miércoles, 24 de noviembre de 2010

El amor al prójimo


El primer mandamiento de la ley de Jesucristo manda amar a Dios y al prójimo: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.

Esto quiere decir que el amor sobrenatural a Dios pasa por el amor sobrenatural al prójimo, puesto que el prójimo es imagen de Dios, y no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama a su imagen viviente, a quien se ve, el prójimo.

Según Santo Tomás, el amor a Dios y el amor al prójimo no son dos amores distintos, sino uno solo: el amor al prójimo está encerrado en el amor a Dios, y procede de él[1].

Ahora bien, se debe tener en cuenta que este amor al prójimo, pedido por Jesucristo, no es el amor natural, humano, que naturalmente se da entre los miembros de la especie humana. Por lo general, amamos a nuestros semejantes por muchos motivos humanos y terrenos: porque son hombres como nosotros, porque poseen ciertas cualidades, porque comparten una misma nación y una misma tierra, porque están unidos por lazos biológicos. Es así como el hijo ama a su padre, el hermano a la hermana, el amigo al amigo, el ciudadano al ciudadano.

Este amor no es para nada reprobable, ya que es bueno en su naturaleza, siempre que no se oponga al amor de Dios y no infrinja las prescripciones de la ley divina. Pero es un amor humano y natural, no divino y sobrenatural; no es el amor cristiano, tal como corresponde al hombre regenerado por la gracia de Cristo, ni es un amor meritorio delante de Dios para la vida eterna.

Como cristianos, debemos amar a nuestro prójimo no por la naturaleza, sino por la gracia y, para eso, debemos amarlo no según la naturaleza, sino de acuerdo a la gracia, es decir, porque está unido a nosotros por la gracia.

Debemos amarlo porque también él participa de la naturaleza divina y ha sido elevado sobre su propia naturaleza o, al menos, porque ha sido llamado a semejante elevación y transfiguración.

El objetivo de nuestro amor debe ser, más que el prójimo en sí mismo, Dios, que por la gracia, se une a él, y por eso debemos profesarle un amor sobrenatural y divino, el mismo amor que profesamos a Dios.

Nuestro prójimo es hijo de Dios por la gracia, nacido y engendrado de Dios, imagen sobrenatural de Dios, y es por estos motivos, que el amor que tenemos a Dios debe extenderse a él, por el hecho de ser un hijo suyo. Por la gracia es un hermano espiritual, que por este motivo, está unido a nosotros con una hermandad y fraternidad todavía más fuerte que la hermandad y la fraternidad sanguíneas y biológicas. No se puede amar a Cristo sin amar con Él y en Él a sus hermanos y miembros. Por la gracia, el prójimo es un templo en el que habita real y personalmente el Espíritu Santo con toda su divinidad, no solamente como un hombre en su casa, sino como el alma con su cuerpo.

Es inconcebible, por lo tanto, separar lo que ha unido tan íntimamente el amor divino, es decir, a nosotros, con nuestro prójimo, dándonos una hermandad, por la gracia, más fuerte que la hermandad sanguínea.

Como cristianos, sólo en Dios y para Dios podemos amar a nuestros semejantes, y si estamos ligados con lazos de parentesco o de amistad, debemos considerar a esos lazos igualmente en relación con Dios que los ha creado, dándoles así una consagración celestial y una nobleza divina.

En la gracia, nos unimos a Dios y a nuestros semejantes; penetramos, por así decirlo, en el seno y en el corazón de Dios, que a todos nos ha transformado en Él.

Este es el motivo por el que el amor cristiano sobrenatural se llama preferentemente “amor fraterno”.

Según la naturaleza, unos están más cerca que otros, por causa del parentesco, de la amistad, o de la nacionalidad, y muchos todavía están tan lejos unos de otros, que ni siquiera se conocen. Pero por la gracia, nos aproximamos todos de una manera misteriosa; por ella todos somos hijos de Dios, hermanos en Cristo, piedras de un mismo templo divino y miembros de un mismo cuerpo místico de Cristo; todos son “nuestro prójimo”, “nuestro hermano en Cristo”, y por ello debemos abrazarlos a todos con los brazos del único amor divino.

El motivo principal de la caridad fraterna se funda en el hecho de que nuestro prójimo, mediante la gracia, posee una dignidad sobrenatural, y es por la gracia poseída en nosotros la que nos impulsa a ese amor.

Lo que Dios nos pide, en el primer mandamiento, es que tratemos al prójimo como Él nos ha tratado primero: con bondad, con misericordia, con compasión, con caridad, y nos promete que lo que hagamos por sus hijos, Él lo aceptará como si a Él mismo lo hubiésemos hecho.

“Mis muy amados”, dice San Juan, “si Dios nos ha amado a tal extremo, es preciso que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn 4, 11). Y el Apóstol dice: “Sed mutuamente afables, compasivos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os ha perdonado a vosotros en Cristo” (Ef 4, 32).

No debe tener límite nuestra bondad y misericordia para con nuestro prójimo, como no tuvo límite la bondad y la misericordia de Dios para con nosotros, y la prueba está en el sacrificio de Cristo en la cruz y en la prolongación de ese sacrificio en la Eucaristía.


[1] Santo Tomás, II, II, 9, 25.

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