miércoles, 17 de diciembre de 2014

El Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo explicado a los jóvenes, según María Valtorta


         ¿Cómo fue el Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo?[1] 
Puesto que era Dios Hijo y que la Virgen era Virgen y Madre y su concepción fue obra del Espíritu Santo, su Nacimiento no podía ser al modo humano. La Virgen fue Virgen antes, durante y después del parto, y permanece Virgen y permanecerá siendo Virgen por toda la eternidad. Los Padres de la Iglesia la comparan a un cristal, cuando es atravesado por un rayo de sol: así como el rayo de sol atraviesa el cristal y lo deja intacto, tal como era antes de atravesarlo, mientras lo atraviesa y después de atravesarlo, así Nuestro Señor Jesucristo, estando la Virgen arrodillada en oración, y saliendo del abdomen superior de la Virgen como un rayo de luz, dejó su virginidad intacta, antes, durante y después de salir del vientre de su Madre. También podemos compararla a la Virgen con un diamante: así como el diamante, roca cristalina, atrapa a la luz del sol y, antes de emitirla, la retiene en sí misma para luego recién emitirla, y así como esta luz del sol es emitida y al ser emitida deja al diamante intacto, tal como era en su inicio, antes, durante y después de su emisión, así la Virgen, Madre de Dios, recibió en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre, la Luz Eterna, la atrapó en su útero materno por nueve meses, y luego la emitió al mundo, para iluminar al mundo, que yacía “en tinieblas y en sombras de muerte” con esta Luz Divina, permaneciendo Virgen antes, durante y después de la emisión de esta Luz Eterna, que es su Hijo Jesús.
         Pero veamos qué es lo que nos dicen los místicos, como por ejemplo, María Valtorta, acerca del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
         Así lo narra esta gran mística, en un escrito del 6 de junio de 1944: “Nacimiento de Jesús. Veo el interior de este pobre albergue rocoso que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa, se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición. Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria. José se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone de pie y despacio se acerca a donde está María. “ ¿No te has dormido?” le pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: “Estoy orando”. “ ¿ Te hace falta algo?”
« Nada, José. »
« Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
« Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
« Buenas noches, María. »
« Buenas noches, José».
María vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño, se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra cosa no se oye.
Un rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La nimba de su candor.
María levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor, sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis, sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las hace brillantes.
La luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna, parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica, incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan, aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una avenida, que se esparcen cual un velo…
La bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece.
ante el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y perfumes.
La luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella emerge la Madre.
Sí. Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que parece una fresa selvática y que enseña una lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que mueve Su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre Su cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita por nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano Su Mamita con un beso inmaculado.
El buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de ellos, creador de todos los animales.
José que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas llenas de felicidad.
« Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡ oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y José, mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. » Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
« ¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno! » José está terriblemente despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José, rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor y cuyos ojos miran bonachonamente.
María abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?» pregunta.
José mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso, para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está » dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo completamente … »
« Toma mi manto » dice María.
« Tendrás frío. »
« ¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del Salvador está ya preparado.
María, con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto; le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto, gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre, bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales y del heno han calmado Su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús”.
El Nacimiento de Jesús fue milagroso, no fue como todos los demás. Dispongamos nuestros corazones, en esta Navidad, para que nuestros corazones, que son como la gruta de Belén antes del Nacimiento del Redentor, fríos y oscuros, porque les falta el Amor de Dios, sean colmados con el Nacimiento del Niño en nosotros, para que la Presencia del Niño Dios nos llene con su gracia, con su Amor, con su Luz. Y recordemos las palabras de Jesús: “El que no sea como un niño, no entrará en el Reino de los cielos” (Mt 18, 3).



[1] http://www.reinadelcielo.org/visiones-de-navidad-de-maria-valtorta-italia-1944/

sábado, 13 de diciembre de 2014

El Libro de la cruz, la Maestra del cielo y la Ciencia divina


(Homilía con ocasión del egreso de niños de una escuela primaria)
         
       Tener la posibilidad de estudiar es una gran ventaja en nuestra sociedad, porque el acceso a los libros, nos da conocimientos y el conocimiento nos capacita para poder ejercer, el día de mañana, un trabajo digno, para luego poder casarnos, si esa es nuestra vocación, la del matrimonio, y así formar una familia. Entonces, estudiar y leer libros, aprender de los maestros y profesores, aprender las ciencias humanas, es algo muy importante para nuestra vida, porque nos perfecciona como seres humanos y nos permite alcanzar metas y objetivos, como formar una familia y obtener un trabajo. Por eso es que hay que estudiar y hay que atender a los maestros y profesores; más adelante, a medida que se avanza en los estudios, los libros y los maestros y las ciencias, se hacen cada vez más especializados, por lo que hay libros y materias que unos estudiarán y otros no, y hay profesores y ciencias que unos tendrán y otros no, dependen de las carreras que elija cada cual.
Sin embargo, hay un Libro que todo niño y todo joven debe leer; hay una Maestra cuyas lecciones todo niño y todo joven debe aprender y hay una Ciencia que todo niño y todo joven debe aprender: ese libro es el Libro de la cruz, esa maestra es la Virgen y esa ciencia es la Ciencia es la Sabiduría Divina.
En el Libro de la cruz, Jesús nos enseña cómo vivir en esta vida y cómo ir al cielo: nos enseña cómo vivir en esta vida, porque nos enseña todos los Mandamientos, pero sobre todo, los dos Mandamientos más importantes para los niños y los jóvenes: amar a Dios y al prójimo, porque en la cruz, da la vida por Dios y por nosotros, que somos sus prójimos y nos enseña el Cuarto Mandamiento, honrar padre y madre, porque da la vida por amor a Dios, su Padre, y por amor a la Virgen, su Madre; en el Libro de la cruz, Jesús nos enseña cómo ir al cielo, porque nadie va al cielo sino es por la cruz, porque Jesús así lo dijo: “Yo Soy el Camino (al cielo), la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6). Jesús en la cruz es el único Camino al cielo y nadie va al cielo sino es por Jesús en la cruz.
Al pie de la cruz, está la Maestra del cielo, la Virgen, que es la que nos enseña todas las lecciones del Libro de la cruz. De igual modo que hace una madre con su hijo pequeño, que recién está aprendiendo a leer y a escribir, y con toda paciencia y cariño le enseña y le explica las lecciones más elementales y lo alienta y lo felicita cuando su hijo pequeño hace avances, por minúsculos que sean, así también la Virgen nos ayuda a aprender más fácilmente las lecciones del Libro de la cruz, porque es una Madre y Maestra amorosa, y como hay muchas cosas que no entendemos, Ella se encarga de ayudarnos a leer y a entender en este sagrado y santo Libro de la cruz; la Virgen nos ayuda a contemplar a su Hijo crucificado, haciéndonos ver sus heridas, su Sangre derramada por nosotros, su Amor vertido junto con su Sangre, y cómo Él se interpone entre nosotros y la Justicia y la Ira divina, y cómo Él en la cruz es el signo visible del Amor de Dios Padre y de que Dios Padre nos perdona y quiere que todos nos salvemos y vayamos al cielo.
Pero como todas estas lecciones son un poco difíciles de aprender por nosotros mismos, y todos tenemos que aprender de este libro, todos tenemos que acudir a aprender las lecciones de esta Maestra amorosa, porque solo el que aprende estas lecciones de este Libro, solo ese, puede ir al cielo. El que no se aprende las lecciones del Libro de la cruz, tomando las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, no puede ir al cielo.
Entonces, para resumir un poco, como decíamos al principio: si estudiamos las lecciones de las maestras y profesores de la escuela, si queremos progresar en la vida, formar una familia y tener un trabajo, mucho más, tenemos que estudiar las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, si queremos ir al cielo.

Y también dijimos que en la escuela, aprendemos la ciencia humana, que nos capacita para lograr objetivos en la vida: en el Libro de la cruz, y con las lecciones de la Maestra del cielo, aprendemos la Sabiduría Divina, que nos capacita para lograr un objetivo que es mucho, pero muchísimo mejor y es lograr el Reino de los cielos. Entonces, al finalizar el ciclo lectivo, hacemos un repaso de todo lo que hemos aprendido y damos gracias a Dios por la ciencia humana que hemos adquirido en la escuela, pero no nos olvidemos que hay una ciencia, la Ciencia Divina, que se aprende en el Libro de la cruz, que nos enseña la Maestra del cielo, la Virgen, y es una Ciencia que tenemos que aprender todos los días, para dar un examen final, un examen que vamos a aprobar cuando estemos en el cielo. Además, hay que recordar lo que dice Santa Teresa de Ávila: “El que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”. El que se salva, es decir, el que llega al cielo, ése es el que sabe, el que aprobó el “examen final” La Virgen nos puede ayudar a estudiar y también pueden hacerlo nuestros compañeros de clase que ya han egresado, los ángeles y los santos –como ellos ya han egresado, saben mucho más que nosotros-, pero para aprobar este examen final, tenemos que estudiar –y mucho-, en el Libro de la cruz. Pero si estudiamos todos los días, con la ayuda de la Virgen y de nuestros ángeles custodios, y de nuestros amigos, los santos, que ya han egresado y están en el cielo, el examen va a ser muy, pero muy fácil, y con toda seguridad, vamos a aprobar la prueba final.

miércoles, 10 de diciembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (5)


         ¿Cómo hacer una oración que agrade a Dios?
Algo que se debe tener en cuenta a la hora de hacer oración, es la concentración[1] en la misma, puesto que debemos ser conscientes de que rezamos a Dios, es decir, a un ser vivo, y no a un ser inerte. Todavía más, recordemos que el Dios de los católicos, es Dios Uno y Trino, es decir, es Trinidad de Personas: Dios Padre, Dios Hijo, y Dios Espíritu Santo. Por lo tanto, la oración es comunión de vida y amor con Dios, Trinidad de Personas, y Dios es “Dios de vivos y no de muertos”; entonces, cuando oramos, Él, en su Triunidad de Personas divinas, está sumamente atento a lo que decimos y a cómo lo decimos. Para darnos una idea, cuando oramos, sucede exactamente lo mismo a como sucede cuando hablamos con las personas humanas en la tierra: así como no es lo mismo hablar con una persona de forma distraída, sin prestarle atención a lo que le decimos, lo cual demuestra falta de respeto para con esa persona, así tampoco da lo mismo rezar de forma distraída a Dios Uno y Trino, sin prestar atención a la oración que estamos haciendo. Al revés, también es lo mismo: así como cuando hablamos con una persona y demostramos respeto y atención hablando con ella, así también, cuando oramos con atención y devoción, demostramos respeto a Dios, y nuestra oración está mejor hecha.
         Un buen consejo para orar nos lo proporciona San Agustín: nos dice que, al orar, para no distraernos, podemos usar la siguiente técnica: podemos concentrarnos en quien ora –es decir, en nosotros, que somos pecadores-, o podemos concentrarnos en lo que decimos al orar –las palabras de las oraciones-, o podemos concentrarnos en las personas a las cuales dirigimos las oraciones –Dios Padre, Dios Hijo, Dios Espíritu Santo, la Virgen, los ángeles, los santos-. Esta es una buena regla para orar sin distracciones.
         Otra forma de orar es haciendo lo que San Ignacio de Loyola llama: “composición de lugar”, usando la “imaginación”. ¿Cómo se hace? Por ejemplo, se lee un pasaje del Evangelio y luego, dice San Ignacio, uno se introduce con la “imaginación contemplativa”, como si fuera “un esclavito indigno”, buscando de aplicar los sentidos, siendo un espectador pasivo de la escena, escuchando lo que dicen Nuestro Señor, la Virgen, los discípulos de Jesús, etc. También se pueden aplicar los otros sentidos, con sumo respeto y consideración. Con esta técnica, se pueden usar no solo pasajes del Evangelio, sino vidas de santos, y otros libros usados para la formación espiritual del cristiano.
         Otro aspecto que hay que tener en cuenta en la oración, es que, ante Dios, lo que cuenta no es la cantidad, sino la calidad de la oración. Es lo que Jesús nos quiere decir, cuando dice en el Evangelio que no debemos orar solo “moviendo los labios, como los paganos”, que creen que por mucho orar, serán escuchados. Lo que cuenta, ante Dios, no es la oración superficial y dicha en cantidad, sino la oración que brota desde lo más profundo del corazón, la oración dicha en el silencio del corazón y con amor; puede expresarse o no con los labios, pero lo que cuenta es que esté precedida por el amor del corazón. Por eso puede decirse que la oración, para que sea verdadera, tiene que tener estas dos partes: la interior, que es el amor del corazón, y la exterior, que es el sonido con el que se la escucha audible y exteriormente. Si la oración no tiene el componente del amor, dirigido a Dios Uno y Trino, es una oración vacía, hueca, que resuena exteriormente, “como un címbalo”, pero que no llega a Dios; esa sí es como la oración de los paganos; puede ser una oración abundante en cantidad, pero al no contar con el “propulsor” o el “motor interior” o “combustible interno” que es el amor, no puede remontar vuelo y apenas sale de los labios, cae a tierra y no se remonta a los cielos, y nunca llega a Dios, aun cuando esa oración esté formada por las más hermosas palabras.
         Por el contrario, cuando la oración brota desde lo más profundo del corazón, esa oración llega hasta el altar del cielo, hasta el trono del Cordero en los cielos, porque el Amor es el motor de esa oración y es un motor potentísimo, que la impulsa y le da una fuerza potentísima, tan potente, que la hace llegar hasta el Corazón mismo de Dios.
         Ahora bien, si esto es así, aquí se nos presenta un problema: ¿cómo hacer para que esa oración se encienda en el amor, si la mayoría de las veces nuestro corazón está como apagado y falto de amor para con Dios? ¿Cómo hacer para que la oración posea el propulsor del Amor y así pueda llegar hasta el trono del Cordero en los cielos, si la mayoría de las veces, nuestro corazón está ocupado por el amor a las creaturas y con ese amor la oración no puede llegar hasta Dios? Para que nuestra oración cuente con el amor necesario que le sirva de “combustible propulsor” que lo haga llegar hasta el cielo, es necesario que, antes de hacer oración, nos serenemos unos minutos, nos relajemos, aquietemos nuestros pensamientos, nos concentremos en la actividad  que estamos por hacer, y nos encomendemos a nuestro Ángel de la guarda y principalmente a la Virgen, nuestra Madre del cielo, para que Ella, que es Madre y Maestra de oración, guíe nuestra oración ; de esa manera, nuestra oración estará encendida por la gracia, y la gracia será la que le dará el amor necesario para que se eleve a la Trinidad, hasta el trono de la majestad del Cordero en los cielos, porque con la gracia, nos será dado el Amor de Dios, que nos hará amar al Dios Trinitario, el amorosísimo Dios al cual dirigimos nuestro ser cuando oramos.





[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe Explicada, Ediciones Logos Ar, Rosario 2013, 575ss. 

miércoles, 26 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (4)

         ¿Cuántos tipos de oración hay?
         Una forma de oración elemental es la oración llamada “vocal”, en la que se unen la mente, el corazón y los órganos vocales para la alabanza, la gratitud -el dolor-, la petición que le son debidas[1]. La oración vocal no necesariamente debe ser audible; podemos orar en silencio, y así lo hacemos frecuentemente, moviendo sólo los labios “de la mente”, o “los labios del alma”, pero, si para rezar usamos palabras, aunque las digamos silenciosamente, esa oración es oración vocal.
         Lo que debemos tener en cuenta cuando hablamos de oración, es que, debido a que no somos ángeles, sino seres humanos, y que por lo tanto, estamos compuestos de cuerpo y alma, unidos substancialmente –quiere decir que no somos ni cuerpos separados ni espíritus separados, sino cuerpo y alma unidos indisolublemente-, nuestro cuerpo expresa la interioridad del alma, y esto se refleja en la oración. Por ejemplo: si en mi interior hago un acto de amor profundo y de adoración profunda a Jesucristo en cuanto Hombre-Dios, Presente con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad en la Eucaristía, puedo –y debo- acompañar, con mi cuerpo, externamente, ese acto interior de amor y de adoración que hice con mi alma, y la forma de hacerlo con mi cuerpo, es por medio de la genuflexión, es decir, de la posición de rodillas. En otras palabras, la adoración interior que yo hago con mi alma, fruto del amor interior de un acto de mi corazón, a Jesucristo, en cuanto Segunda Persona encarnada, que está Presente, con su Cuerpo glorioso y resucitado en la Eucaristía, puedo y debo acompañarlo, con un gesto externo de genuflexión, es decir, de doblar mis rodillas, ante su Presencia Eucarística, cuando me encuentre ante el Sagrario o al momento de recibir la Sagrada Comunión, en la Santa Misa, debido a que yo soy un hombre, es decir, estoy compuesto por alma y por cuerpo, y la forma de expresar mi amor y mi adoración a Jesucristo en la Eucaristía, es doble: en el alma, por el acto interior de amor y de adoración; en el cuerpo, por el acto exterior de genuflexión. Lo mismo se diga, por ejemplo, en la ceremonia de Adoración de la Santa Cruz, en el Viernes Santo, o cada vez que se pasa delante del Sagrario, o cuando se está delante del Santísimo Sacramento del Altar en la Adoración Eucarística, etc.
         Otros gestos corporales, que acompañan a los actos internos de amor y de adoración –o veneración, si se trata de la Virgen, o los santos-, son la inclinación de la cabeza al pronunciar el nombre de Dios, de la Virgen, de los santos, etc.
         La oración puede ser individual, o también grupal, y esto es muy común o natural, desde el momento en que Dios nos creó como seres naturalmente sociables, para que vivamos unidos como hermanos, en caridad fraterna. Precisamente, en donde se vive a la perfección esta hermandad es en la Iglesia, que es llamada también “Cuerpo Místico de Cristo”, puesto que los bautizados formamos un cuerpo cuya Cabeza es Cristo y cuya Alma es el Espíritu Santo. Cuando oramos como Cuerpo Místico de Cristo, es decir, como Iglesia, esa oración tiene mucha más fuerza que cuando hacemos oración de forma individual. Además, la oración grupal, tiene una promesa especial de parte de Jesús, que no la tiene la oración individual, y que es su Presencia Personal: “Donde están dos o tres congregados en mi Nombre, ahí estoy Yo en medio de ellos” (Mt 18, 20). Esto hace tan especiales las oraciones en familia o las oraciones grupales de cualquier tipo, puesto que Jesús está Presente en medio de ellos, y si está Jesús, está también la Virgen, y también están los ángeles de Dios.
         Además de la oración vocal, está la oración “mental”, en la cual no intervienen los órganos de la palabra ni las palabras. En esta oración dejamos que Dios nos hable, en vez de ser nosotros los que hablemos[2]. Dentro de este tipo de oración está la “meditación”, en la que pensamos una verdad de fe, una parte de la vida de Jesús, o de los santos. Y lo hacemos para aumentar la fe, la esperanza y el amor, partiendo de la lectura del Evangelio, o del “Via Crucis”, o de la Pasión, o de la vida de los santos. Lo ideal, es hacer todos los días unos quince minutos de meditación, delante del sagrario, en lo posible, o en un lugar apartado.
         Otra forma de oración, más elevado, es la “contemplación”. En esta forma de oración, cesa toda actividad mental de parte nuestra: no hay ni actividad de la imaginación, ni actividad mental, ni pronunciación de palabra alguna, aun cuando esa palabra sea solo mental; dejamos la mente en silencio absoluto, mirando solo al sagrario, y pidiendo a Dios que sea Él quien nos hable al corazón.
Lo mejor de todo, y lo más seguro, para no caer en engaños y auto-engaños, es encomendar la oración, antes de hacer cualquier tipo de oración, pero sobre todo esta oración de contemplación, a la Virgen, para que sea Ella quien lleve nuestra oración, desde su Inmaculado Corazón, hasta el Sagrado Corazón de Jesús. Encomendándole nuestra oración a la Virgen, estaremos siempre seguros de que nuestra oración será siempre escuchada por Dios.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 571ss.
[2] Cfr. Trese, ibidem.

martes, 18 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (3)


         ¿A quién rezamos cuando rezamos? A Dios Uno y Trino. Él es nuestro destinatario final, aunque nuestras oraciones, para que lleguen “mejor”, pueden ser “conducidas” por “intercesores” o “mediadores” en el Amor: la Virgen, los ángeles y los santos. Es lo que se llama “la comunión de los santos”. Esto es así porque, estando ellos más cerca de Dios, puesto que viven con Él, pueden llevar nuestras oraciones con mucha más facilidad y con menos “interferencias” –por así decirlo-, que si lo hacemos nosotros, por nosotros mismos. En este sentido, la Virgen, los ángeles y los santos, son como “amplificadores” y como “traductores” ante Dios, de nuestras oraciones. Sucede que, debido a nuestra pequeñez e insignificancia –y cuando no, nuestra malicia-, cuando oramos, nuestras oraciones, o son demasiado débiles, o son ininteligibles –por eso de que “no sabemos pedir”- y, lo que es más grave aún, sin amor, o con muy poco amor, y como lo que le da “fuerza” a la oración es el amor, nuestras oraciones, cuando no están mediadas por la Virgen, los ángeles y los santos, no tienen fuerza, y no se elevan más allá de nuestras cabezas, y es así como no llegan –nunca- al trono de Dios. Sin embargo, cuando nuestra oración está mediada por alguno de los bienaventurados habitantes del cielo, estamos segurísimos de que no sólo llegará, sino de que llegará con fuerza, con claridad y, lo más importante, con mucho amor, porque el amor nuestro faltante, será suplido con creces por nuestro santo intercesor. Y cuanto más cerca esté el bienaventurado intercesor que hayamos elegido, tanto más seguros estaremos que nuestra oración será más escuchada y mejor entendida y recibida por las Tres Personas de la Adorabilísima Trinidad. De aquí viene la importancia de elegir siempre, en primer lugar, a la Virgen, como nuestra Celestial Intercesora, para que sea Ella quien lleve nuestras oraciones ante el Trono del Cordero y de la Santísima Trinidad en los cielos, porque, más que estar Ella cerca del Amor de Dios, como lo pueden estar los ángeles y los santos más perfectos, es Dios Amor quien inhabita en su Inmaculado Corazón. Y luego de la Virgen, serán los santos a los que más devoción les tengamos –por ejemplo, el Padre Pío, la Madre Teresa, Santa Teresa de Ávila, etc.-; o nuestros Santos Ángeles Custodios, o los Santos Arcángeles, Miguel, Gabriel, Rafael.

         ¿Qué esperamos entonces para rezar y para elegir a nuestros intercesores y compañeros de oración, si sabemos que con ellos, nuestra oración será escuchada y atendida por un Dios que es Amor infinito y eterno?

miércoles, 12 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (2)


         Ya dijimos que orar es “elevar la mente y el corazón a Dios”. Ahora bien, lo que debemos saber, con respecto a la oración es, que esta es, de parte nuestra, un “acto de justicia” y no un voluntario acto de piedad[1]. En otras palabras: tenemos el deber –de amor- y la obligación –de amor- de orar a Dios, y esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos “regalando” algo a Dios; esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos haciendo “un favor” a Dios, sino que estamos cumpliendo con un deber de amor para con Dios. Cuando oramos, solo estamos devolviendo, por así decirlo, y en una mínima porción, la inmensa deuda de amor y de gratitud que le debemos a Dios, por ser Dios quien es, Dios de infinita majestad y bondad, y por ser Él nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador. Todo lo que somos, todo lo que tenemos; el aire que respiramos, nuestro acto de ser, nuestras potencias del alma, nuestro cuerpo, absolutamente todo, se lo debemos a Él, y por todo eso, le debemos dar gracias. Y eso, sin contar los inmensos dones sobrenaturales, como el haber sido adoptados como hijos suyos por el bautismo; el haber recibido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía; el haber recibido al Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación; el haber sido perdonados en el Sacramento de la Confesión; el haber recibido a la Virgen María como Madre nuestra y como estos, miles de beneficios, que para describirlos en sus grandezas, necesitaríamos cientos de libros para poder enumerarlos a todos y tomar conciencia de la maravilla de tantos dones, que asombra a los ángeles en el cielo.
         La oración, entonces, no es un gesto de condescendencia que nosotros nos dignamos a hacer para con Dios: es un deber de justicia y si no lo hacemos, faltamos gravemente a ese deber de justicia, y nos comportamos como hijos ingratos, desagradecidos, faltos de amor, para con un Padre Dios que se ha mostrado tan inmensamente amoroso.
         Teniendo en cuenta estas premisas, nos preguntamos: ¿cómo orar? Y respondemos que, como en todo lo que hacemos en relación a Dios, nuestro modelo y ejemplo, es Jesucristo. Entonces, para saber cómo orar, debemos contemplar a Jesús, en su oración, y sobre todo, en su oración en la cruz.
         Al orar, la primera intención de Jesús era santificar el Nombre de Dios y eso es lo primero que nos enseñó Jesús a pedir en el Padre Nuestro, que el Nombre de Dios sea santificado: “Santificado sea tu Nombre”. Dios es Santo, Tres veces Santo, y así lo dicen los ángeles en el cielo: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria”[2] y así lo proclama la Iglesia en la Santa Misa, a Jesucristo, antes de la Transubstanciación: “Santo, Santo, Santo”[3]. Así reconocemos la infinita majestad de Dios Uno y Trino y su supremo dominio como Amo y Señor de la Creación. La primera de nuestras intenciones al orar, entonces, debe ser el de santificar el nombre de Dios, que es Tres veces Santo, porque Dios es Uno y Trino.
         La segunda intención, al orar, debe ser el de agradecer a Dios, como ya lo dijimos al principio, por todos los beneficios, dones y gracias que nos concede, no solo en el orden natural, sino en el orden sobrenatural. Muchísimos de estos beneficios, dones y gracias, los conoceremos recién en la otra vida, en la vida eterna[4], porque son tantos, que no nos alcanzarían cientos de vidas terrenas, para conocerlos a todos.
         El tercer fin por el cual debemos orar, es para pedir perdón por nuestras rebeliones, por nuestras ingratitudes, por nuestras indiferencias hacia su Amor. Es decir, debemos orar para pedir perdón por nuestros pecados. Para darnos cuenta de la malicia del pecado, imaginemos la siguiente escena: una madre, que es toda ternura y amor, que se desvive por dar a su hijo todo lo que necesita y aún más, y a cambio, recibe de este hijo desalmado, malos tratos, enojos, reprimendas e incluso, en el extremo de su malicia, le llega a levantar la mano. ¡Un hijo así, merecería ser fulminado por un rayo! Ese hijo, tan desagradecido, para con una madre tan amorosa, somos nosotros, cuando cometemos un pecado, porque respondemos con el mal, a la bondad infinita de Dios. Esa es la razón por la cual debemos orar, para pedir perdón por nuestros pecados, por la malicia de nuestros pecados y por la de nuestros hermanos.
         Por último, y sólo en último lugar, el fin de la oración es pedir las gracias y favores que necesitemos, para nosotros, para nuestros seres queridos, o para cualquier otro prójimo. Por lo general, cuando los cristianos hacen oración, ponen en primer lugar las peticiones, cuando no son las peticiones el motivo exclusivo de sus oraciones. Es como si un hijo se dirigiera a su padre solamente para pedirle las cosas que necesita, limitando su diálogo al pedir y solamente pedir lo que necesita. Ese hijo demostraría, con esa actitud, que es egoísta, que solo piensa en sí mismo, y que, o tiene un amor muy limitado a su padre, o que no lo tiene en absoluto. No debe ser así en nuestra relación de hijos adoptivos para con Dios: no debemos poner las peticiones en primer lugar, en nuestra oración con Dios, sino en último lugar. Dios sabe, antes de que le pidamos, qué es lo que necesitamos, pues conoce nuestros pensamientos desde toda la eternidad, y quiere que se lo pidamos, pero quiere también que santifiquemos su nombre, que lo adoremos, que le demos gracias, que pidamos perdón por nuestros pecados, y que pidamos por los demás, para que seamos generosos, y que en último lugar, pidamos por nosotros.
         Entonces, estos son los cuatro fines de la oración: adoración, agradecimiento, reparación, petición.




[1] Cfr. Leo J. Trese, La fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 568 ss.
[2] Isaías 6, 3.
[3] Cfr. Misal Romano.
[4] Cfr. Trese, ibidem.

lunes, 3 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (1)


         ¿Qué es “orar”? Podemos decir que la oración es: “la elevación de la mente y el corazón a Dios”. Si es que hay que elevarlos, quiere decir que, de manera habitual, la mente y el corazón se encuentran enfrascados en cosas terrenas, mundanas. Y no puede ser de otra manera, pues vivimos en la tierra, en el mundo. Pero sucede que no fuimos hechos ni para la tierra, ni para el mundo. Y esto es lo que explica el sentimiento de insatisfacción y de infelicidad que sentimos muchas veces, porque las cosas del mundo y de la tierra no nos pueden satisfacer, no nos pueden alegrar, no nos pueden dar alegría y contento, al menos una alegría y un contento que sean plenos, duraderos. Solo Dios puede colmar nuestra sed de alegría, de amor, de paz y de felicidad, porque fuimos creados por Él y para Él. Aquí encontramos, entonces, una primera razón para hacer oración: para encontrar y recibir, de parte de Dios, la alegría, el amor, la paz y la felicidad, que solo Él puede darnos, porque si fuimos creados para Él, solo en Él encontraremos descanso y reposo, y nunca lo encontraremos en esta tierra.

         Recordemos entonces lo que dijimos al inicio: orar es elevar la mente y el corazón a Dios. Orar es como volar sin alas, y es como volar al infinito, porque Dios es Amor infinito. Orar es despegarnos de las cosas de la tierra, para elevarnos a Dios y para encontrarnos con Él, que es nuestro Creador, nuestro Redentor, nuestro Salvador, nuestro Santificador. Solo en Dios encontraremos la Fuente Inagotable de Amor, de Bondad, de Luz, de Paz, de Alegría, de Felicidad, de Sabiduría, de Fortaleza, que anhela nuestra alma, pero lo encontraremos siempre y cuando hagamos oración, porque Dios está en lo alto, y nosotros estamos en lo bajo, y solo nos elevamos a lo alto, donde está Dios, por medio de la oración. Quien no hace oración, permanece hundido en las cosas terrenas y mundanas, sin enterarse nunca de que Dios no solo existe y Es, sino que Dios puede y quiere darle todo su Amor, para hacerlo feliz, en esta vida y en la otra. Quien no ora, es como el que, en un día de sol radiante, prefiere sin embargo, ir a esconderse en una cueva oscura, profunda, oscura, maloliente, llena de fieras salvajes y de alimañas. El que ora, por el contrario, es como el girasol que, mientras es de noche, se encuentra inclinado hacia la tierra, con sus pétalos cerrados, pero cuando aparece la estrella del alba, que indica que comienza el amanecer y que ya despunta el sol, abre sus pétales y comienza a girar en busca del sol y cuando lo encuentra, lo sigue durante todo su recorrido a lo largo del cielo: es el alma que, despertando a la vida de la gracia que le trae la Estrella del Alba, la Medianera de todas las Gracias, la Virgen María, abre su alma y su corazón a los rayos de gracia que brotan del Sol de justicia, Cristo Jesús, y lo sigue durante toda su vida, hasta llegar al cielo. Ésta es la importancia de la oración.

domingo, 26 de octubre de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes: ¿A quién obedezco y sigo, a los Mandamientos de Jesús o a los mandamientos de Satanás?


         
       Luego de haber visto los Diez Mandamientos, debo considerar que es Jesús quien, desde la cruz, me pide que, por amor a Él, que es el Amor de Dios encarnado, que yo viva sus Mandamientos; no me obliga, porque respeta máximamente mi libertad; no me envía un ángel con una espada de fuego, para obligarme a cumplir los mandamientos: Jesús quiere que yo, movido por el amor a Él, me decida no solo a no pecar, sino a vivir en la perfección de los hijos de Dios, es decir, me decida a vivir la vida de la gracia. Para eso, desde la cruz, me pide, me suplica, que por amor a Él, me decida, de una vez por todas, a convertir mi corazón; me suplica y me ruega, con sus heridas abiertas y sangrantes, que mi corazón deje de mirar hacia la tierra, hacia las cosas vanas y pasajeras, y sea como el girasol que, al amanecer, se despega de la tierra y se yergue en busca del sol, abriendo su corola para atrapar su luz, y lo sigue en su trayectoria por el cielo; ese sol es Jesús, ese girasol que mira a la tierra en las horas de la noche es nuestro corazón, pero al impulso de la gracia, se yergue y comienza a elevarse en busca del Sol de Justicia, Jesucristo, para recibir su Luz, que es Vida eterna, y eso es lo que quiere Jesús desde la cruz: que nos convirtamos, que dejemos la atracción de las cosas bajas del mundo y nos elevemos hacia los bienes celestiales del Reino de Dios.
         Desde la cruz, Jesús me pide que viva los Diez Mandamientos, y me dice, con voz suave, al corazón: “Ámame a Mí, que soy tu Dios, por sobre todas las cosas, y no ames a nada ni a nadie, sino es en Mí, por Mí y para Mí; mírame en la cruz: ¿qué más puedo hacer por ti, que no lo haya hecho? Me dejé crucificar por ti, y me entrego con mi Cuerpo, mi Sangre, mi Alma, mi Divinidad y mi Amor, en la Eucaristía, y Tú no me amas por sobre todas las cosas; aún más, ni siquiera me tienes en cuenta; me tienes olvidado y relegado; mírame en la cruz y en la Eucaristía: ¡ámame por sobre todas las cosas! ¡Ama a tu prójimo como a ti mismo! Debes amar a tu prójimo, porque tu prójimo, todo prójimo, incluso aquel con el que estás enemistado, es una imagen viviente mía, pero además de ser una imagen viviente mía, ¡Yo estoy Presente, misteriosamente, en él! Por eso, todo lo que le hagas o le digas a tu prójimo, ¡a Mí me lo haces! Si le haces el bien, a Mí me lo haces; si le haces el mal, a Mí me lo haces, y Yo te devolveré, sea el bien, sea el mal, multiplicado al infinito, en la vida eterna. ¡Ama a tu prójimo como a ti mismo y así me estarás amando a Mí, en mi imagen viviente, que es ese prójimo tuyo, y Yo te recompensaré en la vida eterna!”.
El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¿Amar a Dios y al prójimo? ¡Quién sabe si Dios existe! ¿Y el prójimo? ¡Ninguno merece tu amor! ¡Ámate a ti mismo, y deja a los demás que se las arreglen como puedan! ¡No ames ni a Dios ni al prójimo, ámate a ti mismo, y yo, Satán, te amaré también!”.


         Desde la  cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “No tomes mi Santo Nombre en vano; Yo te confié mi Nombre, que es Tres veces Santo, para que lo custodies en tu corazón, como a un tesoro, el más preciado entre todos los tesoros, para que no sufra daño; Yo te confié mi Nombre, Tres veces Santo, para que lo guardes en tu memoria y para que lo evoques en tu corazón, con amor y para que le des a este Nombre mío lo que este Nombre se merece: alabanza, honor, gloria, bendición, adoración. No profanes mi Nombre, Tres veces Santo, evocándolo en vano, y mucho menos, lo evoques para la mentira, o para jurar en falso, o para dañar a tus hermanos, o para hacer cualquier clase de mal. Honra mi Nombre, Tres veces Santo, con la oración -que debe ser para ti como la respiración al cuerpo-, con la palabra –que debe ser siempre veraz- y con el ejemplo de vida –obra siempre la misericordia. Mírame en la cruz, y santifica el Nombre de Dios, porque por la Santa Cruz, Yo, que Soy Dios Hijo en Persona, glorificando a mi Nombre, te libré de la muerte eterna y te abrí las puertas del Paraíso. Si pronuncias mi Nombre, que sea solo para alabarme, bendecirme, honrarme, glorificarme, y adorarme, a Mí, que Soy el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo, y que por ti, estoy en la cruz y en la Eucaristía”.
El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¡Jura por Dios, para que te crean! Si algo te sale mal, ¡échale la culpa a Dios, maldícelo, dile que lo odias, porque Él tiene la culpa de todo lo malo que te sucede, y te sentirás mejor! ¡Blasfema! ¡No tengas miedo! ¡Yo mismo te diré qué clase de insultos dirás contra el Nombre de Dios!”
         Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “Santifica las fiestas, no faltes a la Santa Misa el Domingo por pereza, por entretenimientos vanos, porque de esa manera, ultrajas y menosprecias el Don de los dones que mi Padre, Yo, el Hijo, y el Espíritu Santo, te hacemos a ti, y es el don de la Eucaristía. Por ti, y solo por ti, obramos el milagro más asombroso de todos los milagros, la transubstanciación, el milagro por el cual el pan y el vino, por las palabras de la consagración, pronunciadas por el sacerdote ministerial, se convierten, por obra del Espíritu Santo que actúa a través del sacerdote, en mi Cuerpo, mi Sangre, mi Alma y mi Divinidad, y esto lo hacemos, las Tres Personas de la Santísima Trinidad, solo por Ti, que eres una creatura insignificante, un mar de miseria y de indignidad, para donarte todo el Amor de la Santísima Trinidad. Es un don tan inconmensurablemente grande, que no te alcanzarían cientos de miles de eternidades para ni siquiera comenzar a entenderlo, y tú, creatura insignificante, osas despreciarlo por un miserable pasatiempo terreno, por una diversión humana que pasa en segundos y que deja al alma con sabor a cenizas, más el pecado, en la gran mayoría de los casos. No faltes a la Santa Misa de los Domingos, el Santo Sacrificio del Altar, en donde Mi Padre deja en el altar eucarístico, solo para ti, el Verdadero Maná, el Maná del cielo, la Eucaristía, porque si faltas por pereza, cometes un grave ultraje a las Tres Divinas Personas”.
         El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “No asistas a Misa, diviértete el Domingo, la Misa es muy aburrida, hay cosas más entretenidas para hacer; ¿para qué vas a ir a Misa? ¡Ese cura ni siquiera sabe hablar! ¡Y cuántos hay en Misa que van a golpearse el pecho y después son más pecadores que tú! ¡No vayas a Misa! ¡Ven conmigo a divertirte! ¡La pasaremos bien, viendo fútbol por televisión, en vez de ir a Misa! ¡O haremos cualquier cosa, lo que tú prefieras, cualquier cosa, menos ir a Misa el Domingo! ¡Yo hago cualquier cosa por mis amigos, con tal de que no vayan a Misa los Domingos!”
Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “Honra a tu padre y a tu madre, porque ellos son mi imagen en la tierra. Si quieres saber cómo debes honrarlos, mírame en la cruz, porque en la cruz Yo entregué mi vida por mis padres, derramando hasta la última gota de Sangre por ellos. Si quieres saber cómo honrarlos, sólo fíjate cómo viví y cumplí Yo mismo este hermoso mandamiento en mi vida terrena, e imítame, demostrándoles cariño, respeto y aprecio, y ayudándolos en todo lo que necesiten y obedeciéndoles en lo que te manden, y cuando sean ancianos, tómalos a tu cargo. No pongas condicionamientos a este mandamiento, y si tus padres no fueron buenos contigo, hónralos igualmente, que Yo te recompensaré en la vida eterna por tu esfuerzo por amarlos”.
         El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¡No hagas caso de este mandamiento! ¡Cuanto antes te liberes del yugo de los padres, mejor! ¡Emancípate cuanto antes! ¡No prestes oído a sus sermones! Y si insisten en reprenderte porque quieres hacer tu propia voluntad y no la de ellos, levántales la voz y, si es necesario, la mano, y ya verás cómo las cosas cambian. Y cuando lleguen a viejos, ¡déjalos que se arreglen solos! ¡Tú vete y haz tu vida, que yo te estaré a tu lado, acompañándote, y seremos buenos amigos!              
Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “No quites la vida a tu prójimo, ni a ti mismo, porque la vida no te pertenece, ni la tuya propia, ni la de tu prójimo, porque el Autor y Creador de la vida de las creaturas Soy Yo, el Dios de la Vida, porque Yo Soy la Vida Increada en sí misma, y el que da la vida a todo ser viviente; por Mí viene a la vida todo lo que tiene vida, porque Yo creo la vida de toda creatura viviente; Yo doy la vida y Yo quito la vida, porque Yo Soy el Dueño de toda vida creada y nada ni nadie tiene derecho sobre los seres vivientes, sino Yo. Por eso te digo: no mates, no levantes la mano contra tu prójimo, no cometas aborto, no cometas homicidio, no cometas suicidio, no seas violento, ni pendenciero, ni busques la violencia de ninguna forma, porque Yo Soy el Dios de la paz, y detesto a los violentos y arrojo fuera de Mi Presencia a los violentos y no subsisten delante de Mi Presencia los iracundos. Acuérdate que Yo dije en el Evangelio: “Bienaventurados los mansos y humildes de corazón”. Yo en la cruz destruí la muerte y vencí para siempre al Dragón violento, sembrador de discordia. Busca la paz, ama la paz, desea la paz, da la paz a tus hermanos, y el Dios de la paz, que Soy Yo mismo, estará contigo. Cuando tengas la tentación de levantar tu mano para herir y matar a tu hermano, mira mis manos, clavadas en la cruz, atravesadas por gruesos clavos de hierro, por ti, para que tú no levantes tu mano homicida contra tu hermano; mira mis manos perforadas por gruesos clavos de hierro, y si levantas tus manos, que sean en oración hacia Mí, que estoy en la cruz y en el sagrario, y que sean para auxiliar a tu prójimo más necesitado, y no para herir a tu hermano”.


El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¡No hagas caso de este mandamiento! El mundo pertenece a los más fuertes. Sé violento, arrogante, soberbio. Tienes que imponerte por la fuerza, porque los débiles y cobardes nada logran. En el Infierno, hay muchos violentos, que siguen siendo violentos e iracundos por toda la eternidad. Allí pueden descargar su ira para siempre, pero esa ira va mezclada con el terror que les provoca mi compañía y mi visión. Si quieres que yo sea tu compañero para siempre, descarga tu ira cuantas veces lo desees, y yo te estaré esperando abajo…”.
Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “No cometas actos impuros, no forniques, no desees la mujer de tu prójimo, vive en la castidad, conserva tu cuerpo, tu mente, tu corazón y tu alma puros, porque tu cuerpo es templo del Espíritu Santo, tu mente es sede de la Sabiduría divina, tu corazón es altar de la Eucaristía y tú me perteneces todo entero, con todo tu ser, con todo lo que tienes, con todo lo que eres, con todo tu pasado, tu presente y tu futuro; míos son tu tiempo y tu eternidad; no los contamines con impurezas y con obras carnales, porque fuiste creado para el cielo, para el Reino de mi Padre, en donde no existe la corrupción ni la impureza. Cuando te acometa la tentación, mira mi Cabeza, coronada de espinas: son tus malos pensamientos, consentidos, que se han materializado en gruesas, duras y filosas espinas, que desgarran mi cuero cabelludo y hacen brotar múltiples ríos de Sangre que corren por mi Cabeza y bañan mi Santa Faz. Entonces, si no te mueve ni el deseo del cielo, ni el temor del infierno, que al menos te mueva el deseo de no provocarme más dolor, y haz el propósito de ser puro, casto, limpio, de cuerpo y alma; no te contamines con las impurezas carnales, para que seas merecedor de las delicias celestiales, reservadas a las almas castas e inmaculadas, las almas que se revisten de la gracia santificante.”.
         El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¡Haz lo que quieras! ¡Comete todas las impurezas carnales que quieras! ¡Disfruta de esta vida, que después de esta vida, no hay otra! Además, estos placeres carnales, no se terminan nunca, y en todo caso, si te quieres convertir, conviértete, pero deja la conversión para mañana. Dios es misericordioso y pura misericordia, ¿cómo va a condenarte? ¡Fornica tranquilamente, consume pornografía tranquilamente, mantén relaciones pre-matrimoniales tranquilamente, total, Dios te perdonará siempre, aunque no tengas propósito de enmienda! Para eso está la confesión, para absolverte, aunque no estés arrepentido. Comete toda clase de impurezas, acalla tu conciencia, cumple mis mandamientos al pie de la letra, los mandamientos de Satán, y seremos amigos por la eternidad.
Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “No digas mentiras ni levantes falso testimonio, porque si esto haces, te conviertes en cómplice del Padre de la mentira, el Demonio, el Engañador, y no hay nada que Yo deteste más, que la mentira. No soporto a quien dice mentiras; no tolero a los falsos, a los mentirosos; esos no duran ante Mi Presencia, porque Yo Soy la Verdad Absoluta; Yo Soy la Sabiduría Divina, y en mí no hay falsedad alguna. No entrarán en el cielo los que dicen mentiras, los que juran en falso, los que tuercen la Verdad, los que dicen medias verdades, y son arrojados del cielo los que osan decir mentiras, como el Padre de la mentira, Satanás, quien fue el primero y el último en decir una mentira en el cielo. El dijo la única mentira pronunciada en el cielo: “¡Yo soy como Dios!”, y por esa osadía, fruto de su mente enferma, perversa y diabólica, San Miguel Arcángel, por orden mía, combatió y lo expulsó para siempre de mi Reino. Nunca entrarán en el cielo los que dicen mentiras, los que juran en falso, los que calumnian a su prójimo, los que difaman, los que escuchan con placer falsedades acerca de su prójimo. Cuando quieras decir una mentira, o cuando tengas la tentación de decir una calumnia sobre un prójimo, mírame a Mí en la cruz, y fíjate cuál es el precio de la calumnia, porque Yo fui Víctima Inocente de las calumnias, las difamaciones, y de las acusaciones injustas de mentirosos y falsarios, que me acusaron en un juicio inicuo. Mírame y contémplame con todas mis heridas, abiertas y sangrantes, y piensa en mi dolor, que es actual, profundo, lacerante, y piensa en mi muerte en cruz, humillante, dolorosa, lancinante, porque es el fruto de las calumnias y difamaciones, y no calumnies ni difames ni digas mentiras, porque si lo haces, te vuelves partícipe de mi muerte en la cruz y cómplice del Padre de la mentira. Sé amante de la Verdad y siempre veraz, y que tu “sí” sea “sí” y tu “no” sea “no”, porque todo lo demás, viene del Maligno”.                 
El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “¡No tengas escrúpulos en mentir! Acuérdate de este principio mío, tan eficaz: “Miente, que algo quedará”. La mentira es el arma de los astutos. Claro, que tienes que tener siempre presente tu mentira, para no quedar atrapado por ella. Di siempre mentiras, cuantas más mentiras digas, tanto más te acercarás a mí, y llegará un momento en que estarás tan cerca de mí, que entonces te atraparé, y ya no te separarás nunca más de mí. ¡Miente, para que vivamos siempre juntos, allá abajo, en el Reino de la mentira, de la falsedad y de la impiedad!”
Desde la cruz, Jesús nos dice, con suave y dulce voz, al corazón: “No robes ni codicies los bienes ajenos. Cuando tengas la tentación de apoderarte de lo que no es tuyo, mírame a Mí en la cruz, e imítame a Mí, que siendo Dios, nada material tengo en la cruz, porque ninguno de los bienes materiales que tengo en la cruz, me pertenecen, ya que el leño de madera, el letrero que dice: “Jesús Nazareno, Rey de los judíos”, los tres clavos de hierro que atraviesan mis manos y mis pies, y la corona de espinas que taladra mi Cabeza, me han sido prestados por mi Padre, y el paño con el que me cubro mi humanidad, me lo ha prestado mi Madre amantísima, pues era el velo con el que cubría su cabeza; todos estos bienes materiales, han sido usados por Mí, para salvar a la humanidad, para salvarte a ti, y han quedado en la tierra. Tú, haz lo mismo con tus bienes materiales: úsalos y adminístralos en tanto y en cuanto te sirvan para llegar al cielo; compártelos con tus hermanos más necesitados, no los acumules sin necesidad, porque nada material te llevarás a la otra vida. Atesora en cambio, tesoros para el cielo, tesoros espirituales, que son las obras de misericordia, corporales y espirituales, porque esos tesoros, sí te llevarás a la otra vida; entra en la otra vida, con tus alforjas cargadas de tesoros espirituales. Recuerda: donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón: que tu tesoro sea la Santa Cruz, la Eucaristía y el Inmaculado Corazón de María, para que tu corazón esté siempre ahí, a buen resguardo; que tu tesoro no sea nunca el ni el oro ni la plata, porque de lo contrario, con ellos perecerá para siempre, como le sucedió a Judas Iscariote, que por preferir escuchar el tintineo metálico de las monedas de plata, antes que escuchar los latidos de mi Sagrado Corazón, como lo hizo en cambio Juan Evangelista, ahora debe escuchar, para siempre, el rugido aterrador del Príncipe de las tinieblas. No desees los bienes materiales; desea en cambio, los bienes del cielo, la Santa Cruz, la Eucaristía y el Inmaculado Corazón de María, y así serás feliz, en esta vida y en la vida eterna”.
El Demonio, desde el Infierno, con sibilina voz, nos dice: “Si te postras ante mí, te daré todo el oro del mundo. Tendrás fama y serás reconocido y estimado por los grandes de la humanidad. Lo único que tienes que hacer es darme tu alma, como lo hizo aquel que vendió a su Maestro, por treinta monedas de plata. Solo necesito saber cuál es el precio de tu alma, para que hagamos el trato. Dímelo, y cerremos el trato: a cambio de unos cuantos bienes materiales, que en pocos años no valdrán nada, tú me darás tu alma inmortal y tu cuerpo, y yo los poseeré para siempre, en las cárceles del Infierno. Tú disfrutarás del oro y de la plata por unos pocos años, que pasan volando, en un abrir y cerrar de ojos, y yo te tendré a mi disposición, para hacerte sufrir, por toda la eternidad, en mi lago de fuego. ¡Cerremos el trato cuanto antes, véndeme tu alma por un puñado de billetes!”.
Querido joven: desde la cruz, Jesús nos pide que cumplamos los Mandamientos de Dios, que se resumen en uno solo: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”, para que seamos eternamente felices en el Reino de su Padre, pero no nos obliga a cumplirlos, puesto que respeta al máximo nuestro libre albedrío.
Desde el Infierno, Satanás nos tienta para que cumplamos sus mandamientos, los mandamientos de Satanás, que se resumen en uno solo: “Haz lo que quieras, cumple tu voluntad y no la de Dios”; tampoco nos obliga, pero no quiere nuestra felicidad, sino nuestra completa destrucción y nuestro dolor eternos, y para eso es que nos tienta permanentemente.

La Sagrada Escritura lo dice: “Ante el hombre están la vida y la muerte, el bien y el mal, lo que él elija, eso se le dará” (cfr. Eclo 18, 17). Delante nuestro, están los Mandamientos de Cristo Dios, o los mandamientos de Satanás; lo que elijamos, eso se nos dará. Que María Santísima, Madre del Amor hermoso, interceda por nosotros, para que siempre elijamos vivir y cumplir los Mandamientos de Cristo Dios.