Primero, podemos decir qué es lo que NO ES el Adviento: no
es el tiempo de preparación psicológica para las fiestas de Navidad, por otro
lado totalmente secularizadas; no es un mero “recuerdo” litúrgico vacío de
contenido; no es una simple “memoria cíclica de la Iglesia”.
Es verdad que en Adviento –que significa “venida” y que es
la traducción latina del griego “epifanía”-, que comprende las cuatro semanas
que preceden a la Navidad, constituye este período previo para la Navidad, pero
significa algo mucho más que esto.
Ante
todo, Adviento significa “venida”, que en el lenguaje cristiano se refiere a la
venida de Jesucristo. “Adviento” está relacionado con la Venida de Jesucristo.
¿Con cuál de las Dos Venidas de Jesucristo? Con ambas, porque, por un lado, al
ser un tiempo de preparación para la Navidad, es un tiempo en el que nos
preparamos para su Primera Venida, como si no hubiera venido, aunque sabemos,
obviamente, que ya vino por primera vez; por otro lado, es un tiempo para
recordar y prepararnos que Jesucristo ha de venir por Segunda Vez al mundo,
como Supremo Juez y Rey del universo, para juzgar a toda la humanidad.
Esta
es la razón por la cual el tiempo de Adviento es un período litúrgico que nos
invita a recordar el pasado –arrepentimiento de nuestros pecados-, nos impulsa
a vivir el presente –vivir en gracia- y a preparar el futuro –prepararnos para
la Segunda Venida del Señor-.
Es
un tiempo de gran intensidad en la vida espiritual, puesto que debemos hacer un
examen de conciencia para revisar cómo ha sido nuestra vida en relación con
Dios, para corregir lo que se debe corregir, hacer una enmienda de vida y mirar
la vida en la perspectiva del encuentro personal con el Señor que vino en la
Primera Venida, que viene a nosotros en cada Eucaristía y que vendrá al fin de
los tiempos, en el Día del Juicio Final. Por lo tanto, no es sólo un tiempo en
el que podemos hacer un plan de vida para mejorar como personas, sino que es el
tiempo para reflexionar acerca de cómo estamos viviendo nuestra condición de
hijos adoptivos de Dios, llamados a vivir en santidad y a heredar el Reino de
los cielos.
Podemos
decir que la finalidad espiritual del Adviento es triple, teniendo siempre
presente que no se trata de meras disposiciones de orden psicológico o moral,
ni siquiera espiritual, sino de una verdadera participación, por el misterio de
la liturgia, al misterio del Hombre-Dios Jesucristo, Dios Hijo Encarnado que
prolonga su Encarnación en la Eucaristía:
Recordar y celebrar litúrgicamente el
pasado, es decir, su Primera Venida: Es por esto que
celebramos, contemplamos y participamos, por la liturgia eucarística de la
Santa Misa, del Nacimiento de Jesús en Belén. El Señor Jesús ya vino y nació en
Belén, que significa “Casa de Pan”; fue su venida en la carne, oculto en su
gloria, en la humildad y pobreza. Como Iglesia, no hacemos simple memoria
psicológica, sino que participamos, en el misterio litúrgico, de su Primera
Venida, en la humildad de nuestra carne. Por su Primera Venida, el Verbo de
Dios se unió personalmente, hipostáticamente, a nuestra naturaleza humana,
naciendo milagrosamente como Jesús de Nazareth, padeció la Pasión y resucitó el
Domingo de su Resurrección. Un primer fin del Adviento es la conmemoración
participativa de su Primera Venida y esa es la razón por la cual, en Adviento,
nos ubicamos como Iglesia en los tiempos previos a su Primera Venida y nos
colocamos en la disposición espiritual de quienes, en el Antiguo Testamento,
esperaban la Llegada del Mesías.
Vivir el tiempo presente en el misterio
de su Presencia entre nosotros, por medio de la
gracia sacramental: Jesús ya vino en su Primera Venida, murió, resucitó y
ascendió al cielo, pero al mismo tiempo, se quedó presente entre nosotros en la
Eucaristía, para cumplir su promesa de estar con nosotros “todos los días,
hasta el fin del mundo”. Se trata de vivir esta realidad, la realidad de la
Presencia misteriosa del Señor Jesús en la Eucaristía, que ya vino y ha de
venir, y que nos da la vida nueva del Ser divino trinitario por la gracia
santificante recibida en los sacramentos, sobre todo Penitencia y Comunión. En el
presente, vivimos entonces en la vida de Jesús, que es la vida de la gracia del
Hombre-Dios, que ya vino por Primera Vez, que ha de venir por Segunda Vez en la
gloria y que adviene, llega, viene, a nuestras almas, en cada Comunión
Eucarística. Es la actitud del siervo fiel y prudente que espera la llegada de
su amo, imprevista, con la túnica ceñida y la lámpara encendida, es decir, con
las obras de la fe y en estado de gracia santificante.
Preparar nuestras almas para el
futuro, para su Segunda Venida en la gloria, sea al fin de
los tiempos, o bien cuando finalice nuestra vida terrena, porque el día de
nuestra propia muerte será, para nosotros, el Día de nuestro Juicio Particular,
que será un pequeño “Juicio Final en miniatura”: en el Adviento nos preparamos
espiritualmente para la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la “majestad
de su gloria”, cuando Nuestro Señor Jesucristo venga como Señor y como Juez de
todas las naciones para premiar con el Cielo a los que han creído en Él y en
consecuencia se hayan esforzado por cumplir sus Mandamientos, viviendo como
hijos adoptivos de Dios, o bien para condenar en el Infierno a quienes,
comportándose como el siervo malo de la parábola, que se dedicaba a embriagarse
y golpear a los demás, hayan decidido, libremente, vivir apartados de Dios y su
Ley de Amor.
Nuestro
Señor Jesucristo habla varias veces, en el Evangelio, acerca de la Parusía,
advirtiéndonos que “nadie sabe el día ni la hora” en la que sucederá y que ese
día será “como un relámpago cruza de un extremo al otro del cielo”, por lo
repentino e inesperado de su Segunda Venida. Por esta razón, la Iglesia nos
invita en el Adviento a prepararnos espiritualmente para este momento, por
medio del examen de conciencia, la penitencia y las buenas obras.
De
esto podemos deducir claramente que la disposición espiritual del Adviento –la espera
atenta y vigilante del Señor que llega- no se limita a las cuatro semanas
previas a la Navidad, sino que debe convertirse en un hábito de vida que
abarque todo el año y toda la vida del cristiano.
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