viernes, 11 de diciembre de 2015

La importancia de estudiar no solo la ciencia humana, sino ante todo la divina


(Homilía para la Santa Misa de acción de gracias por el egreso de niños de una escuela primaria)

         Estudiar, aunque parece algo fastidioso, es, sin embargo, algo fascinante, porque además de permitirnos conocer la realidad que nos rodea, nos perfecciona como seres humanos: antes de estudiar, no teníamos la perfección del conocimiento; después de estudiar, sí la tenemos, y por eso, somos más perfectos, a medida que estudiamos. Pero además, el estudio de las ciencias y de la sabiduría humana –formada a lo largo de los siglos por el aporte de millones de pensadores-, es importante para labrarnos un futuro mejor: estudiar nos abre las puertas para un mejor empleo, para que así podamos dar a nuestras familias un mejor pasar.
         Sin embargo, además del estudio de las ciencias y sabidurías humanas, hay otro estudio, de otra ciencia y otra sabiduría, que es mucho más importante, y es el estudio de la ciencia y la Sabiduría divinas. Y así como en la escuela, para estudiar, tenemos que leer un libro y aprender las lecciones de nuestra maestra o maestro, también en el estudio de la Divina Sabiduría, hay un libro misterioso que debemos aprender y una maestra a la que debemos escuchar atentamente en sus lecciones: el libro en el que se nos enseña la Sabiduría divina, es el Libro de la Cruz, en donde está la Sabiduría divina, Nuestro Señor Jesucristo, crucificado; la Maestra a la que debemos escuchar atentamente en sus lecciones, es la Virgen, que está al pie de la cruz.
         Para estudiar en este misterioso y sagrado libro, el Libro de la cruz, debemos acercarnos hasta Jesús crucificado y permanecer ante Él, de rodillas, contemplando su Cuerpo todo cubierto de heridas abiertas y sangrantes; su Sangre Preciosísima, que brota de sus manos, de sus pies, de su Sagrada Cabeza y de su Costado abierto. Pero además, debemos estar muy atentos a las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, que nos dice que debemos “hacer lo que Jesús hace en la cruz, amar lo que Jesús ama en la cruz y rechazar lo que Jesús rechaza en la cruz”: en la cruz, Jesús da su vida a Dios por amor a nosotros, y así nosotros debemos amar a Dios y a nuestros hermanos, hasta la muerte de cruz; en la cruz, Jesús tiene pensamientos santos y puros y sólo desea la eterna salvación de nuestras almas, así también nosotros, debemos pedirle a la Virgen tener siempre los mismos pensamientos santos y puros que tiene Jesús coronado de espinas, para vivir siempre en gracia; en la cruz, Jesús rechaza todo mal, todo pecado, toda mentira, toda violencia, y así también nosotros, debemos rechazar todo mal, todo pecado, toda mentira, toda violencia.

         Por último, así como el conocimiento de la ciencia humana nos abre las puertas para un futuro mejor, así también el conocimiento de la ciencia y de la Sabiduría divinas, que aprendemos leyendo en el Libro de la Cruz, y tomando las lecciones de la Maestra del cielo, la Virgen, nos abren las Puertas del cielo y nos brindan un futuro inimaginablemente mejor que cualquiera de los mejores futuros de la tierra: la vida eterna en el Reino de los cielos.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Santa Misa en Acción de gracias


         La Acción de gracias, que es un gesto que parte de un corazón noble, es fundamentalmente una reacción religiosa de la creatura hacia Dios, porque reconoce, con alegría y asombro, la grandeza y la generosidad divina; el hombre descubre que Dios es el Creador, tanto del universo visible como del invisible, y que todo lo ha dispuesto para nuestro bien y por eso brota en el corazón el reconocimiento agradecido por la Bondad divina. En la Acción de gracias a Dios, está contenido el reconocimiento, tanto de la majestad y de la omnipotencia divinas, como de su bondad sin límites, pues todo lo ha creado para el hombre. La Acción de gracias, jubilosa y gozosa por la Bondad divina, es lo que caracteriza al cristiano; lo contrario, el no dar gracias a Dios por su inmensa bondad, es el pecado de los paganos, que no reconocen en Dios ni su grandeza, ni su gloria, y así lo dice San Pablo, al afirmar que los paganos “no dan a Dios ni gloria ni acción de gracias” (Rm 12, 1). El cristiano, por el contrario, cuando contempla el mundo, se maravilla y se alegra porque ve, en lo creado, la Sabiduría divina, el Amor Eterno y la Omnipotencia de Dios Uno y Trino, que ha puesto a su creatura que más ama, el hombre, como centro y como rey de la Creación, y es para él, para el hombre, que ha creado absolutamente todo el mundo material que vemos, como así también el mundo angélico, al que no vemos. La tierra, con sus frutos, ha sido creada para el hombre, para que el hombre se sirva de sus frutos y, con un corazón lleno de alegría, dé gracias continuamente a Dios por su inmensa bondad. Pero no sólo el mundo visible está a disposición del hombre: los ángeles, además de adorar a Dios, están al servicio de los hombres, porque cada hombre tiene su Ángel de la Guarda, así como también las naciones tienen su Ángel de la Guarda, y esto es también motivo para dar gracias a Dios, por su inmensa bondad y por su majestad divina.
         Dar gracias a Dios es muestra de un corazón religioso y noble, que reconoce que Dios ha creado la tierra, los animales, las montañas, los frutos de la tierra, para que el hombre se aproveche de ellos, no de modo egoísta, sino solidario, porque tiene el deber de amar a su hermano, sobre todo el más necesitado, y la forma de hacerlo es compartiendo, con su prójimo, lo que Dios ha creado y donado.
         Por último, si debemos dar gracias a Dios por el mundo creado, que es un don de su Amor, muchísimo más debemos darle gracias por el envío de su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que entregue su Cuerpo y su Sangre en la Cruz, para nuestra salvación, porque se trata de un don del Amor de Dios que supera toda capacidad de comprensión. Y la Acción de gracias por excelencia, es la Santa Misa, porque allí está contenido el único don que es digno de la majestad y bondad de Dios, la Eucaristía, que es el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.