Según
la Tradición, la Escritura y el Magisterio de la Iglesia, la gracia es
infinitamente superior a todas las cosas naturales. Dice así san Agustín:
“Según las palabras del Salvador, el cielo y la tierra pasarán, pero la
salvación y la justicia de los elegidos permanecerán; los primeros contienen
las obras de Dios, los segundos la imagen de Dios[1].
Enseña santo Tomás, ser cosa más notable conseguir que el pecador vuelva a la
gracia que crear el cielo y la tierra[2]. La
creación del mundo finaliza en creaturas; la gracia nos hace participar de la
vida y de la naturaleza perfectísima e inmutable de Dios. Al crear el mundo,
Dios hizo una para sí una morada; al dar al hombre un alma, llenó esta mansión
de servidores; pero al darle su gracia, lo adoptó como hijo suyo muy amado, lo
introdujo en su seno y le concedió la vida eterna.
La gracia es superior a todos los bienes naturales porque procede
de la naturaleza divina, no de ninguna naturaleza creada: es un bien
sobrenatural, que no puede ser producido por ninguna creatura, ni siquiera por
los ángeles más poderosos. Tanto es así, que los teólogos afirman que Dios, en
su omnipotencia, no puede crear un ser al que le corresponda, por naturaleza,
la gracia[3]:
si existiera un ser así, ese ser no se distinguiría de Dios y sería Dios mismo.
También la Iglesia lo afirma con mucha firmeza[4]: ningún
ser creado, esto es, ningún hombre, ningún ángel, ninguna criatura lleva en sí
el germen de la gracia, porque no puede, de ninguna manera, la naturaleza
creada, producirla por sí misma. Afirma San Agustín[5]
que la naturaleza se refiere a la gracia como la materia inanimada al principio
de vida: es decir, la materia, que es en sí misma inanimada y muerta, no puede
darse a sí misma la vida, porque esto es imposible, y la única manera en que la
materia pueda tener vida, es que la reciba de un ser viviente. De la misma
manera, el hombre, que es criatura racional, no posee la gracia por sí mismo,
ni tampoco la puede adquirir por sus propios méritos, ni por ninguna actividad
que haga puede producirla: la única manera, absolutamente, en la que el hombre
pueda obtener la gracia, es que Dios, por su infinita bondad y misericordia, se
la otorgue, envolviendo la naturaleza humana en su virtud divina.
Llegados
a este punto, nos preguntamos: ¿cómo será la magnitud de este bien, la gracia
divina, que nos viene por los sacramentos, que es superior, por lejos, a la
naturaleza, el poder y los méritos de los mismos ángeles?[6].
Un
hombre piadoso e instruido afirmaba que todas las cosas visibles están
infinitamente por debajo del hombre, y esto en virtud de su condición de ser
animal Racional, esto es, de estar dotado de un alma espiritual, capaz de
pensar y amar; en el mismo sentido, a su vez, San Juan Crisóstomo afirmaba que
nada en el mundo es comparable al hombre. Ahora bien, si el hombre es superior al
mundo creado y el ángel es superior al hombre, el hombre en gracia, es decir,
el justo, es superior al alma y a los ángeles: mientras Santo Tomás afirma que
la gracia tiene más valor que el alma, San Agustín decía que prefería ser justo
y santo –es decir, poseedor de la naturaleza divina por la gracia-que hombre –solamente
poseedor del alma humana- o ángel –solamente poseedor de la naturaleza angélica[7]. Un
hombre justo, un hombre en gracia, es superior no solo al mero hombre creado,
sino a los mismos ángeles, incluidos los más poderosos de ellos.
La
gracia no es otra cosa sino la luz sobrenatural que desde la profundidad de la
divinidad se expande sobre la criatura racional y es por eso que supera todas
las cosas creadas así como Dios mismo las supera.
Veamos
un ejemplo, para darnos cuenta de esta superioridad: el sol y su luz son
inseparables; el sol, en cuanto estrella, por su magnitud y por su potencia
energética, es mucho más grande que la tierra, y si lo es el sol, lo es también
su luz, que de él procede, y sin la cual, la tierra sería oscura, fría y no
tendría vida creada en ella. Con la gracia santificante, que se nos concede por
los sacramentos y fue obtenida para nosotros por el Hombre-Dios Jesucristo,
sucede algo similar: nuestra naturaleza humana es como la tierra –oscura, fría,
sin vida divina- que recibe los rayos –la gracia- del sol divino –Jesucristo,
el Hombre-Dios, Sol de justicia-, y estos rayos de gracia, penetrando en
nuestra naturaleza, la llenan de la gloria de Dios, así como los rayos del sol,
penetrando en la atmósfera terrestre, llenan la tierra de luz.
Pero
el ejemplo es escaso en relación a la realidad, porque por la gracia poseemos a
Dios –así como la tierra, por la luz del sol, se puede decir que posee al sol-,
pero Dios es infinitamente más perfecto que todas las perfecciones de la vida
divina que nos da la gracia; de igual manera, la gracia es infinitamente más
preciosa que todos los bienes creados, porque nos hace poseer, no solo a las
perfecciones de Dios, sino a Dios mismo.
De
la gracia se puede afirmar lo que de la Sabiduría se afirma en la Escritura:
“Ella es superior a los tesoros más preciosos; ninguna cosa, por apetecible que
sea, puede comparársele”[8]. Parafraseando
a la Escritura, podemos decir: “La gracia es superior a los tesoros más
preciosos que jamás puedan encontrarse en la tierra; ningún bien creado, por
valioso que sea, se puede comparar a la más pequeña gracia”.
Al
reflexionar en el tesoro inapreciable de la gracia, elevemos la mirada del alma
hacia ella, para que la gracia de Jesús sea nuestro tesoro y así nuestros
corazones estén allí anclados, según las palabras de Jesús: “Donde esté tu
tesoro, ahí estará tu corazón” (Mt 6,
21). La gracia es un tesoro tan inapreciablemente grande, que es digna de ser
buscada por encima de todos los bienes terrenos de este mundo: el oro, la
plata, el poder, la fama, la sabiduría mundana; todas estas cosas, valiosas a
los ojos de los hombres, son igual a polvo y ceniza, comparadas con la más
pequeña gracia santificante; serían lo que un poco de barro comparado con el
diamante más precioso.
Solo
la gracia, aún si no tuviéramos ni un centavo en el bolsillo, nos haría los
hombres más ricos del mundo, más ricos que los magnates y reyes de este mundo,
porque poseemos aquello que sólo Dios puede darnos, y que es la participación a
su vida divina.
Dice
el salmo: “La misericordia de Dios se extiende sobre todas las criaturas”[9],y
la Iglesia reza así en su oración: “… Oh Dios, que manifiestas tu poder
singularmente al perdonarnos y al usar de misericordia”.
¡Seamos
entonces agradecidos para con Dios por semejante don! Le agradezcamos el no
solo habernos creado de la nada, sino el habernos ensalzado por encima de los
más grandes ángeles, por medio de la gracia santificante. Como canta el
Salmista, “todas las cosas las ha puesto bajo nuestros pies, las ovejas y los
bueyes, las aves del cielo y los peces del mar”[10].
Exclamemos con el salmista: “¿Quién es el hombre para que lo recuerdes y el
hijo del hombre para que lo visites?”[11]. ¡Cuánto
más debemos agradecerle los tesoros sobrenaturales de la gracia y guardarlos
con el más extremo celo! Deberíamos ser capaces de preferir perder la vida
terrena, antes que perder la gracia santificante.
Con
mucha razón, un gran teólogo como el Cardenal Cayetano, asegura que no debemos
perder de vista los castigos reservados para los que desprecian la gracia. Ese
castigo es el que está prefigurado en el hombre –todo bautizado- invitado a las
bodas –el Reino de los cielos-, pero que por no tener el traje de bodas –la gracia-
es echado fuera, a las tinieblas –el infierno-. Ese hombre representa al
cristiano que, habiendo sido invitado al Banquete celestial, la Santa Misa,
prefiere sus propios intereses o goces, pecaminosos y perversos en su gran
mayoría. Cuando esto hacemos, somos ingratos, necios, atolondrados, incapaces
de apreciar tan grande don que nos hace nuestro Rey, Dios Padre, Domingo a Domingo.
Cedemos a la invitación del Demonio y del mundo, que con sus placeres falsos y
viles nos atraen, nos engañan y logran que despreciemos el Banquete que Dios
nos ofrece: Carne del Cordero de Dios, Pan Vivo bajado del cielo y Vino de la
Alianza Nueva y Eterna. El Demonio nos da cosas viles y bajas, en un todo
inferiores a lo que nos da Dios; es como quedarnos con espejitos de colores,
cuando en realidad podemos tomar el oro, la plata y todos los diamantes y
piedras preciosas del mundo. Es esto último lo que nos da Dios –hablando metafóricamente-
cuando nos da la Eucaristía dominical, y movido sólo por su Amor infinito hacia
nosotros. En cambio, el Demonio, movido por su odio a Dios y al hombre, su
imagen, nos da cosas inútiles para la vida eterna, que consiguen su propósito
que es desplazar al Dios de la Eucaristía de nuestros corazones. Se necesita
haber perdido la cabeza –es lo que nos sucede con frecuencia- para aceptar la
moneda falsa del Demonio, en vez la piedra preciosa que nos ofrece Dios.
Toda
vez que desaprovechamos negligentemente la Misa y la Eucaristía, eso constituye
para nosotros una pérdida incalculable, de la cual nos daremos cuenta en la
otra vida, pero ya será tarde para remediarlo.
Si
a un avaro le fuera concedido ganar, a través de un ayuno o una oración, una
montaña inmensa de oro y plata, no dudaría un instante en hacerlo. ¿Por qué
entonces no apreciamos el tesoro infinito que es cada Eucaristía, y la
despreciamos tan fácilmente, siendo como es, que la Eucaristía supera de modo
inimaginablemente mayor a todo el oro y la plata del mundo, porque es Dios en
Persona oculto en apariencia de pan? Bastaría un suspiro, una lágrima, una
buena resolución, un deseo piadoso, la sola invocación de Cristo, un gesto de
amor, una súplica. Quién nos diera el imprimir bien profundamente en nuestro
corazón las maravillas de la gracia, el repetir con una convicción profunda y
viva estas palabras de un piadoso doctor: La gracia es la soberana y la reina
de la naturaleza.
[1] Serm. 62, n. 2; 65, n. 3; 156, n. 6. In ps. 70, enarr. 2, n. 3; De
Genesi ad lit., l. X, c. 6, n. 10.
[2] S. Th., I, II, q. 113, a. 9.
[3] Por ejemplo, SUÁREZ, De divina substantia, l. II, c. 9.
[4] San
Celestino I, De gratia Dei
indiculus, Segundo concilio de Orange. Concilio de Trento.
[5] San
Agustín, De civit. Dei, l. XII,
c. 9. Santo Tomás, I, q. 62, a. 2.
[6] LESSIUS, De div. Perf., l. 1, c. 1.
[7] Serm. 15. De verbis Apostoli.
[8] Proverbios, VIII, 2.
[9] Salmo, CXLIV, 9.
[10] Salmo VIII, 7-9.
[11] Salmo VIII, 5. X
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