Son muchas las razones por las cuales un joven, que se
precie de ser cristiano, no puede ni debe participar del Carnaval (aclaramos a nuestros lectores que cuando nos referimos al "Carnaval" en el presente artículo, hablamos de los carnavales en los que se da rienda suelta al desenfreno y a la exhibición impúdica del cuerpo humano, además del consumo de substancias tóxicas, como alcohol y estupefacientes. No estamos en contra de un festejo carnavalesco "inocente" -si así se puede decir-, en donde la celebración consista arrojar agua -o harina, etc.-. Este último estilo de carnaval, en donde no hay sensualidad ni incitación alguna al pecado, es válido para un cristiano, puesto que sólo consiste en eso: en arrojar agua o algún otro elemento inocuo. N. del R.).
Ante todo, el Carnaval exalta al “hombre viejo”, al hombre
sin Dios y contra Dios, al hombre que por el pecado ha perdido la amistad con
Dios (cfr. Rom 6, 6) y que, por lo
tanto, al asistir al Carnaval, reafirma esta enemistad con Dios y este deseo de
no querer saber nada con Él ni mucho menos recuperar su amistad.
El
Carnaval exalta al hombre viejo con todas sus pasiones, desenfrenadas y sin el
control de la razón y, mucho menos, de la gracia. El Carnaval se caracteriza
por la exaltación de lo que la Escritura llama “carne” (cfr. 2 Cor 10, 2) y que no es la mera
exhibición exhibición –encubierta, pero cargada de sensualidad- impúdica y
hasta obscena de la genitalidad, sino que con ese término, se describe un
estado del alma en el que el hombre, aferrándose al pecado, da las espaldas a
Dios y a su Redentor, Jesucristo, para dirigirse en una dirección diametralmente
opuesta a aquella que lo lleva a la reconciliación con su Creador y Redentor.
El Carnaval exalta por lo tanto aquello que aparta al hombre de su Dios –la
“carne”-, para conducirlo fuera de su Presencia. El Carnaval no solo aparenta,
sino que está cargado de alegría, pero no es la verdadera alegría, la alegría
que brota del Ser divino trinitario –“Dios es Alegría infinita”, dice Santa Teresa
de los Andes-; la alegría del Carnaval no es la alegría que sobreviene al alma
por la gracia de Jesucristo, la alegría que es consecuencia del alma en paz, a
la que le ha sido quitada, por la Sangre del Cordero, la causa de la enemistad
con Dios –y por lo tanto, de la tristeza- que es el pecado –“Mi paz os dejo, mi paz os
doy” (Jn 14, 27), dice Jesús, y con
su paz, su Alegría-, sino que la alegría del Carnaval es una alegría vana,
superficial, pasajera, plena de malicia, porque se deriva de la exaltación de
las pasiones y su desenfreno. Por esto mismo, por esta falsa alegría, el
Carnaval se caracteriza por un ambiente festivo, con música ensordecedora,
carcajadas estridentes, luces multicolores y consumo desenfrenado de
substancias alcohólicas y tóxicas: detrás de esta falsa alegría, lo que el
Carnaval esconde es la tristeza por la ausencia de Dios y, en el fondo, la
desesperación de pretender alcanzar algo imposible: alegría sin Dios.
Otra
razón es la presencia recurrente del Demonio, en todas las culturas y en todos
los tiempos. No es una mera casualidad que la figura del Demonio esté
representada en todos los carnavales de todos los pueblos de la tierra: es el
Ángel caído quien verdaderamente se alegra –con alegría demoníaca- al ver cómo
su tarea de corromper al hombre y hacerlo caer en el pecado, se ve enormemente
facilitada por los festejos paganos del Carnaval, en donde él no tiene más
trabajo que prácticamente mirar cómo los hombres se entregan, libre y
despreocupadamente, a la sensualidad, abandonando en sus siniestras manos sus
almas. En todas las culturas de la tierra en las que se celebra el Carnaval,
está el Demonio, como figura principal: puesto que los hijos de la luz nada
tienen en común con los hijos de las tinieblas, nada debe hacer un joven
cristiano, hijo de la luz, en el Carnaval.
Por
último, la razón de mayor peso es que no sólo Dios está ausente en la falsa
alegría del Carnaval, sino que su Hijo Unigénito, Jesucristo, es ofendido,
ultrajado y burlado, tal como lo fue en su Pasión, renovando esta cruelmente en
el festejo carnavalesco, porque el Hombre-Dios sufrió su Pasión y recibió los
golpes, las heridas y hasta la muerte, interponiéndose entre nosotros y la
Justicia Divina, para que nosotros no sufriéramos el castigo debido por
nuestros pecados. Es esto lo que dice el profeta Isaías: “Él fue herido por
nuestros pecados, molido por nuestras iniquidades. Por sus heridas fuimos
sanados” (cfr. Is 53, 5). Asistir y
participar del Carnaval, en donde se exalta, se propicia y se festejan la
impudicia, la desvergüenza y la lujuria, es condenar nuevamente a muerte al
Cordero de Dios, es golpearlo nuevamente, en su Santa Faz y en su Sacratísimo
Cuerpo, es crucificarlo, tal como hicieron aquellos que lo insultaban y
golpeaban en el Camino de la Cruz, el Via
Crucis.
No
en vano nos advierte San Pedro: “Tomad en serio vuestro proceder en esta vida.
Ya sabéis con qué os rescataron, no con bienes efímeros, con oro o con plata,
sino a precio de la Sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha” (1 Pe 1, 17-19). Fuimos rescatados “al
precio de la Sangre de Cristo”: asistir al Carnaval, es pisotear la Sangre del
Hombre-Dios.
Joven,
si amas a Cristo Jesús, el Cordero de Dios, que entregó por ti su vida en la
cruz, y renueva su entrega cada vez en el Santo Sacrificio del altar, la Santa
Misa, no asistas al Carnaval, no pisotees su Preciosísima Sangre.
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