Para tratar de comprender qué es la gracia, imaginemos
primero a un santo, de entre todos los santos de la Iglesia. Imaginemos ese
santo antes de conocer a Jesús y recibir su gracia. Con toda seguridad, los
santos, antes de la gracia, eran seres comunes y corrientes y, muchos de ellos,
agresivos y violentos. Pensemos, por ejemplo, en Saulo de Tarso: perseguía a
los cristianos, los hacía encarcelar con falsedades, y aprobaba su muerte, como
sucedió con San Esteban proto-mártir. Cuando reciben la gracia de Jesús,
cambian radicalmente y se vuelven una imitación viviente de Jesús.
¿Por qué? Porque la gracia no solo quita el pecado, sino que
les concede una vida nueva al hacerlos participar de la vida misma del Ser
divino trinitario. La gracia “endiosa” al hombre, por así decirlo, y lo hace
capaz de pensar, amar y obrar como lo hace Dios Trino. No es que la gracia
“amplifica” el alma humana, potenciando sus capacidades: da una nueva
capacidad, una nueva virtud, que es la capacidad y la virtud de Dios Trino.
¿Qué es la gracia? Es una “efusión del amor divino, que
levanta a la creatura a la participación de la vida y dicha de Dios, que las
divinas Personas poseen en el Espíritu Santo”[1].
La gracia es la “elevación de nuestra naturaleza”[2] a
la participación en la naturaleza divina. Según un autor, la gracia es “un
destello de la bondad divina que, viniendo al alma, la llena, hasta sus
profundidades, de una luz tan dulce y a la vez tan potente que embelesa el
mismo ojo de Dios; (el alma que la recibe) se convierte en objeto de su amor y
se ve adoptada como esposa y como hija, para ser finalmente elevada, sobre
todas las posibilidades de la naturaleza. De esta suerte, en el seno del Padre
celestial, junto al Hijo divino, participa el alma de la naturaleza divina, de
su vida, de su gloria y recibe en
herencia el reino de su felicidad eterna”[3].
Estas palabras, que intentan describir la gracia, exceden el
alcance de nuestra razón y no debe extrañarnos de que no seamos capaces de
formarnos una idea acerca de estos bienes celestiales, pues aun los ángeles,
apenas pueden apreciar su valor. Siendo la gracia un bien tan inmensamente
grande, los ángeles se asombran por nuestra incapacidad y sobre todo por
nuestra locura, cuando por el pecado perdemos esta dignidad celestial –que nos
hace más grandes que los ángeles, porque nos convierte en hijos adoptivos de
Dios-, rebajándonos, desde una altura superior a los ángeles, a un abismo más
profundo que el de las bestias y aún de los mismos demonios. Los ángeles se
asombran por nuestro endurecimiento, por nuestra ceguera y por nuestra
insensatez, que nos hace perder la gracia por algo tan insignificante y bajo
como el pecado.
Enseña Santo Tomás[4]
que el mundo y todo lo que contiene, tiene menos valor que un solo hombre en
estado de gracia. San Agustín dice que el cielo y todos los coros angélicos no
pueden comparársele. El hombre debiera estar más agradecido a Dios por la menor
gracia recibida que si recibiera la perfección de los espíritus puros o el
dominio de los mundos animales.
La gracia aventaja a todos los bienes terrenos, y sin
embargo, se prefiere cualquiera de estos bienes y se la canjea con los más
abominables; se burla y se juega con ella. Pensemos en la gracia que se pierde
al no asistir, por pereza, a la Santa Misa dominical, a la cual se intercambia
por un partido de fútbol, o por una tarde de descanso.
Sin embargo, los hombres –los católicos- no se avergüenzan,
ni experimentan remordimiento alguno, por tan dolorosa pérdida, ni de
sacrificar, tan ligeramente, esta plenitud de bienes tan grandiosos. Los hombres
prefieren una mirada impura, antes de la gracia de Dios; prefieren una mentira,
antes que la gracia de Dios; prefieren un placer terreno, antes que la gracia
de Dios, vendiendo así su primogenitura, su condición de hijos adoptivos de
Dios, por una nada, por un plato de lentejas, de modo similar a Esaú. Por esto
dice el profeta Jeremías: “Asombraos, cielos; puertas del empíreo, declaraos en
duelo”[5].
¿Qué pensaríamos de alguien que, llevado por su temeridad e
insensatez, para procurarse un breve y oscuro deleite, hiciera apagar el sol,
decretara la caída de las estrellas e introdujera el caos y la oscuridad en el
universo? ¿Habría alguien capaz de sacrificar el mundo y el universo, por
capricho o codicia? Si alguien así sería considerado necio e insensato, ¡cuánto
más el católico que, por no luchar contra sus pasiones, por no privarse de un
deleite prohibido, desprecia la gracia, cuya pérdida es incomparablemente más
trágica que lo anteriormente mencionado! Y tanto más, cuanto que este desprecio
de la gracia se hace con tanta facilidad, frialdad y frecuencia, sin que a
nadie se le mueva un pelo por haber cometido un pecado mortal y haber arrojado
al suelo la corona de la gracia. Esto acontece a diario, a cada instante y en
muchísimos hombres, siendo poquísimos los que se esfuerzan y ponen todos los
medios a su alcance, naturales –alejarse de las ocasiones próximas-, como
sobrenaturales –rezar el Rosario, pidiendo la gracia de no caer, o pedir la
gracia de morir antes de cometer un pecado mortal-; muchos menos son los que se
entristecen o lloran por esta pérdida.
Cuando sucede una catástrofe natural, como un terremoto, un
tsunami, una epidemia, o aun cuando se sacrifican inútilmente los animales,
como en las cacerías. Nos lamentamos por banalidades, como cuando pierde un
equipo de fútbol, o la Selección, o cuando la economía no va bien. Sin embargo,
cuando se produce algo mucho más terrible y triste, que se repite a diario,
como lo es la pérdida de la gracia –y el paso consecuente del alma al estado de
pecado mortal, con lo cual se encuentra en estado de eterna condenación- en
tantos cientos de miles de hombres, no parece producirnos el más pequeño
interés.
Salta a la vista que amamos poco o nada nuestra verdadera
dicha y que apenas reconocemos el amor infinito con que Dios nos previene y los
tesoros que nos ofrece. Obramos como los israelitas a quienes Dios quería sacar
de la esclavitud de Egipto para llevarlos a la Ciudad Santa, la tierra que
manaba leche y miel. En vez de la santidad divina, le dieron la espalda, lo
rechazaron, y añoraron “las ollas de carne de Egipto”: aquí están representados
los católicos que, ante el llamado de vivir en gracia, prefieren los deleites
prohibidos del pecado.
La causa es que por los sentidos y por el juicio erróneo,
nos formamos una idea equivocada acerca del verdadero bien e invertimos las
cosas: pensamos que seremos felices poseyendo los bienes de la tierra y dando
satisfacción a cuanta pasión desordenada se presente en nuestro corazón, sin
darnos cuenta que los verdaderos y únicos bienes son los celestiales, los
cuales comenzamos a obtenerlos ya en esta vida, por la gracia santificante.
Consideremos los dos extremos y comencemos a reparar nuestro
error y coloquemos en su verdadero estado la escala de bienes y valores: cuanto
más apreciemos los bienes celestiales, más despreciaremos los bienes terrenos y
materiales. Dice San Juan Crisóstomo: “Aquel que venera y alaba la gracia la
guardará y vigilará celosamente”[6].
Comencemos, entonces, con la ayuda de Dios, la “alabanza de
la gloria de su gracia” (Ef 1, 6).
Pidámosle así a Nuestra Madre del cielo, la Virgen: “Santa
Madre de Dios, Madre de la Divina Gracia, haz que pueda mostrar a los hombres,
convertidos por la gracia en hijos de Dios e hijos tuyos, los tesoros por los
cuales ofreciste a tu Divino Hijo”.
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