Es necesario aclararlo, porque en nuestros días,
caracterizados por una profunda oscuridad espiritual, se utiliza la fiesta de
Navidad como si fuera una pantalla, para ocultar cosas que nada tienen que ver con la fiesta cristiana; es decir,
se ha reemplazado la festividad propiamente navideña, por un “espíritu de
Navidad” que, paradójicamente, nada tiene que ver con la Navidad.
Para
saber en qué consiste la celebración de la Navidad, veamos primero en qué NO
consiste: celebrar la Navidad no consiste en preparar comidas ricas, propias
más de banquetes que de cenas familiares; no consiste en consumir grandes
cantidades de alcohol; no consiste en programar salidas a “divertirse” una vez
que se ha hecho el brindis, y mucho menos, si esas “diversiones” se basan en la
satisfacción de bajas pasiones; no consiste en tirar fuegos de artificio
mientras se brinda con champán, con sidra, o con vino y se comen turrones y
garrapiñadas; tampoco consiste en deprimirnos porque ya no está entre nosotros
un familiar, un pariente, un amigo a quien amábamos mucho y falleció; tampoco
consiste en alegrarnos por lo opuesto, es decir, porque está tal o cual pariente,
amigo o familiar, porque la Navidad no es una fiesta “familiar” en el sentido
en que la familia sea el centro de la festividad. Mucho menos consiste en
colocar imágenes de Papá Noel o Santa Claus, que es la figura desacralizada y
paganizada de San Nicolás, un obispo santo, cristiano, pero que en sí mismo no
se relaciona con la Navidad, y mucho menos es celebrar la Navidad festejando a
Papá Noel; todo esto es una "Navidad mundana", que no tiene en el centro de la Navidad y el Dueño de la Navidad es el Niño
Dios.
Celebrar la Navidad es, precisamente, colocar en el centro
del festejo y de la celebración al Niño Dios -luego de haber "desplazado" a Santa Claus-, pero tampoco basta con esto; no
basta con armar el Pesebre y el Árbol de Navidad; se debe hacer eso, pero eso
no basta.
¿En qué consiste entonces la celebración de la Navidad? Consiste
en meditar acerca del hecho central de la Navidad, que es el Nacimiento –milagroso
y virginal- de Dios hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres,
siendo como niños por la gracia santificante, seamos como Dios por
participación y, al final de nuestra vida terrena, entremos en el Reino de los
cielos.
No
se puede celebrar la Navidad en su verdadera esencia, si no se toma conciencia
de para qué y por qué este Niño, que es Dios, ha venido a este mundo. Porque,
en definitiva, celebramos el Nacimiento de un Niño, al cual los católicos le
decimos “Dios” porque, en nuestra fe, es verdaderamente Dios, es la Segunda Persona
de la Trinidad, Dios Hijo encarnado. Si respondemos a las preguntas de para qué
y por qué vino Dios Hijo a nuestro mundo como Niño, entonces estaremos en
condiciones de responder a la pregunta de en qué consiste la celebración de la
Navidad.
¿Para
qué vino el Niño Dios? Vino para liberarnos de tres grandes enemigos mortales
de la raza humana: el Demonio, el Pecado y la Muerte. Tal vez la esencia de la
Navidad está en un brevísimo pasaje del Evangelio –el cántico de Zacarías- en
donde se dice, refiriéndose al Mesías: “Nos visitará el sol que nace de lo
alto, para iluminar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte” (cfr. Lc 1, 68-79). El “Sol que nace de lo
alto” no es otro que el Niño Dios, Cristo Jesús, cuya esencia divina es
luminosa por sí misma, porque Dios, por el hecho de ser Dios, es Luz y Luz
Viva, que comunica de su Vida divina a quien ilumina. Los que “somos iluminados
y vivimos en oscuridad y tinieblas de muerte”, somos nosotros, los seres
humanos, todos sin excepción, porque luego del pecado original, vivimos lejos
de Dios, rodeados de las tinieblas del pecado, de la ignorancia, de la muerte,
y también de las tinieblas vivientes, que son los demonios, y nadie, ni hombre
ni ángel, puede librarnos de esas tinieblas. Pues bien, el Niño Dios ha venido
a librarnos de estas tinieblas; se encarna en el seno virgen de María para
tener un Cuerpo para ofrecer en sacrificio en la Cruz, y eso es lo que hará
este Niño cuando, ya adulto, suba a la Cruz del Calvario para inmolarse por
nuestra salvación.
Es
esto lo que celebramos en Navidad: el nacimiento, en el tiempo y
milagrosamente, de una Madre Virgen, de un Dios hecho Niño, sin dejar de ser
Dios, para que los hombres nos hagamos Dios por participación. Es esto lo que celebramos los católicos y para que celebremos y festejemos adecuadamente, la Santa Madre Iglesia nos organiza y prepara un banquete celestial, la Santa Misa, un banquete preparado por el Padre, en el que nos alimentamos con un manjar exquisito: Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo; Pan Vivo bajado del cielo y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero de Dios.
Es por esto que la verdadera Fiesta de Navidad está en la Santa Misa de Nochebuena y el verdadero manjar con el que celebramos la Navidad está en la Santa Misa, porque la razón por la que el Niño Dios vino a esta tierra, es la de unirnos a orgánicamente a Él como miembros vivos de su Cuerpo, para que como miembros suyos seamos animados por su Amor, y este deseo de Dios de unirnos a Él se verifica en la Eucaristía, porque el mismo Dios que se encarnó en el seno virgen de María y nació en Belén, es el mismo Niño Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, de manera que la Comunión Eucarística –en gracia-, esto es, la unión con el Cuerpo glorioso del Niño Dios contenido en la Eucaristía, representa la consumación de la Navidad, al cumplirse así el objetivo por el cual vino Dios a este mundo como Niño, y es para unirnos a Él. Es por esto que decimos que la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena.
Es por esto que la verdadera Fiesta de Navidad está en la Santa Misa de Nochebuena y el verdadero manjar con el que celebramos la Navidad está en la Santa Misa, porque la razón por la que el Niño Dios vino a esta tierra, es la de unirnos a orgánicamente a Él como miembros vivos de su Cuerpo, para que como miembros suyos seamos animados por su Amor, y este deseo de Dios de unirnos a Él se verifica en la Eucaristía, porque el mismo Dios que se encarnó en el seno virgen de María y nació en Belén, es el mismo Niño Dios que prolonga su Encarnación en la Eucaristía, de manera que la Comunión Eucarística –en gracia-, esto es, la unión con el Cuerpo glorioso del Niño Dios contenido en la Eucaristía, representa la consumación de la Navidad, al cumplirse así el objetivo por el cual vino Dios a este mundo como Niño, y es para unirnos a Él. Es por esto que decimos que la verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena.
La
alegría de la Navidad se deriva de la verdad de que Dios se ha hecho Niño y ha
venido a nuestro mundo, por medio de la Madre de Dios, no solo para vencer
definitivamente a nuestros enemigos mortales, el Demonio, el Pecado y la
Muerte, sino que ha venido para adoptarnos como hijos por su gracia, para
derramar su Espíritu por medio de su Sangre derramada en la Cruz y vertida en el
cáliz, y para llevarnos con Él, al Reino de los cielos, una vez que finalice
nuestra vida terrena.
En
esto radica la alegría y la esencia de la celebración de la Navidad católica.
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