos, es decir, una ilusión, algo que sólo existe en la imaginación, pero no en la realidad: por ejemplo, cuando uno va caminando por el desierto, bajo el sol, después de un tiempo y a causa del calor y la deshidratación empieza a ver visiones y así, por ejemplo, cree ver, a la distancia, un lago con agua fresca y árboles que dan sombra cuando en realidad no hay nada y así, el que ve un espejismo, corre detrás de ese espejismo y cuando llega, se encuentra con las manos vacías, y se queda todavía con más sed que antes. Esto es lo que sucede con las cosas materiales, con el dinero, el éxito, y todo lo que dijimos antes: son verdaderos espejismos que, cuando se los posee, no satisfacen la sed de felicidad que tiene el alma, y así el alma se queda peor que al principio.
         Todos los jóvenes, como todos los seres humanos, tienen sed de amor, de felicidad, de alegría, de paz, pero todo eso no lo dan los ídolos del mundo, como el dinero, el poder, la satisfacción de las pasiones. Sólo Jesucristo, el Cordero de Dios, el Hijo de Dios, puede colmar nuestra sed de felicidad, de amor, de paz, de alegría, porque Él es Dios, y sólo en Él se encuentra la felicidad que buscamos. Si intentamos ser felices fuera de Jesús, nunca lo vamos a conseguir; si intentamos tener alegría verdadera fuera de Jesús, nunca la vamos a obtener, porque el mundo no puede darnos lo que no tiene.
         Para entenderlo un poco mejor, usemos un poco la imaginación: imaginemos nuestro sistema solar: el sol, es la estrella luminosa que está en el centro, y los planetas giran a su alrededor; cuanto más cerca está un planeta del sol, tanto más recibe ese planeta aquello que el sol tiene y puede dar: luz, calor y vida, y al contrario, cuanto más lejos está el planeta, menos recibe del sol lo que éste le puede dar, y es así como los planetas más lejanos son oscuras, fríos y sin vida. Algo similar sucede entre nosotros y Jesús: Jesús es el “Sol de justicia”, alrededor del cual giran los planetas, que son las almas: cuanto más cerca estamos de Jesús Eucaristía, tanto más recibimos de Él lo que Él puede darnos, la luz de Dios, el amor de Dios, la alegría de Dios, la vida de Dios; y cuanto más nos alejamos, menos tenemos lo que sólo Él puede darnos.
         ¿Y dónde está Jesús? Jesús se encuentra en los sacramentos, sobre todo la Eucaristía y la Confesión, y también en la Cruz. Cuanto más nos acerquemos a la Eucaristía, a la Confesión y a la Cruz, tanto más vamos a recibir la Vida, la Alegría, el Amor y la Paz de Dios, y cuanto más nos alejemos, más rodeados estaremos de la oscuridad y sin la vida de Dios, es decir, fuera de Jesús, sólo encontraremos “oscuridad y muerte”, como les decía el Papa Juan Pablo II a los jóvenes en un discurso. No nos dejemos encandilar por los ídolos del mundo; no nos alejemos de Jesús Eucaristía, de la Confesión y de la Cruz, si queremos vivir en la paz, la alegría y el Amor de Dios.
              No cometan el mismo error que cometen la gran mayoría de niños y jóvenes de hoy, que es separarse de Jesús, y esto lo hacen cuando dejan de frecuentar los sacramentos y no hacen oración.


jueves, 24 de noviembre de 2016

Junto con la Misa, la mejor acción de gracias es ofrecer a Dios un corazón contrito y humillado


(Homilía en Santa Misa en acción de gracias por el ciclo lectivo de un colegio secundario y primario)

        Dar gracias a Dios es el acto más debido en nuestra relación con Dios, puesto que Dios nos colma, permanentemente, con toda clase de bienes: pensemos, sólo para dar unos ejemplos, en los dones y beneficios que Dios nos da, que comienzan por el solo hecho de poder respirar –efectivamente, si estamos vivos y respiramos, es porque Dios nos mantiene en el ser-, pasan por los beneficios materiales y espirituales de todo tipo –la inteligencia, la memoria, la voluntad-, hasta los dones sobrenaturales más grandes, como el haber sido adoptados como hijos por Dios, por medio del Bautismo, y habernos dado su Amor, el Espíritu Santo, en la Confirmación, o su Perdón en la Confesión, o el Corazón de su Hijo en cada Comunión Eucarística bien hecha. Es decir, a Dios siempre debemos darle gracias, porque todo lo bueno, absolutamente todo, viene de Dios, y si Dios permite que algo malo nos suceda, es porque con su omnipotencia, puede sacar algo bueno para nosotros; además, nunca permite más carga que la que podamos soportar, y si nos da una cruz, nos da la gracia más que suficiente para poder sobrellevarla. Dios nos colma permanentemente de dones y ser agradecidos es signo de un alma noble y de que reconocemos que de nuestro Padre Dios procede todo bien.
En este caso, le damos gracias por el año lectivo que finaliza, con todo lo que esto significa: tener la oportunidad de estudiar, porque muchos niños y jóvenes no la tienen; tener padres o encargados nuestros que se preocupan por nuestro futuro y nuestro progreso, tener profesores que nos enseñen; tener un establecimiento  adonde ir a estudiar; son todos dones que damos por descontados, pero que proceden todos de la bondad de Dios; le damos gracias por los amigos, y también por los que no lo son, porque así tenemos oportunidad de practicar el mandamiento de Jesús: "Ámense los unos a los otros, como yo los he amado". Al mismo tiempo que le encomendamos el año nuevo, con todo lo que la incerteza del futuro depara. La mejor acción de gracias que podemos dar a Dios es, precisamente, la Santa Misa, porque en la Santa Misa es Jesús mismo, en Persona, quien ofrece la acción de gracias a Dios Padre por nosotros y para nosotros.
         Dar gracias a Dios, entonces, por medio de la Santa Misa, es reconocer que Dios es nuestro Padre Bueno, que nos concede toda clase de bienes, desde el simple hecho de respirar, hasta el bien más grande, que es el Cuerpo Sacramentado de su Hijo Jesús en la Eucaristía.
         Pero además de ofrecer la Santa Misa en acción de gracias, hay algo más que podemos y debemos hacer, como parte de nuestra acción de gracias a Dios, y es ofrecerle nuestro propio corazón, pero no de cualquier manera, sino un corazón “contrito y humillado”, es decir, un corazón que se humilla ante su Presencia en la Eucaristía y ante su Cruz, y un corazón contrito –triturado, dolido-, por los pecados. Para hacer esto, es necesario tener aversión al pecado, que es todo lo malo que surge de nuestro propio corazón –malos pensamientos, malos deseos, malas obras, malas palabras-, porque todo lo malo nos separa de Dios, que es Bondad infinita.
         Entonces, en esta acción de gracias, además de ofrecer la Santa Misa, ofrezcamos a Dios Padre un corazón contrito –dolido por los pecados- y humillado –postrado ante Jesús crucificado-, como la mejor acción de gracias que podamos darle, junto con la Eucaristía.

Jesús es a los jóvenes lo que el sol al planeta tierra


         Egresar implica dejar atrás una etapa de la vida, de la adolescencia, a la juventud; implica cerrar una puerta y abrir otra; implica dejar de mirar para atrás, para comenzar a mirar hacia el horizonte, hacia los objetivos que, con mi libertad y mis capacidades, puedo llegar a cumplirlos. El cumplimiento de estos objetivos estará ligado, para algunos, con el estudio, para otros, con el trabajo, para otros, con el estudio y el trabajo. Lo que sí está claro es que ningún objetivo en la vida se obtiene sin esfuerzo y sacrificio, como también es cierto que lo que se obtiene con esfuerzo y sacrificio tiene un doble sabor a victoria.
         Ahora bien, los objetivos básicos para la auto-realización de un joven, están formados por un verdadero amor, primero de novios y luego conyugal, además de un trabajo digno, estable, que permita la manutención digna de la familia. Además del auxilio de los seres más cercanos, como la familia y los amigos, el joven cuenta con un auxilio extraordinario para la consecución de sus objetivos, y ese auxilio extraordinario es Jesús.
         Jesús, a pesar de lo que muchos creen, no es “un fantasma”, como dijeron los discípulos cuando lo vieron caminar sobre el agua (cfr. Mt 14, 23); no es una figura ideal, pero inexistente; no es un personaje del pasado; no es un revolucionario social; no es un hombre bueno ni santo: Jesús es Dios, es el Hombre-Dios, es Dios hecho hombre, sin dejar de ser Dios, y Jesús está, en el cielo, pero también está aquí, abajo, en la tierra, con nosotros, en la Eucaristía, esperando por nuestras visitas.
         El gran error de los jóvenes católicos de hoy es pensar, o que Jesús no existe, o que es un ser sin importancia, o que sus mandamientos no tienen sentido, y es así como los jóvenes católicos de hoy se separan, se apartan de Él y lo abandonan en el sagrario, y emprenden sus vidas sin Jesús y sin su gracia, y ése es el peor error que un joven puede cometer: pretender construir su vida y alcanzar sus objetivos y proyectos, sin Jesús. Ahora bien, el Jesús de los católicos, se une a nosotros por la fe, por el amor y por los sacramentos, de manera que quien abandona los sacramentos, abandona a Jesús, abandona a Dios y se aleja de Dios. Los sacramentos son como el cordón umbilical para el embrión que está en el seno materno: así como por el cordón umbilical le llegan los nutrientes, así también, al católico, por los sacramentos, le llega la gracia, que es la vida de Dios. Los sacramentos son también como los cables conectores que unen al astronauta con su nave espacial, cuando sale a hacer una caminata espacial: si se cortan esos cables, el astronauta se pierde irremediablemente en el espacio, y así sucede con el joven católico que se aleja de la Eucaristía y la Confesión.
         Por último, la relación entre Jesús y el joven, es como el sol con los planetas: cuanto más cerca está un planeta del sol, tanto más recibe, del sol, lo que el sol le puede dar: luz, calor y vida, y cuanto más lejos está el planeta del sol, más frío, oscuro y sin vida éste se encuentra; de la misma manera, así sucede con los jóvenes y Jesucristo en la Eucaristía: Jesús Eucaristía es el Sol divino que ilumina nuestras almas, y si nosotros nos acercamos a Él, por la Confesión y la Comunión, por la fe y el amor, tanto más recibiremos de Él lo que Él puede y quiere darnos: la luz de Dios, el amor de Dios, la alegría de Dios, la paz de Dios. Y si nos alejamos de Él, cuanto más lejos estemos de Él, más oscuros, tristes y sin vida de Dios estaremos. A diferencia de los planetas, que orbitan alrededor del solo en la órbita ya fijada y no pueden ni alejarse ni acercarse por sí mimos, nosotros sí podemos hacerlo, porque tenemos libertad y voluntad, de manera que libremente, o nos acercamos, o nos alejamos del Sol de justicia que es Jesús Eucaristía. Pero si nos alejamos, sólo encontraremos, fuera de Jesús Eucaristía, soledad, tristeza, oscuridad, vacío existencial y muerte.

         Si queremos, en la vida, cumplir nuestros objetivos y saciar nuestros deseos básicos de verdadera felicidad, paz, amor y justicia, no nos alejemos del Sol de justicia, Jesús Eucaristía.

martes, 22 de noviembre de 2016

Jesús no es un fantasma


(Homilía para niños de 6o grado que egresan)

         Una vez, los discípulos estaban en el mar, en la barca, cuando comenzó a cambiar el tiempo: las nubes se pusieron negras, como cuando hay tormenta; empezaron a caer rayos y se escuchaban fuertes truenos; el viento empezó a soplar con mucha fuerza, lo que hizo que las olas se hicieran cada vez más grandes. Como el viento soplaba cada vez más fuerte, las olas se volvían cada vez más altas y así empezaba a entrar mucha agua en la barca, y tanta, que parecía que se iban a hundir. Además de eso, el cielo estaba tan oscuro, por las nubes negras, que parecía que era de noche, cuando todavía era pleno día. Los discípulos, que estaban en la barca, se asustaron porque pensaban que iban a hundirse. En ese momento, cuando la tormenta estaba cada vez más fuerte y el día tan oscuro que parecía de noche, vieron a la distancia aparecer a Jesús, caminando sobre las aguas. Los discípulos, que ya estaban asustados por la tormenta, y a pesar de que conocían y amaban a Jesús, se asustaron todavía más, al verlo caminar por las aguas, y se pusieron a gritar: “¡Es un fantasma!” (Mt 14, 26). Jesús llegó a la barca y le dijo al viento: “¡Cállate!”, y el viento dejó de soplar en ese mismo instante; en consecuencia, las olas se calmaron y las nubes negras dieron paso al sol. En un solo segundo, Jesús hizo cambiar la situación, de un peligro real, a una paz y calma totales.

         Lo que le pasó a los discípulos fue real, y también nos puede pasar a nosotros, aunque no nos subamos a ninguna barca, porque la vida es muchas veces como el mar agitado por el viento: aparecen tribulaciones, problemas, angustias, situaciones dolorosas, y algunas veces, todo parece que está a punto de hundirse. Pero nosotros estamos en la Barca de Pedro, que es la Iglesia, y aunque el viento del mundo sople y sople fuerte, y aunque parezca que el sol no sale, porque los días se vuelven grises, Jesús siempre está, y Él no es un fantasma, y nosotros no tenemos que pensar en Jesús como si fuera un fantasma, como les pasó a los discípulos. Jesús es Dios, es el Hombre-Dios, y está en la Eucaristía, vivo, glorioso, resucitado, esperando que vayamos a visitarlo, a decirle que lo amamos y que queremos que siempre esté con nosotros. Y también como le sucedió a los discípulos, Jesús puede, en un segundo, solucionar todo aquello que nos preocupa, precisamente, porque no es un fantasma, sino Dios Hijo en Persona. No esperemos a que hayan tribulaciones y problemas para acudir a Jesús en el sagrario: vayamos a visitarlo, para que Él esté siempre con nosotros, en nuestro caminar en la vida hacia el cielo.

viernes, 18 de noviembre de 2016

Jóvenes egresados en Salud: tiempo de tratar con Cristo Paciente


Homilía para jóvenes egresados de una carrera relacionada con la Salud

El hecho de egresar comporta siempre un gran logro en la vida de un joven, por diversos motivos: significa el cumplimiento exitoso de una etapa de la vida; significa el inicio auspicioso de una nueva etapa, porque se cuenta con herramientas nuevas para afrontarla, como es el título de egresados; significa afianzarse uno mismo ante las dificultades, porque egresar es sinónimo de haber superado dificultades de todo tipo, que se presentan cuando se cursa una carrera; significa el perfeccionamiento de la persona, porque implica la adquisición de una perfección –el conocimiento en el área específica- que antes no se tenía, y por eso se es una mejor persona, porque el conocimiento, cuando es bueno y útil, siempre hace mejor a la persona; significa una esperanza no solo para la persona, sino para la sociedad, porque la sociedad cuenta con personas que están capacitadas, preparadas, para una tarea específica; significa también una oportunidad para encarar la etapa familiar, en el caso del joven, puesto que un título terciario, si bien no asegura, pero al menos aumenta mucho las posibilidades de obtener un buen trabajo, con el cual afrontar la formación de un matrimonio y una familia, según los planes de Dios.
Pero en el caso de los cristianos que egresan en una carrera que está relacionada con el campo de la salud, en donde se trata con personas y personas enfermas, hay un significado más importante, y es el hecho de tratar, precisamente, primero con seres humanos y, segundo, con seres humanos enfermos. ¿Por qué? Porque el cristiano debe ver, en todo prójimo, la misteriosa presencia de Cristo –el prójimo no es Cristo, pero Cristo está presente, misteriosamente, en todo prójimo- y, mucho más, si este prójimo está enfermo. El cristiano debe ver, en el paciente, en el enfermo, a Cristo, Divino Paciente, a Cristo, que por nosotros sufre, con amor y paciencia, su Pasión y su muerte en Cruz. Para el cristiano, el enfermo es el mismo Cristo y es por eso que lo debe atender así como si se estuviera atendiendo al mismo Cristo en Persona, recordando y llevando siempre, en la mente y en el corazón, las palabras que Jesús dirá al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final: “Estuve enfermo, y me visitasteis…” (Mt 25, 36). Jesús dice: “Me socorristeis”, lo cual quiere decir que todo lo que hacemos a nuestro prójimo, sea en el bien como en el mal, se lo hacemos al mismo Cristo en Persona, y que Cristo recompensa el bien hecho, como así también castiga el mal hecho al prójimo, en el que Él estaba presente, porque también dice: “Estuve enfermo y no me visitasteis…”.

Como vimos, egresar tiene muchos significados positivos en la vida de un joven, pero en la vida de un joven católico, tiene un significado más: significa comenzar a poner en práctica, si hasta ahora no se lo hizo, o perfeccionarlo, si se lo venía haciendo, el mandamiento de Jesús: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado”. Es decir, amar al prójimo, principalmente al enfermo, hasta la muerte de cruz.

miércoles, 16 de noviembre de 2016

¿Qué es el Adviento?


         Primero, podemos decir qué es lo que NO ES el Adviento: no es el tiempo de preparación psicológica para las fiestas de Navidad, por otro lado totalmente secularizadas; no es un mero “recuerdo” litúrgico vacío de contenido; no es una simple “memoria cíclica de la Iglesia”.
         Es verdad que en Adviento –que significa “venida” y que es la traducción latina del griego “epifanía”-, que comprende las cuatro semanas que preceden a la Navidad, constituye este período previo para la Navidad, pero significa algo mucho más que esto.
Ante todo, Adviento significa “venida”, que en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Jesucristo. “Adviento” está relacionado con la Venida de Jesucristo. ¿Con cuál de las Dos Venidas de Jesucristo? Con ambas, porque, por un lado, al ser un tiempo de preparación para la Navidad, es un tiempo en el que nos preparamos para su Primera Venida, como si no hubiera venido, aunque sabemos, obviamente, que ya vino por primera vez; por otro lado, es un tiempo para recordar y prepararnos que Jesucristo ha de venir por Segunda Vez al mundo, como Supremo Juez y Rey del universo, para juzgar a toda la humanidad.
Esta es la razón por la cual el tiempo de Adviento es un período litúrgico que nos invita a recordar el pasado –arrepentimiento de nuestros pecados-, nos impulsa a vivir el presente –vivir en gracia- y a preparar el futuro –prepararnos para la Segunda Venida del Señor-.
Es un tiempo de gran intensidad en la vida espiritual, puesto que debemos hacer un examen de conciencia para revisar cómo ha sido nuestra vida en relación con Dios, para corregir lo que se debe corregir, hacer una enmienda de vida y mirar la vida en la perspectiva del encuentro personal con el Señor que vino en la Primera Venida, que viene a nosotros en cada Eucaristía y que vendrá al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final. Por lo tanto, no es sólo un tiempo en el que podemos hacer un plan de vida para mejorar como personas, sino que es el tiempo para reflexionar acerca de cómo estamos viviendo nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, llamados a vivir en santidad y a heredar el Reino de los cielos.
Podemos decir que la finalidad espiritual del Adviento es triple, teniendo siempre presente que no se trata de meras disposiciones de orden psicológico o moral, ni siquiera espiritual, sino de una verdadera participación, por el misterio de la liturgia, al misterio del Hombre-Dios Jesucristo, Dios Hijo Encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía:
Recordar y celebrar litúrgicamente el pasado, es decir, su Primera Venida: Es por esto que celebramos, contemplamos y participamos, por la liturgia eucarística de la Santa Misa, del Nacimiento de Jesús en Belén. El Señor Jesús ya vino y nació en Belén, que significa “Casa de Pan”; fue su venida en la carne, oculto en su gloria, en la humildad y pobreza. Como Iglesia, no hacemos simple memoria psicológica, sino que participamos, en el misterio litúrgico, de su Primera Venida, en la humildad de nuestra carne. Por su Primera Venida, el Verbo de Dios se unió personalmente, hipostáticamente, a nuestra naturaleza humana, naciendo milagrosamente como Jesús de Nazareth, padeció la Pasión y resucitó el Domingo de su Resurrección. Un primer fin del Adviento es la conmemoración participativa de su Primera Venida y esa es la razón por la cual, en Adviento, nos ubicamos como Iglesia en los tiempos previos a su Primera Venida y nos colocamos en la disposición espiritual de quienes, en el Antiguo Testamento, esperaban la Llegada del Mesías.
Vivir el tiempo presente en el misterio de su Presencia entre nosotros, por medio de la gracia sacramental: Jesús ya vino en su Primera Venida, murió, resucitó y ascendió al cielo, pero al mismo tiempo, se quedó presente entre nosotros en la Eucaristía, para cumplir su promesa de estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Se trata de vivir esta realidad, la realidad de la Presencia misteriosa del Señor Jesús en la Eucaristía, que ya vino y ha de venir, y que nos da la vida nueva del Ser divino trinitario por la gracia santificante recibida en los sacramentos, sobre todo Penitencia y Comunión. En el presente, vivimos entonces en la vida de Jesús, que es la vida de la gracia del Hombre-Dios, que ya vino por Primera Vez, que ha de venir por Segunda Vez en la gloria y que adviene, llega, viene, a nuestras almas, en cada Comunión Eucarística. Es la actitud del siervo fiel y prudente que espera la llegada de su amo, imprevista, con la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, con las obras de la fe y en estado de gracia santificante.
Preparar nuestras almas para el futuro, para su Segunda Venida en la gloria, sea al fin de los tiempos, o bien cuando finalice nuestra vida terrena, porque el día de nuestra propia muerte será, para nosotros, el Día de nuestro Juicio Particular, que será un pequeño “Juicio Final en miniatura”: en el Adviento nos preparamos espiritualmente para la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la “majestad de su gloria”, cuando Nuestro Señor Jesucristo venga como Señor y como Juez de todas las naciones para premiar con el Cielo a los que han creído en Él y en consecuencia se hayan esforzado por cumplir sus Mandamientos, viviendo como hijos adoptivos de Dios, o bien para condenar en el Infierno a quienes, comportándose como el siervo malo de la parábola, que se dedicaba a embriagarse y golpear a los demás, hayan decidido, libremente, vivir apartados de Dios y su Ley de Amor.
Nuestro Señor Jesucristo habla varias veces, en el Evangelio, acerca de la Parusía, advirtiéndonos que “nadie sabe el día ni la hora” en la que sucederá y que ese día será “como un relámpago cruza de un extremo al otro del cielo”, por lo repentino e inesperado de su Segunda Venida. Por esta razón, la Iglesia nos invita en el Adviento a prepararnos espiritualmente para este momento, por medio del examen de conciencia, la penitencia y las buenas obras.

De esto podemos deducir claramente que la disposición espiritual del Adviento –la espera atenta y vigilante del Señor que llega- no se limita a las cuatro semanas previas a la Navidad, sino que debe convertirse en un hábito de vida que abarque todo el año y toda la vida del cristiano.

viernes, 4 de noviembre de 2016

La gracia es superior a los bienes de la naturaleza


Según la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, la gracia es infinitamente superior a todas las cosas naturales. Dice así san Agustín: “Según las palabras del Salvador, el cielo y la tierra pasarán, pero la salvación y la justicia de los elegidos permanecerán; los primeros contienen las obras de Dios, los segundos la imagen de Dios[1]. Enseña santo Tomás, ser cosa más notable conseguir que el pecador vuelva a la gracia que crear el cielo y la tierra[2]. La creación del mundo finaliza en creaturas; la gracia nos hace participar de la vida y de la naturaleza perfectísima e inmutable de Dios. Al crear el mundo, Dios hizo una para sí una morada; al dar al hombre un alma, llenó esta mansión de servidores; pero al darle su gracia, lo adoptó como hijo suyo muy amado, lo introdujo en su seno y le concedió la vida eterna.
         La gracia es superior a todos los bienes naturales porque procede de la naturaleza divina, no de ninguna naturaleza creada: es un bien sobrenatural, que no puede ser producido por ninguna creatura, ni siquiera por los ángeles más poderosos. Tanto es así, que los teólogos afirman que Dios, en su omnipotencia, no puede crear un ser al que le corresponda, por naturaleza, la gracia[3]: si existiera un ser así, ese ser no se distinguiría de Dios y sería Dios mismo.
         También la Iglesia lo afirma con mucha firmeza[4]: ningún ser creado, esto es, ningún hombre, ningún ángel, ninguna criatura lleva en sí el germen de la gracia, porque no puede, de ninguna manera, la naturaleza creada, producirla por sí misma. Afirma San Agustín[5] que la naturaleza se refiere a la gracia como la materia inanimada al principio de vida: es decir, la materia, que es en sí misma inanimada y muerta, no puede darse a sí misma la vida, porque esto es imposible, y la única manera en que la materia pueda tener vida, es que la reciba de un ser viviente. De la misma manera, el hombre, que es criatura racional, no posee la gracia por sí mismo, ni tampoco la puede adquirir por sus propios méritos, ni por ninguna actividad que haga puede producirla: la única manera, absolutamente, en la que el hombre pueda obtener la gracia, es que Dios, por su infinita bondad y misericordia, se la otorgue, envolviendo la naturaleza humana en su virtud divina.
Llegados a este punto, nos preguntamos: ¿cómo será la magnitud de este bien, la gracia divina, que nos viene por los sacramentos, que es superior, por lejos, a la naturaleza, el poder y los méritos de los mismos ángeles?[6].
Un hombre piadoso e instruido afirmaba que todas las cosas visibles están infinitamente por debajo del hombre, y esto en virtud de su condición de ser animal Racional, esto es, de estar dotado de un alma espiritual, capaz de pensar y amar; en el mismo sentido, a su vez, San Juan Crisóstomo afirmaba que nada en el mundo es comparable al hombre. Ahora bien, si el hombre es superior al mundo creado y el ángel es superior al hombre, el hombre en gracia, es decir, el justo, es superior al alma y a los ángeles: mientras Santo Tomás afirma que la gracia tiene más valor que el alma, San Agustín decía que prefería ser justo y santo –es decir, poseedor de la naturaleza divina por la gracia-que hombre –solamente poseedor del alma humana- o ángel –solamente poseedor de la naturaleza angélica[7]. Un hombre justo, un hombre en gracia, es superior no solo al mero hombre creado, sino a los mismos ángeles, incluidos los más poderosos de ellos.
La gracia no es otra cosa sino la luz sobrenatural que desde la profundidad de la divinidad se expande sobre la criatura racional y es por eso que supera todas las cosas creadas así como Dios mismo las supera.
Veamos un ejemplo, para darnos cuenta de esta superioridad: el sol y su luz son inseparables; el sol, en cuanto estrella, por su magnitud y por su potencia energética, es mucho más grande que la tierra, y si lo es el sol, lo es también su luz, que de él procede, y sin la cual, la tierra sería oscura, fría y no tendría vida creada en ella. Con la gracia santificante, que se nos concede por los sacramentos y fue obtenida para nosotros por el Hombre-Dios Jesucristo, sucede algo similar: nuestra naturaleza humana es como la tierra –oscura, fría, sin vida divina- que recibe los rayos –la gracia- del sol divino –Jesucristo, el Hombre-Dios, Sol de justicia-, y estos rayos de gracia, penetrando en nuestra naturaleza, la llenan de la gloria de Dios, así como los rayos del sol, penetrando en la atmósfera terrestre, llenan la tierra de luz.
Pero el ejemplo es escaso en relación a la realidad, porque por la gracia poseemos a Dios –así como la tierra, por la luz del sol, se puede decir que posee al sol-, pero Dios es infinitamente más perfecto que todas las perfecciones de la vida divina que nos da la gracia; de igual manera, la gracia es infinitamente más preciosa que todos los bienes creados, porque nos hace poseer, no solo a las perfecciones de Dios, sino a Dios mismo.
De la gracia se puede afirmar lo que de la Sabiduría se afirma en la Escritura: “Ella es superior a los tesoros más preciosos; ninguna cosa, por apetecible que sea, puede comparársele”[8]. Parafraseando a la Escritura, podemos decir: “La gracia es superior a los tesoros más preciosos que jamás puedan encontrarse en la tierra; ningún bien creado, por valioso que sea, se puede comparar a la más pequeña gracia”.
Al reflexionar en el tesoro inapreciable de la gracia, elevemos la mirada del alma hacia ella, para que la gracia de Jesús sea nuestro tesoro y así nuestros corazones estén allí anclados, según las palabras de Jesús: “Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6, 21). La gracia es un tesoro tan inapreciablemente grande, que es digna de ser buscada por encima de todos los bienes terrenos de este mundo: el oro, la plata, el poder, la fama, la sabiduría mundana; todas estas cosas, valiosas a los ojos de los hombres, son igual a polvo y ceniza, comparadas con la más pequeña gracia santificante; serían lo que un poco de barro comparado con el diamante más precioso.
Solo la gracia, aún si no tuviéramos ni un centavo en el bolsillo, nos haría los hombres más ricos del mundo, más ricos que los magnates y reyes de este mundo, porque poseemos aquello que sólo Dios puede darnos, y que es la participación a su vida divina.
Dice el salmo: “La misericordia de Dios se extiende sobre todas las criaturas”[9],y la Iglesia reza así en su oración: “… Oh Dios, que manifiestas tu poder singularmente al perdonarnos y al usar de misericordia”.
¡Seamos entonces agradecidos para con Dios por semejante don! Le agradezcamos el no solo habernos creado de la nada, sino el habernos ensalzado por encima de los más grandes ángeles, por medio de la gracia santificante. Como canta el Salmista, “todas las cosas las ha puesto bajo nuestros pies, las ovejas y los bueyes, las aves del cielo y los peces del mar”[10]. Exclamemos con el salmista: “¿Quién es el hombre para que lo recuerdes y el hijo del hombre para que lo visites?”[11]. ¡Cuánto más debemos agradecerle los tesoros sobrenaturales de la gracia y guardarlos con el más extremo celo! Deberíamos ser capaces de preferir perder la vida terrena, antes que perder la gracia santificante.
Con mucha razón, un gran teólogo como el Cardenal Cayetano, asegura que no debemos perder de vista los castigos reservados para los que desprecian la gracia. Ese castigo es el que está prefigurado en el hombre –todo bautizado- invitado a las bodas –el Reino de los cielos-, pero que por no tener el traje de bodas –la gracia- es echado fuera, a las tinieblas –el infierno-. Ese hombre representa al cristiano que, habiendo sido invitado al Banquete celestial, la Santa Misa, prefiere sus propios intereses o goces, pecaminosos y perversos en su gran mayoría. Cuando esto hacemos, somos ingratos, necios, atolondrados, incapaces de apreciar tan grande don que nos hace nuestro Rey, Dios Padre, Domingo a Domingo. Cedemos a la invitación del Demonio y del mundo, que con sus placeres falsos y viles nos atraen, nos engañan y logran que despreciemos el Banquete que Dios nos ofrece: Carne del Cordero de Dios, Pan Vivo bajado del cielo y Vino de la Alianza Nueva y Eterna. El Demonio nos da cosas viles y bajas, en un todo inferiores a lo que nos da Dios; es como quedarnos con espejitos de colores, cuando en realidad podemos tomar el oro, la plata y todos los diamantes y piedras preciosas del mundo. Es esto último lo que nos da Dios –hablando metafóricamente- cuando nos da la Eucaristía dominical, y movido sólo por su Amor infinito hacia nosotros. En cambio, el Demonio, movido por su odio a Dios y al hombre, su imagen, nos da cosas inútiles para la vida eterna, que consiguen su propósito que es desplazar al Dios de la Eucaristía de nuestros corazones. Se necesita haber perdido la cabeza –es lo que nos sucede con frecuencia- para aceptar la moneda falsa del Demonio, en vez la piedra preciosa que nos ofrece Dios.
Toda vez que desaprovechamos negligentemente la Misa y la Eucaristía, eso constituye para nosotros una pérdida incalculable, de la cual nos daremos cuenta en la otra vida, pero ya será tarde para remediarlo.
Si a un avaro le fuera concedido ganar, a través de un ayuno o una oración, una montaña inmensa de oro y plata, no dudaría un instante en hacerlo. ¿Por qué entonces no apreciamos el tesoro infinito que es cada Eucaristía, y la despreciamos tan fácilmente, siendo como es, que la Eucaristía supera de modo inimaginablemente mayor a todo el oro y la plata del mundo, porque es Dios en Persona oculto en apariencia de pan? Bastaría un suspiro, una lágrima, una buena resolución, un deseo piadoso, la sola invocación de Cristo, un gesto de amor, una súplica. Quién nos diera el imprimir bien profundamente en nuestro corazón las maravillas de la gracia, el repetir con una convicción profunda y viva estas palabras de un piadoso doctor: La gracia es la soberana y la reina de la naturaleza.




[1] Serm. 62, n. 2; 65, n. 3; 156, n. 6. In ps. 70, enarr. 2, n. 3; De Genesi ad lit., l. X, c. 6, n. 10.
[2] S. Th., I, II, q. 113, a. 9.
[3] Por ejemplo, SUÁREZ, De divina substantia, l. II, c. 9.
[4] San Celestino I, De gratia Dei indiculus, Segundo concilio de Orange. Concilio de Trento.
[5] San Agustín, De civit. Dei, l. XII, c. 9. Santo Tomás, I, q. 62, a. 2.
[6] LESSIUS, De div. Perf., l. 1, c. 1.
[7] Serm. 15. De verbis Apostoli.
[8] Proverbios, VIII, 2.
[9] Salmo, CXLIV, 9.
[10] Salmo VIII, 7-9.
[11] Salmo VIII, 5. X

viernes, 28 de octubre de 2016

Qué es la gracia, fuente de la vida nueva del joven cristiano


         Para tratar de comprender qué es la gracia, imaginemos primero a un santo, de entre todos los santos de la Iglesia. Imaginemos ese santo antes de conocer a Jesús y recibir su gracia. Con toda seguridad, los santos, antes de la gracia, eran seres comunes y corrientes y, muchos de ellos, agresivos y violentos. Pensemos, por ejemplo, en Saulo de Tarso: perseguía a los cristianos, los hacía encarcelar con falsedades, y aprobaba su muerte, como sucedió con San Esteban proto-mártir. Cuando reciben la gracia de Jesús, cambian radicalmente y se vuelven una imitación viviente de Jesús.
         ¿Por qué? Porque la gracia no solo quita el pecado, sino que les concede una vida nueva al hacerlos participar de la vida misma del Ser divino trinitario. La gracia “endiosa” al hombre, por así decirlo, y lo hace capaz de pensar, amar y obrar como lo hace Dios Trino. No es que la gracia “amplifica” el alma humana, potenciando sus capacidades: da una nueva capacidad, una nueva virtud, que es la capacidad y la virtud de Dios Trino.
         ¿Qué es la gracia? Es una “efusión del amor divino, que levanta a la creatura a la participación de la vida y dicha de Dios, que las divinas Personas poseen en el Espíritu Santo”[1]. La gracia es la “elevación de nuestra naturaleza”[2] a la participación en la naturaleza divina. Según un autor, la gracia es “un destello de la bondad divina que, viniendo al alma, la llena, hasta sus profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el mismo ojo de Dios; (el alma que la recibe) se convierte en objeto de su amor y se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de su vida, de su gloria y  recibe en herencia el reino de su felicidad eterna”[3].
         Estas palabras, que intentan describir la gracia, exceden el alcance de nuestra razón y no debe extrañarnos de que no seamos capaces de formarnos una idea acerca de estos bienes celestiales, pues aun los ángeles, apenas pueden apreciar su valor. Siendo la gracia un bien tan inmensamente grande, los ángeles se asombran por nuestra incapacidad y sobre todo por nuestra locura, cuando por el pecado perdemos esta dignidad celestial –que nos hace más grandes que los ángeles, porque nos convierte en hijos adoptivos de Dios-, rebajándonos, desde una altura superior a los ángeles, a un abismo más profundo que el de las bestias y aún de los mismos demonios. Los ángeles se asombran por nuestro endurecimiento, por nuestra ceguera y por nuestra insensatez, que nos hace perder la gracia por algo tan insignificante y bajo como el pecado.
         Enseña Santo Tomás[4] que el mundo y todo lo que contiene, tiene menos valor que un solo hombre en estado de gracia. San Agustín dice que el cielo y todos los coros angélicos no pueden comparársele. El hombre debiera estar más agradecido a Dios por la menor gracia recibida que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el dominio de los mundos animales.
         La gracia aventaja a todos los bienes terrenos, y sin embargo, se prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea con los más abominables; se burla y se juega con ella. Pensemos en la gracia que se pierde al no asistir, por pereza, a la Santa Misa dominical, a la cual se intercambia por un partido de fútbol, o por una tarde de descanso.
         Sin embargo, los hombres –los católicos- no se avergüenzan, ni experimentan remordimiento alguno, por tan dolorosa pérdida, ni de sacrificar, tan ligeramente, esta plenitud de bienes tan grandiosos. Los hombres prefieren una mirada impura, antes de la gracia de Dios; prefieren una mentira, antes que la gracia de Dios; prefieren un placer terreno, antes que la gracia de Dios, vendiendo así su primogenitura, su condición de hijos adoptivos de Dios, por una nada, por un plato de lentejas, de modo similar a Esaú. Por esto dice el profeta Jeremías: “Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en duelo”[5].
         ¿Qué pensaríamos de alguien que, llevado por su temeridad e insensatez, para procurarse un breve y oscuro deleite, hiciera apagar el sol, decretara la caída de las estrellas e introdujera el caos y la oscuridad en el universo? ¿Habría alguien capaz de sacrificar el mundo y el universo, por capricho o codicia? Si alguien así sería considerado necio e insensato, ¡cuánto más el católico que, por no luchar contra sus pasiones, por no privarse de un deleite prohibido, desprecia la gracia, cuya pérdida es incomparablemente más trágica que lo anteriormente mencionado! Y tanto más, cuanto que este desprecio de la gracia se hace con tanta facilidad, frialdad y frecuencia, sin que a nadie se le mueva un pelo por haber cometido un pecado mortal y haber arrojado al suelo la corona de la gracia. Esto acontece a diario, a cada instante y en muchísimos hombres, siendo poquísimos los que se esfuerzan y ponen todos los medios a su alcance, naturales –alejarse de las ocasiones próximas-, como sobrenaturales –rezar el Rosario, pidiendo la gracia de no caer, o pedir la gracia de morir antes de cometer un pecado mortal-; muchos menos son los que se entristecen o lloran por esta pérdida.
         Cuando sucede una catástrofe natural, como un terremoto, un tsunami, una epidemia, o aun cuando se sacrifican inútilmente los animales, como en las cacerías. Nos lamentamos por banalidades, como cuando pierde un equipo de fútbol, o la Selección, o cuando la economía no va bien. Sin embargo, cuando se produce algo mucho más terrible y triste, que se repite a diario, como lo es la pérdida de la gracia –y el paso consecuente del alma al estado de pecado mortal, con lo cual se encuentra en estado de eterna condenación- en tantos cientos de miles de hombres, no parece producirnos el más pequeño interés.
         Salta a la vista que amamos poco o nada nuestra verdadera dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los tesoros que nos ofrece. Obramos como los israelitas a quienes Dios quería sacar de la esclavitud de Egipto para llevarlos a la Ciudad Santa, la tierra que manaba leche y miel. En vez de la santidad divina, le dieron la espalda, lo rechazaron, y añoraron “las ollas de carne de Egipto”: aquí están representados los católicos que, ante el llamado de vivir en gracia, prefieren los deleites prohibidos del pecado.
         La causa es que por los sentidos y por el juicio erróneo, nos formamos una idea equivocada acerca del verdadero bien e invertimos las cosas: pensamos que seremos felices poseyendo los bienes de la tierra y dando satisfacción a cuanta pasión desordenada se presente en nuestro corazón, sin darnos cuenta que los verdaderos y únicos bienes son los celestiales, los cuales comenzamos a obtenerlos ya en esta vida, por la gracia santificante.
         Consideremos los dos extremos y comencemos a reparar nuestro error y coloquemos en su verdadero estado la escala de bienes y valores: cuanto más apreciemos los bienes celestiales, más despreciaremos los bienes terrenos y materiales. Dice San Juan Crisóstomo: “Aquel que venera y alaba la gracia la guardará y vigilará celosamente”[6].
         Comencemos, entonces, con la ayuda de Dios, la “alabanza de la gloria de su gracia” (Ef 1, 6).
         Pidámosle así a Nuestra Madre del cielo, la Virgen: “Santa Madre de Dios, Madre de la Divina Gracia, haz que pueda mostrar a los hombres, convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los cuales ofreciste a tu Divino Hijo”.





[1] Scheeben, Los misterios del cristianismo, 118ss.
[2] Cfr. ibidem, 617.
[3] Cfr. Matthias Joseph Scheeben, Las maravillas de la gracia divina, 29.
[4] Suma Teológica, I, II. q. 113, a. 9 ad. 2.
[5] 11, 12.
[6] In Ephes., Homil. 1, c. 3.