viernes, 18 de octubre de 2013

Jesucristo, Luz de la juventud


         Dentro de la liturgia de la Iglesia, hay un rito que se denomina “lucernario” o “rito de la luz”, cuyo sentido es el de expresar, por medio de la liturgia, el misterio de la Pascua de Jesucristo. En este rito, se presentan la luz y la oscuridad, como símbolos de realidades espirituales sobrenaturales: Cristo representa la luz de Dios y las tinieblas representan al pecado y al demonio.
         Cristo es representado por la luz del cirio pascual porque Él es Dios y Dios, en sí mismo, es luz, porque su naturaleza divina es luminosa. “Dios es luz y en Él no hay tinieblas”, dice el Evangelio. En cuanto Dios, Cristo es por lo tanto luz, pero no la luz que conocemos, la luz creatural, sea la artificial o la del sol: Cristo es luz divina, celestial, indefectible, eterna, desconocida sea para el hombre como para el ángel, a menos que Él se dé a conocer; es una luz que, a diferencia de la luz creada o la luz artificial, posee vida en sí misma, la vida divina y la comunica a quien ilumina. A diferencia de la luz creatural, que es inerte y solo en sentido traslaticio “da vida” –por ejemplo, decimos que la luz del sol “da vida” a la naturaleza-, esta luz que es Cristo comunica la vida divina al alma a la que ilumina, convirtiéndola en una imagen resplandeciente de sí misma, divinizando al hombre.
         Cristo es Luz que es vida y vida divina, y también es Luz que es Amor, porque “Dios es Amor” y esta es la razón por la cual al alma iluminada por Cristo le es comunicada por participación la vida divina y el Amor eterno e infinito del Sagrado Corazón de Jesús.
Cristo es Luz porque es Dios, y así lo cree la Fe de la Iglesia: “Dios de Dios, Luz de Luz”, y en cuanto luz divina, Cristo ilumina con el resplandor de su Ser trinitario a los ángeles y santos en el cielo, tal como lo dice el Apocalipsis: “El Cordero es la lámpara de la Jerusalén celestial”. En el cielo, los ángeles y los santos no se iluminan con luz creada alguna; no se alumbran ni con la luz del sol, ni con la luz eléctrica, sino con el resplandor intensísimo, que brilla con un esplendor más intenso que mil millones de soles juntos –pero que a pesar de eso no ciega los ojos-, la luz del Ser trinitario del Cordero que surge de su Corazón como de su Fuente inagotable.
Y a nosotros, en la Iglesia, Jesús nos ilumina con la luz de la gracia, de la Fe y de la Verdad.
Cristo Resucitado es la luz del mundo, y quien es alumbrado por Él, no sólo no vive en las tinieblas del error, de la ignorancia y del pecado, sino que vive con la vida nueva de la gracia, la vida de los hijos adoptivos de Dios. Cristo es Luz y Luz divina, eterna, y por eso vence a las tinieblas, no las tinieblas de la Creación, las tinieblas de la noche, que sobrevienen luego de pasado el día, porque Él las creó y por esto son buenas, sino las tinieblas siniestras y perversas del Averno, las tinieblas que fueron creadas en los corazones de los ángeles caídos, los ángeles que por sí mismos decidieron ser aquello que Dios nunca quiso ni creó: tinieblas, perversión, error, pecado, malicia, odio a Dios. Cristo Luz del mundo, Luz eterna e indefectible, Luz que es Vida eterna y Amor infinito, venció para siempre a las tinieblas del Infierno en la Cruz y renueva su Victoria cada vez en la Santa Misa, renovación incruenta del Santo Sacrificio de la Cruz.
Las tinieblas de la ceremonia del Lucernario son entonces símbolo de las tinieblas del Averno, los perversos ángeles caídos, que por propia y pervertida voluntad decidieron verse privados para siempre de Luz Divina de Dios, Uno y Trino. Pero estas tinieblas son también símbolo de Dios Uno y Trino, no en sí mismo, que es Luz indefectible, como hemos dicho, sino para el hombre, porque en el misterio de su Triunidad es inaccesible e inalcanzable para toda creatura, sea humana o angélica. Dios Uno y Trino es tinieblas para nosotros y para los ángeles, porque nuestra mente creatural es del todo incapaz de comprender, abarcar, comprender, el misterio de la Trinidad de Personas en un solo Dios verdadero.
Cristo Luz vence a las tinieblas, en la Cruz y en la Eucaristía, y quien se acerque a adorarlo, en la Cruz y en la Eucaristía, recibirá de Él su Luz indefectible, su Vida divina, su Amor eterno. En un mundo que “yace en tinieblas y en sombras de muerte” (Lc 1, 68-79), y en donde los jóvenes son acechados continuamente por las tinieblas vivas, los ángeles caídos, Cristo Luz del mundo es la única esperanza de salvación para la juventud.

          

miércoles, 16 de octubre de 2013

Reflexiones sobre los novísimos en ocasión de la muerte de un joven


         Cuando se produce la muerte de una persona, el hecho mismo de la muerte nos conduce a reflexionar sobre aquello que hay “más allá” de la muerte, es decir, la “otra vida” que nos espera una vez traspasados los umbrales de la muerte. Esta reflexión se impone con toda muerte, pero sobre todo cuando esa muerte es la de una persona joven, porque el joven –en teoría-, como suele decirse, “tiene toda la vida por delante”, y con la muerte ese destino se ve truncado. Pero la reflexión sobre el más allá se imponte más todavía, cuando esa muerte, además de ser joven, es una muerte inesperada, súbita, que sucede cuando nadie la esperaba.
         ¿Qué sucede con la muerte? Es decir, ¿qué sucede “más allá” de la muerte? Las respuestas que demos son muy importantes, toda vez que, en la actualidad, la secta de la Nueva Era o New Age ha distorsionado, deformado, ocultado, pervertido, aquello que espera al hombre luego de la muerte terrena. Es por esto que, ante todo, debemos reflexionar acerca de lo que no existe más allá de la muerte: no existe la reencarnación –una teoría falsa según la cual el alma “migra” de cuerpo en cuerpo hasta lograr un estado de perfección-; no existe el “pasaje automático” al cielo –muchos creen que luego de la muerte, inmediatamente, sean cuales sean los méritos o deméritos de quien muere, Dios “perdona todo” y se accede al cielo-; no existe la “disolución en la nada”, como el Nirvana, tal como lo sostienen las religiones orientales; no existe un “infierno vacío”, por el contrario, la Virgen en Fátima nos avisa que son muchísimos los que caen en él, y uno de los pecados que más almas hace caer en el infierno, es el pecado de la carne, la lujuria, la pornografía-; no existe el paso a “otra galaxia”, como sostienen falsamente las sectas ufológicas. Y así podríamos seguir, indefinidamente, porque la Nueva Era ha deformado enormemente la realidad de la muerte y del más allá, en su intento de apartar a los hombres de la verdad, y la única verdad es que luego de la muerte esperan solamente dos destinos posibles: o el Cielo –previo paso por el Purgatorio para purificar el alma de quien lo necesite- o el Infierno, y ambos destinos son irreversibles, eternos, para siempre.
         Nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que inmediatamente luego de producida la muerte, el alma, separada del cuerpo –en esto consiste la muerte terrena- se presenta ante Dios, para recibir su Juicio Particular. Esto explica que, paradójicamente, la muerte sea el momento más importante de la vida de una persona, porque se decide su destino eterno: o Cielo y alegría para siempre, o Infierno y dolor para siempre. Una vez que el alma se encuentra ante Dios, puede ver y comprobar, sin ningún tipo de error ni duda, que Dios es Amor, un Amor infinito, Purísimo, Eterno, Inmaculado, y que pueden estar con Él solo quienes tengan ese mismo Amor en sus corazones, y esto significa el “morir en gracia”.
Quien haya muerto con este Amor purísimo en el corazón, irá directamente a la Presencia de Dios, para comenzar a gozar y a alegrarse de su visión por la eternidad, y esto es lo que llamamos “Cielo”.
Quien haya muerto con un amor imperfecto, deberá ser purificado por el Fuego del Amor de Dios, para poder ingresar al Cielo con un Amor perfecto, y esto es lo que llamamos “Purgatorio”, en donde los sufrimientos son terribles, iguales al infierno, pero con la esperanza cierta de que algún día se saldrá de allí.
Quien haya muerto sin Amor de Dios en el corazón, es decir, quien haya muerto con odio –porque si no está el Amor de Dios, está el odio contra Dios-, él solo pedirá el ser apartado de Dios para siempre, porque en ese momento se dará cuenta que no puede estar ante la Presencia de Dios Amor quien no tiene Amor en el corazón; él solo pedirá ser separado para siempre del Amor, y esto es lo que llamamos “Infierno”, en donde el condenado tendrá lo que siempre quiso: pecado y odio, odio y pecado, y ausencia de Dios, y esto para siempre, para siempre, sin finalizar nunca jamás.
¿Qué es lo que provoca ausencia del Amor de Dios? El pecado, porque el pecado es negación del Amor de Dios; es expulsar del corazón a Dios, que es Amor, para dar cabida a las pasiones desenfrenadas. ¿Qué tipos de pecados desplazan al Amor de Dios y hacen que si el alma muere en ese estado, pida ser apartada de Dios para siempre y condenada en el infierno? La lujuria –pornografía-; la ira –la discordia, la enemistad, la venganza, el rencor-; la avaricia; la gula; la pereza –tanto la corporal, que impide cumplir con el deber de estado, como la espiritual o acedia, que provoca hastío o tedio por las cosas de Dios-; la envidia, que hace entristecerse por los bienes ajenos; la soberbia, que es el deseo desordenado de honor y gloria mundanos.
         Muchos en la actualidad prefieren ir al estadio de fútbol los Domingos, en vez de ir a Misa, sin darse cuenta que, en el día de su muerte, cuando los demonios los acechen para tentarlos con la desesperación, no estarán allí los futbolistas a quienes idolatraron en vida,  clamarán por Dios, pero para muchos será muy tarde; muchos prefieren los bailes desenfrenados, el alcohol, el sexo pre-matrimonial, las drogas, la música inmoral que incita a todo tipo de pecado, como la cumbia, el rock, el rap y muchos otros géneros musicales más, profanando de esta manera el cuerpo que, como dice San Pablo, “es templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19), sin darse cuenta que de esta manera convierten a sus cuerpos, de templo del Espíritu Santo, en guaridas de demonios, y así permanecerán para siempre si mueren con sus cuerpos profanados; muchos prefieren el adulterio, el concubinato, la infidelidad, antes que la castidad conyugal y la fidelidad, sin darse cuenta de que si mueren en ese estado, tendrán por horrible compañía al demonio y a los condenados; muchos prefieren abandonar a sus padres en la vejez, en vez de cuidarlos y atenderlos como manda el Cuarto Mandamiento, y todos estos no se dan cuenta que están cumpliendo los mandamientos de Satanás y no los Mandamientos de Dios, y que al final de la vida, en el día de su muerte, Dios les dará lo que ellos pidieron toda su vida, el pecado, y los dejará librados a aquel a quien obedecieron toda su vida, el demonio, y los dejará irse libremente al Infierno, allí donde siempre añoraron ir con su vida de pereza, de ira, de lujuria, de gula, de soberbia, de envidia, de avaricia.
Cuando se buscan imágenes de San Miguel Arcángel, además de aquellas en las que el Santo Arcángel está levantando su espada contra el demonio, hay otras en las que se lo ve pesando las almas en el Día del Juicio Final: a las que encuentra vacías de amor y buenas obras, las entrega al demonio, después de escuchar la sentencia del Terrible Juez: “Apártate de Mí, maldito, al fuego eterno, porque tuve hambre y sed y estuve enfermo y preso y no me socorriste”; a las que encuentra llenas de amor y buenas obras, las entrega a Dios, luego de escuchar las palabras del Justo Juez: “Ven a Mí, bendito, a gozar del Reino de mi Padre, porque tuve hambre y sed y estuve enfermo y preso, y me socorriste” (cfr. Mt 25, 41ss).

Para que seamos conducidos a Dios en el día de nuestra muerte, en el día de nuestro Juicio Particular, para que la muerte no nos sorprenda sin obras buenas y sin amor, obremos la misericordia, combatamos nuestras pasiones desordenadas, hagamos oración, acudamos a la Santa Misa dominical, vivamos en gracia, y encomendémonos a la Divina Misericordia, para que por el Amor infinito de Dios, nos veamos libres de nuestras culpas y seamos conducidos a la eterna felicidad en el Cielo.