miércoles, 12 de noviembre de 2014

La Eucaristía y los Jóvenes: La oración explicada a los jóvenes (2)


         Ya dijimos que orar es “elevar la mente y el corazón a Dios”. Ahora bien, lo que debemos saber, con respecto a la oración es, que esta es, de parte nuestra, un “acto de justicia” y no un voluntario acto de piedad[1]. En otras palabras: tenemos el deber –de amor- y la obligación –de amor- de orar a Dios, y esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos “regalando” algo a Dios; esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos haciendo “un favor” a Dios, sino que estamos cumpliendo con un deber de amor para con Dios. Cuando oramos, solo estamos devolviendo, por así decirlo, y en una mínima porción, la inmensa deuda de amor y de gratitud que le debemos a Dios, por ser Dios quien es, Dios de infinita majestad y bondad, y por ser Él nuestro Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador. Todo lo que somos, todo lo que tenemos; el aire que respiramos, nuestro acto de ser, nuestras potencias del alma, nuestro cuerpo, absolutamente todo, se lo debemos a Él, y por todo eso, le debemos dar gracias. Y eso, sin contar los inmensos dones sobrenaturales, como el haber sido adoptados como hijos suyos por el bautismo; el haber recibido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía; el haber recibido al Espíritu Santo en el Sacramento de la Confirmación; el haber sido perdonados en el Sacramento de la Confesión; el haber recibido a la Virgen María como Madre nuestra y como estos, miles de beneficios, que para describirlos en sus grandezas, necesitaríamos cientos de libros para poder enumerarlos a todos y tomar conciencia de la maravilla de tantos dones, que asombra a los ángeles en el cielo.
         La oración, entonces, no es un gesto de condescendencia que nosotros nos dignamos a hacer para con Dios: es un deber de justicia y si no lo hacemos, faltamos gravemente a ese deber de justicia, y nos comportamos como hijos ingratos, desagradecidos, faltos de amor, para con un Padre Dios que se ha mostrado tan inmensamente amoroso.
         Teniendo en cuenta estas premisas, nos preguntamos: ¿cómo orar? Y respondemos que, como en todo lo que hacemos en relación a Dios, nuestro modelo y ejemplo, es Jesucristo. Entonces, para saber cómo orar, debemos contemplar a Jesús, en su oración, y sobre todo, en su oración en la cruz.
         Al orar, la primera intención de Jesús era santificar el Nombre de Dios y eso es lo primero que nos enseñó Jesús a pedir en el Padre Nuestro, que el Nombre de Dios sea santificado: “Santificado sea tu Nombre”. Dios es Santo, Tres veces Santo, y así lo dicen los ángeles en el cielo: “Santo, Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, toda la tierra está llena de su gloria”[2] y así lo proclama la Iglesia en la Santa Misa, a Jesucristo, antes de la Transubstanciación: “Santo, Santo, Santo”[3]. Así reconocemos la infinita majestad de Dios Uno y Trino y su supremo dominio como Amo y Señor de la Creación. La primera de nuestras intenciones al orar, entonces, debe ser el de santificar el nombre de Dios, que es Tres veces Santo, porque Dios es Uno y Trino.
         La segunda intención, al orar, debe ser el de agradecer a Dios, como ya lo dijimos al principio, por todos los beneficios, dones y gracias que nos concede, no solo en el orden natural, sino en el orden sobrenatural. Muchísimos de estos beneficios, dones y gracias, los conoceremos recién en la otra vida, en la vida eterna[4], porque son tantos, que no nos alcanzarían cientos de vidas terrenas, para conocerlos a todos.
         El tercer fin por el cual debemos orar, es para pedir perdón por nuestras rebeliones, por nuestras ingratitudes, por nuestras indiferencias hacia su Amor. Es decir, debemos orar para pedir perdón por nuestros pecados. Para darnos cuenta de la malicia del pecado, imaginemos la siguiente escena: una madre, que es toda ternura y amor, que se desvive por dar a su hijo todo lo que necesita y aún más, y a cambio, recibe de este hijo desalmado, malos tratos, enojos, reprimendas e incluso, en el extremo de su malicia, le llega a levantar la mano. ¡Un hijo así, merecería ser fulminado por un rayo! Ese hijo, tan desagradecido, para con una madre tan amorosa, somos nosotros, cuando cometemos un pecado, porque respondemos con el mal, a la bondad infinita de Dios. Esa es la razón por la cual debemos orar, para pedir perdón por nuestros pecados, por la malicia de nuestros pecados y por la de nuestros hermanos.
         Por último, y sólo en último lugar, el fin de la oración es pedir las gracias y favores que necesitemos, para nosotros, para nuestros seres queridos, o para cualquier otro prójimo. Por lo general, cuando los cristianos hacen oración, ponen en primer lugar las peticiones, cuando no son las peticiones el motivo exclusivo de sus oraciones. Es como si un hijo se dirigiera a su padre solamente para pedirle las cosas que necesita, limitando su diálogo al pedir y solamente pedir lo que necesita. Ese hijo demostraría, con esa actitud, que es egoísta, que solo piensa en sí mismo, y que, o tiene un amor muy limitado a su padre, o que no lo tiene en absoluto. No debe ser así en nuestra relación de hijos adoptivos para con Dios: no debemos poner las peticiones en primer lugar, en nuestra oración con Dios, sino en último lugar. Dios sabe, antes de que le pidamos, qué es lo que necesitamos, pues conoce nuestros pensamientos desde toda la eternidad, y quiere que se lo pidamos, pero quiere también que santifiquemos su nombre, que lo adoremos, que le demos gracias, que pidamos perdón por nuestros pecados, y que pidamos por los demás, para que seamos generosos, y que en último lugar, pidamos por nosotros.
         Entonces, estos son los cuatro fines de la oración: adoración, agradecimiento, reparación, petición.




[1] Cfr. Leo J. Trese, La fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 568 ss.
[2] Isaías 6, 3.
[3] Cfr. Misal Romano.
[4] Cfr. Trese, ibidem.

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