Puesto
que era Dios Hijo y que la Virgen era Virgen y Madre y su concepción fue obra
del Espíritu Santo, su Nacimiento no podía ser al modo humano. La Virgen fue
Virgen antes, durante y después del parto, y permanece Virgen y permanecerá
siendo Virgen por toda la eternidad. Los Padres de la Iglesia la comparan a un
cristal, cuando es atravesado por un rayo de sol: así como el rayo de sol
atraviesa el cristal y lo deja intacto, tal como era antes de atravesarlo,
mientras lo atraviesa y después de atravesarlo, así Nuestro Señor Jesucristo, estando
la Virgen arrodillada en oración, y saliendo del abdomen superior de la Virgen
como un rayo de luz, dejó su virginidad intacta, antes, durante y después de
salir del vientre de su Madre. También podemos compararla a la Virgen con un
diamante: así como el diamante, roca cristalina, atrapa a la luz del sol y,
antes de emitirla, la retiene en sí misma para luego recién emitirla, y así
como esta luz del sol es emitida y al ser emitida deja al diamante intacto, tal
como era en su inicio, antes, durante y después de su emisión, así la Virgen,
Madre de Dios, recibió en su seno virginal al Verbo Eterno del Padre, la Luz
Eterna, la atrapó en su útero materno por nueve meses, y luego la emitió al
mundo, para iluminar al mundo, que yacía “en tinieblas y en sombras de muerte”
con esta Luz Divina, permaneciendo Virgen antes, durante y después de la emisión
de esta Luz Eterna, que es su Hijo Jesús.
Pero veamos qué es lo que nos dicen los místicos, como por
ejemplo, María Valtorta, acerca del Nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo.
Así lo narra esta gran mística, en un escrito del 6 de junio
de 1944: “Nacimiento de Jesús. Veo el interior de este pobre albergue rocoso
que María y José comparten con los animales. La pequeña hoguera está a punto de
apagarse, como quien la vigila a punto de quedarse dormido. María levanta su
cabeza de la especie de lecho y mira. Ve que José tiene la cabeza inclinada
sobre el pecho como si estuviese pensando, y está segura que el cansancio ha
vencido su deseo de estar despierto. ¡Qué hermosa sonrisa le aflora por los
labios! Haciendo menos ruido que haría una mariposa al posarse sobre una rosa,
se sienta, y luego se arrodilla. Ora. Es una sonrisa de bienaventurada la que
llena su rostro. Ora con los brazos abiertos no en forma de cruz, sino con las
palmas hacia arriba y hacia adelante, y parece como si no se cansase con esta posición.
Luego se postra contra el heno orando más intensamente. Una larga plegaria. José
se despierta. Ve que el fuego casi se ha apagado y que el lugar está casi
oscuro. Echa unas cuantas varas. La llama prende. Le echa unas cuantas ramas
gruesas, y luego otras más, porque el frío debe ser agudo. Un frío nocturno
invernal que penetra por todas las partes de estas ruinas. El pobre José, como
está junto a la puerta – llamemos así a la entrada sobre la que su manto hace
las veces de puerta – debe estar congelado. Acerca sus manos al fuego. Se quita
las sandalias y acerca los pies al fuego. Cuando ve que éste va bien y que
alumbra lo suficiente, se da media vuelta. No ve nada, ni siquiera lo blanco
del velo de María que formaba antes una línea clara en el heno oscuro. Se pone
de pie y despacio se acerca a donde está María. “ ¿No te has dormido?” le
pregunta. Y por tres veces lo hace, hasta que Ella se estremece, y responde: “Estoy
orando”. “ ¿ Te hace falta algo?”
«
Nada, José. »
«
Trata de dormir un poco. Al menos de descansar. »
«
Lo haré. Pero el orar no me cansa. »
«
Buenas noches, María. »
«
Buenas noches, José».
María
vuelve a su antigua posición. José, para no dejarse vencer otra vez del sueño,
se pone de rodillas cerca del fuego y ora. Ora con las manos juntas sobre la
cara. Las mueve algunas veces para echar más leña al fuego y luego vuelve a su
ferviente plegaria. Fuera del rumor de la leña que chisporrotea, y del que
produce el borriquillo que algunas veces golpea su pesuña contra el suelo, otra
cosa no se oye.
Un
rayo de luna se cuela por entre una grieta del techo y parece como hilo
plateado que buscase a María. Se alarga, conforme la luna se alza en lo alto
del cielo, y finalmente la alcanza. Ahora está sobre su cabeza que ora. La
nimba de su candor.
María
levanta su cabeza como si de lo alto alguien la llamase, nuevamente se pone de
rodillas. ¡Oh, qué bello es aquí! Levanta su cabeza que parece brillar con la
luz blanca de la luna, y una sonrisa sobrehumana transforma su rostro. ¿Qué
cosa está viendo? ¿Qué oyendo? ¿Qué cosa experimenta? Sólo Ella puede decir lo
que vio, sintió y experimentó en la hora dichosa de su Maternidad. Yo sólo veo
que a su alrededor la luz aumenta, aumenta, aumenta. Parece como si bajara del
cielo, parece como si manara de las pobres cosas que están a su alrededor,
sobre todo parece como si de Ella procediese.
Su
vestido azul oscuro, ahora parece estar teñido de un suave color de miosotis,
sus manos y su rostro parecen tomar el azulino de un zafiro intensamente pálido
puesto al fuego. Este color, que me recuerda, aunque muy tenue, el que veo en
las visiones del santo paraíso, y el que vi en la visión de cuando vinieron los
Magos, se difunde cada vez más sobre todas las cosas, las viste, purifica, las
hace brillantes.
La
luz emana cada vez con más fuerza del cuerpo de María; absorbe la de la luna,
parece como que Ella atrajese hacia sí la que le pudiese venir de lo alto. Ya
es la Depositaria de la Luz. La que será la Luz del mundo. Y esta beatífica,
incalculable, inconmensurable, eterna, divina Luz que está para darse, se
anuncia con un alba, una alborada, un coro de átomos de luz que aumentan,
aumentan cual marea, que suben, que suben cual incienso, que bajan como una
avenida, que se esparcen cual un velo…
La
bóveda, llena de agujeros, telarañas, escombros que por milagro se balancean en
el aire y no se caen; la bóveda negra, llena de humo, apestosa, parece la
bóveda de una sala real. Cualquier piedra es un macizo de plata, cualquier
agujero un brillar de ópalos, cualquier telaraña un preciosismo baldaquín
tejido de plata y diamantes. Una lagartija que está entre dos piedras, parece
un collar de esmeraldas que alguna reina dejara allí; y unos murciélagos que
descansan parecen una hoguera preciosa de ónix. El heno que sale de la parte
superior del pesebre, no es más hierba, es hilo de plata y plata pura que se
balancea en el aire cual se mece una cabellera suelta.
El
pesebre es, en su madera negra, un bloque de plata bruñida. Las paredes están
cubiertas con un brocado en que el candor de la seda desaparece.
ante
el recamo de perlas en relieve; y el suelo… ¿ qué es ahora? Un cristal
encendido con luz blanca; los salientes parecen rosas de luz tiradas como
homenaje a él; y los hoyos, copas preciosas de las que broten aromas y
perfumes.
La
luz crece cada vez más. Es irresistible a los ojos. En medio de ella
desaparece, como absorbida por un velo de incandescencia, la Virgen… y de ella
emerge la Madre.
Sí.
Cuando soy capaz de ver nuevamente la luz, veo a María con su Hijo recién
nacido entre los brazos. Un Pequeñín, de color rosado y gordito, que gesticula
y mueve Sus manitas gorditas como capullo de rosa, y Sus piecitos que podrían
estar en la corola de una rosa; que llora con una vocecita trémula, como la de
un corderito que acaba de nacer, abriendo Su boquita que parece una fresa
selvática y que enseña una lengûita que se mueve contra el paladar rosado; que
mueve Su cabecita tan rubia que parece como si no tuviese ni un cabello, una
cabecita redonda que la Mamá sostiene en la palma de su mano, mientras mira a
su Hijito, y lo adora ya sonriendo, ya llorando; se inclina a besarlo no sobre
Su cabecita, sino sobre Su pecho, donde palpita Su corazoncito, que palpita por
nosotros… allí donde un día recibirá la lanzada. Se la cura de antemano Su
Mamita con un beso inmaculado.
El
buey, que se ha despertado al ver la claridad, se levanta dando fuertes patadas
sobre el suelo y muge. El borrico vuelve su cabeza y rebuzna. Es la luz la que
lo despierta, pero yo me imagino que quisieron saludar a su Creador, creador de
ellos, creador de todos los animales.
José
que oraba tan profundamente que apenas si caía en la cuenta de lo que le
rodeaba, se estremece, y por entre sus dedos que tiene ante la cara, ve que se
filtra una luz. Se quita las manos de la cara, levanta la cabeza, se voltea. El
buey que está parado no deja ver a María. Ella grita: « José, ven. »
José
corre. Y cuando ve, se detiene, presa de reverencia, y está para caer de
rodillas donde se encuentra, si no es que María insiste: « Ven, José», se
sostiene con la mano izquierda sobre el heno, mientras que con la derecha
aprieta contra su corazón al Pequeñín. Se levanta y va a José que camina
temeroso, entre el deseo de ir y el temor de ser irreverente.
A
los pies de la cama de paja ambos esposos se encuentran y se miran con lágrimas
llenas de felicidad.
«
Ven, ofrezcamos a Jesús al Padre» dice María.
Y
mientras José se arrodilla, Ella de pie entre dos troncos que sostienen la
bóveda, levanta a su Hijo entre los brazos y dice: « Heme aquí. En Su Nombre, ¡
oh Dios! te digo esto. Heme aquí para hacer Tu Voluntad. Y con El, yo, María y
José, mi esposo. Aquí están Tus siervos, Señor. Que siempre hagamos a cada
momento, en cualquier cosa, Tu Voluntad, para gloria Tuya y por amor Tuyo. »
Luego María se inclina y dice: « Tómalo, José» y ofrece al Pequeñín.
«
¿Yo? ¿Me toca a mí? ¡Oh, no! ¡No soy digno! » José está terriblemente
despavorido, aniquilado ante la idea de tocar a Dios.
Pero
María sonriente insiste: « Eres digno de ello. Nadie más que tú, y por eso el
Altísimo te escogió. Tómalo, José y tenlo mientras voy a buscar los pañales. »
José,
rojo como la púrpura, extiende sus brazos, toma ese montoncito de carne que
chilla de frío y cuando lo tiene entre sus brazos no siente más el deseo de
tenerlo separado de sí por respeto, se lo estrecha contra el corazón diciendo
en medio de un estallido de lágrimas: « ¡ Oh, Señor, Dios mío! » y se inclina a
besar los piececitos y los siente fríos. Se sienta, lo pone sobre sus rodillas
y con su vestido café, con sus manos procura cubrirlo, calentarlo, defenderlo
del viento helado de la noche. Quisiera ir al fuego, pero allí la corriente de
aire que entra es peor. Es mejor quedarse aquí. No. Mejor ir entre los dos
animales que defienden del aire y que despiden calor. Y se va entre el buey y
el asno y se está con las espaldas contra la entrada, inclinado sobre el Recién
nacido para hacer de su pecho una hornacina cuyas paredes laterales son una
cabeza gris de largas orejas, un grande hocico blanco cuya nariz despide vapor
y cuyos ojos miran bonachonamente.
María
abrió ya el cofre, y sacó ya lienzos y fajas. Ha ido a la hoguera a
calentarlos. Viene a donde está José, envuelve al Niño en lienzos tibios y
luego en su velo para proteger Su cabecita. «¿ Dónde lo pondremos ahora?»
pregunta.
José
mira a su alrededor. Piensa… « Espera » dice. « Vamos a echar más acá a los dos
animales y su paja. Tomaremos más de aquella que está allí arriba, y la ponemos
aquí dentro. Las tablas del pesebre lo protegerán del aire; el heno le servirá
de almohada y el buey con su aliento lo calentará un poco. Mejor el buey. Es
más paciente y quieto. » Y se pone hacer lo dicho, entre tanto María arrulla a
su Pequeñín apretándoselo contra su corazón, y poniendo sus mejillas sobre la
cabecita para darle calor. José vuelve a atizar la hoguera, sin darse descanso,
para que se levante una buena llama. Seca el heno y según lo va sintiendo un
poco caliente lo mete dentro para que no se enfríe. Cuando tiene suficiente, va
al pesebre y lo coloca de modo que sirva para hacer una cunita. « Ya está »
dice. « Ahora se necesita una manta, porque el heno espina y para cubrirlo
completamente … »
«
Toma mi manto » dice María.
«
Tendrás frío. »
«
¡ Oh, no importa! La capa es muy tosca; el manto es delicado y caliente. No
tengo frío para nada. Con tal de que no sufra Él. »
José
toma el ancho manto de delicada lana de color azul oscuro, y lo pone doblado
sobre el heno, con una punta que pende fuera del pesebre. El primer lecho del
Salvador está ya preparado.
María,
con su dulce caminar, lo trae, lo coloca, lo cubre con la extremidad del manto;
le envuelve la cabecita desnuda que sobresale del heno y la que protege muy
flojamente su velo sutil. Tan solo su rostro pequeñito queda descubierto,
gordito como el puño de un hombre, y los dos, inclinados sobre el pesebre,
bienaventurados, lo ven dormir su primer sueño, porque el calor de los pañales
y del heno han calmado Su llanto y han hecho dormir al dulce Jesús”.
El
Nacimiento de Jesús fue milagroso, no fue como todos los demás. Dispongamos
nuestros corazones, en esta Navidad, para que nuestros corazones, que son como
la gruta de Belén antes del Nacimiento del Redentor, fríos y oscuros, porque les
falta el Amor de Dios, sean colmados con el Nacimiento del Niño en nosotros,
para que la Presencia del Niño Dios nos llene con su gracia, con su Amor, con su
Luz. Y recordemos las palabras de Jesús: “El que no sea como un niño, no
entrará en el Reino de los cielos” (Mt
18, 3).
No hay comentarios:
Publicar un comentario