Ya dijimos que orar es “elevar la mente y el corazón a Dios”.
Ahora bien, lo que debemos saber, con respecto a la oración es, que esta es, de
parte nuestra, un “acto de justicia” y no un voluntario acto de piedad[1]. En
otras palabras: tenemos el deber –de amor- y la obligación –de amor- de orar a
Dios, y esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos “regalando”
algo a Dios; esto quiere decir que cuando oramos, no es que le estamos haciendo
“un favor” a Dios, sino que estamos cumpliendo con un deber de amor para con
Dios. Cuando oramos, solo estamos devolviendo, por así decirlo, y en una mínima
porción, la inmensa deuda de amor y de gratitud que le debemos a Dios, por ser
Dios quien es, Dios de infinita majestad y bondad, y por ser Él nuestro
Creador, nuestro Redentor y nuestro Santificador. Todo lo que somos, todo lo
que tenemos; el aire que respiramos, nuestro acto de ser, nuestras potencias
del alma, nuestro cuerpo, absolutamente todo, se lo debemos a Él, y por todo
eso, le debemos dar gracias. Y eso, sin contar los inmensos dones
sobrenaturales, como el haber sido adoptados como hijos suyos por el bautismo;
el haber recibido el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de su Hijo
Jesucristo en el Sacramento de la Eucaristía; el haber recibido al Espíritu
Santo en el Sacramento de la Confirmación; el haber sido perdonados en el Sacramento
de la Confesión; el haber recibido a la Virgen María como Madre nuestra y como
estos, miles de beneficios, que para describirlos en sus grandezas, necesitaríamos
cientos de libros para poder enumerarlos a todos y tomar conciencia de la maravilla
de tantos dones, que asombra a los ángeles en el cielo.
La oración, entonces, no es un gesto de condescendencia que
nosotros nos dignamos a hacer para con Dios: es un deber de justicia y si no lo
hacemos, faltamos gravemente a ese deber de justicia, y nos comportamos como
hijos ingratos, desagradecidos, faltos de amor, para con un Padre Dios que se
ha mostrado tan inmensamente amoroso.
Teniendo en cuenta estas premisas, nos preguntamos: ¿cómo
orar? Y respondemos que, como en todo lo que hacemos en relación a Dios,
nuestro modelo y ejemplo, es Jesucristo. Entonces, para saber cómo orar,
debemos contemplar a Jesús, en su oración, y sobre todo, en su oración en la
cruz.
Al orar, la primera intención de Jesús era santificar el
Nombre de Dios y eso es lo primero que nos enseñó Jesús a pedir en el Padre
Nuestro, que el Nombre de Dios sea santificado: “Santificado sea tu Nombre”. Dios
es Santo, Tres veces Santo, y así lo dicen los ángeles en el cielo: “Santo,
Santo, Santo es el Señor Dios de los ejércitos, toda la tierra está llena de su
gloria”[2] y
así lo proclama la Iglesia en la Santa Misa, a Jesucristo, antes de la
Transubstanciación: “Santo, Santo, Santo”[3]. Así
reconocemos la infinita majestad de Dios Uno y Trino y su supremo dominio como
Amo y Señor de la Creación. La primera de nuestras intenciones al orar, entonces,
debe ser el de santificar el nombre de Dios, que es Tres veces Santo, porque
Dios es Uno y Trino.
La segunda intención, al orar, debe ser el de agradecer a
Dios, como ya lo dijimos al principio, por todos los beneficios, dones y
gracias que nos concede, no solo en el orden natural, sino en el orden
sobrenatural. Muchísimos de estos beneficios, dones y gracias, los conoceremos
recién en la otra vida, en la vida eterna[4],
porque son tantos, que no nos alcanzarían cientos de vidas terrenas, para
conocerlos a todos.
El tercer fin por el cual debemos orar, es para pedir perdón
por nuestras rebeliones, por nuestras ingratitudes, por nuestras indiferencias
hacia su Amor. Es decir, debemos orar para pedir perdón por nuestros pecados. Para
darnos cuenta de la malicia del pecado, imaginemos la siguiente escena: una
madre, que es toda ternura y amor, que se desvive por dar a su hijo todo lo que
necesita y aún más, y a cambio, recibe de este hijo desalmado, malos tratos,
enojos, reprimendas e incluso, en el extremo de su malicia, le llega a levantar
la mano. ¡Un hijo así, merecería ser fulminado por un rayo! Ese hijo, tan
desagradecido, para con una madre tan amorosa, somos nosotros, cuando cometemos
un pecado, porque respondemos con el mal, a la bondad infinita de Dios. Esa es
la razón por la cual debemos orar, para pedir perdón por nuestros pecados, por
la malicia de nuestros pecados y por la de nuestros hermanos.
Por último, y sólo en último lugar, el fin de la oración es
pedir las gracias y favores que necesitemos, para nosotros, para nuestros seres
queridos, o para cualquier otro prójimo. Por lo general, cuando los cristianos
hacen oración, ponen en primer lugar las peticiones, cuando no son las
peticiones el motivo exclusivo de sus oraciones. Es como si un hijo se
dirigiera a su padre solamente para pedirle las cosas que necesita, limitando
su diálogo al pedir y solamente pedir lo que necesita. Ese hijo demostraría,
con esa actitud, que es egoísta, que solo piensa en sí mismo, y que, o tiene un
amor muy limitado a su padre, o que no lo tiene en absoluto. No debe ser así en
nuestra relación de hijos adoptivos para con Dios: no debemos poner las
peticiones en primer lugar, en nuestra oración con Dios, sino en último lugar. Dios
sabe, antes de que le pidamos, qué es lo que necesitamos, pues conoce nuestros
pensamientos desde toda la eternidad, y quiere que se lo pidamos, pero quiere
también que santifiquemos su nombre, que lo adoremos, que le demos gracias, que
pidamos perdón por nuestros pecados, y que pidamos por los demás, para que
seamos generosos, y que en último lugar, pidamos por nosotros.
Entonces, estos son los cuatro fines de la oración:
adoración, agradecimiento, reparación, petición.
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