miércoles, 16 de noviembre de 2016

¿Qué es el Adviento?


         Primero, podemos decir qué es lo que NO ES el Adviento: no es el tiempo de preparación psicológica para las fiestas de Navidad, por otro lado totalmente secularizadas; no es un mero “recuerdo” litúrgico vacío de contenido; no es una simple “memoria cíclica de la Iglesia”.
         Es verdad que en Adviento –que significa “venida” y que es la traducción latina del griego “epifanía”-, que comprende las cuatro semanas que preceden a la Navidad, constituye este período previo para la Navidad, pero significa algo mucho más que esto.
Ante todo, Adviento significa “venida”, que en el lenguaje cristiano se refiere a la venida de Jesucristo. “Adviento” está relacionado con la Venida de Jesucristo. ¿Con cuál de las Dos Venidas de Jesucristo? Con ambas, porque, por un lado, al ser un tiempo de preparación para la Navidad, es un tiempo en el que nos preparamos para su Primera Venida, como si no hubiera venido, aunque sabemos, obviamente, que ya vino por primera vez; por otro lado, es un tiempo para recordar y prepararnos que Jesucristo ha de venir por Segunda Vez al mundo, como Supremo Juez y Rey del universo, para juzgar a toda la humanidad.
Esta es la razón por la cual el tiempo de Adviento es un período litúrgico que nos invita a recordar el pasado –arrepentimiento de nuestros pecados-, nos impulsa a vivir el presente –vivir en gracia- y a preparar el futuro –prepararnos para la Segunda Venida del Señor-.
Es un tiempo de gran intensidad en la vida espiritual, puesto que debemos hacer un examen de conciencia para revisar cómo ha sido nuestra vida en relación con Dios, para corregir lo que se debe corregir, hacer una enmienda de vida y mirar la vida en la perspectiva del encuentro personal con el Señor que vino en la Primera Venida, que viene a nosotros en cada Eucaristía y que vendrá al fin de los tiempos, en el Día del Juicio Final. Por lo tanto, no es sólo un tiempo en el que podemos hacer un plan de vida para mejorar como personas, sino que es el tiempo para reflexionar acerca de cómo estamos viviendo nuestra condición de hijos adoptivos de Dios, llamados a vivir en santidad y a heredar el Reino de los cielos.
Podemos decir que la finalidad espiritual del Adviento es triple, teniendo siempre presente que no se trata de meras disposiciones de orden psicológico o moral, ni siquiera espiritual, sino de una verdadera participación, por el misterio de la liturgia, al misterio del Hombre-Dios Jesucristo, Dios Hijo Encarnado que prolonga su Encarnación en la Eucaristía:
Recordar y celebrar litúrgicamente el pasado, es decir, su Primera Venida: Es por esto que celebramos, contemplamos y participamos, por la liturgia eucarística de la Santa Misa, del Nacimiento de Jesús en Belén. El Señor Jesús ya vino y nació en Belén, que significa “Casa de Pan”; fue su venida en la carne, oculto en su gloria, en la humildad y pobreza. Como Iglesia, no hacemos simple memoria psicológica, sino que participamos, en el misterio litúrgico, de su Primera Venida, en la humildad de nuestra carne. Por su Primera Venida, el Verbo de Dios se unió personalmente, hipostáticamente, a nuestra naturaleza humana, naciendo milagrosamente como Jesús de Nazareth, padeció la Pasión y resucitó el Domingo de su Resurrección. Un primer fin del Adviento es la conmemoración participativa de su Primera Venida y esa es la razón por la cual, en Adviento, nos ubicamos como Iglesia en los tiempos previos a su Primera Venida y nos colocamos en la disposición espiritual de quienes, en el Antiguo Testamento, esperaban la Llegada del Mesías.
Vivir el tiempo presente en el misterio de su Presencia entre nosotros, por medio de la gracia sacramental: Jesús ya vino en su Primera Venida, murió, resucitó y ascendió al cielo, pero al mismo tiempo, se quedó presente entre nosotros en la Eucaristía, para cumplir su promesa de estar con nosotros “todos los días, hasta el fin del mundo”. Se trata de vivir esta realidad, la realidad de la Presencia misteriosa del Señor Jesús en la Eucaristía, que ya vino y ha de venir, y que nos da la vida nueva del Ser divino trinitario por la gracia santificante recibida en los sacramentos, sobre todo Penitencia y Comunión. En el presente, vivimos entonces en la vida de Jesús, que es la vida de la gracia del Hombre-Dios, que ya vino por Primera Vez, que ha de venir por Segunda Vez en la gloria y que adviene, llega, viene, a nuestras almas, en cada Comunión Eucarística. Es la actitud del siervo fiel y prudente que espera la llegada de su amo, imprevista, con la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, con las obras de la fe y en estado de gracia santificante.
Preparar nuestras almas para el futuro, para su Segunda Venida en la gloria, sea al fin de los tiempos, o bien cuando finalice nuestra vida terrena, porque el día de nuestra propia muerte será, para nosotros, el Día de nuestro Juicio Particular, que será un pequeño “Juicio Final en miniatura”: en el Adviento nos preparamos espiritualmente para la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la “majestad de su gloria”, cuando Nuestro Señor Jesucristo venga como Señor y como Juez de todas las naciones para premiar con el Cielo a los que han creído en Él y en consecuencia se hayan esforzado por cumplir sus Mandamientos, viviendo como hijos adoptivos de Dios, o bien para condenar en el Infierno a quienes, comportándose como el siervo malo de la parábola, que se dedicaba a embriagarse y golpear a los demás, hayan decidido, libremente, vivir apartados de Dios y su Ley de Amor.
Nuestro Señor Jesucristo habla varias veces, en el Evangelio, acerca de la Parusía, advirtiéndonos que “nadie sabe el día ni la hora” en la que sucederá y que ese día será “como un relámpago cruza de un extremo al otro del cielo”, por lo repentino e inesperado de su Segunda Venida. Por esta razón, la Iglesia nos invita en el Adviento a prepararnos espiritualmente para este momento, por medio del examen de conciencia, la penitencia y las buenas obras.

De esto podemos deducir claramente que la disposición espiritual del Adviento –la espera atenta y vigilante del Señor que llega- no se limita a las cuatro semanas previas a la Navidad, sino que debe convertirse en un hábito de vida que abarque todo el año y toda la vida del cristiano.

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