La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, Miguel Ángel Buonarotti.
Para entender mejor lo que sucede en nuestras propias vidas,
como así también la situación del hombre y de toda la historia de la humanidad –sobre
todo, la abundancia de males que acompañan al hombre, como la enfermedad, el
dolor, la muerte, las guerras, las violencias, las injusticias, etc.-, y también para no culpar injustamente a quien nada tiene que ver con nuestros males -que es Dios, porque lo culpamos con mucha frecuencia de lo malo que nos sucede, cuando esto es totalmente injusto para con Él-, es
necesario recordar, brevemente, cómo fue la creación del hombre, por parte de
Dios, y qué sucedió con el pecado original[1].
Como sabemos, Dios creó al hombre a su imagen y semejanza,
es decir, libre en la Verdad y en el Bien, y esto es ya una gran señal de
predilección, porque es la única creatura, junto con los ángeles, creada con
libertad. Pero no contento con eso, Dios concedió al hombre muchos otros dones:
los dones propios de la naturaleza, como el cuerpo y el alma, ambos de diseño
maravilloso y extraordinariamente complejos y armónicos. Además de esto, le
concedió lo que se llama “dones preternaturales”, es decir, que están más allá
de su naturaleza, y lo asemejan al ángel, en cierto sentido, y estos dones eran
la inmortalidad –el hombre no habría de morir nunca, colocado en el Paraíso, en
un estado de felicidad absoluta-, la impasibilidad –no tendría dolor-, todo lo
cual ya eran dones grandiosos y absolutamente maravillosos. Pero como Dios es Amor
infinito, quiso todavía colmar de más dones al hombre, y es así que le concedió
la “gracia santificante”, que lo hacía participar de su misma vida divina. En el
plan original de Dios, todos estos dones, deberían haber pasado, de Adán y Eva,
hasta nosotros, y es por eso que nosotros deberíamos estar gozando de esos
dones al día de hoy. Lo único que debía hacer Adán era que, puesto que lo había
creado libre, tanto Adán como Eva, usaran su libertad para decirle a Dios que
lo amaban. Este acto de amor debía ser libre, no forzado ni obligado, sino
libre, porque los había creado a su imagen y semejanza, y la imagen y semejanza
es la libertad –la libertad en la Verdad y en el Bien, no en el error, por eso
Jesús dice: “La Verdad os hará libres”-, porque Dios es soberanamente Libre. Es
decir, Dios creó al hombre, para que el hombre lo glorificara y en esta
glorificación, encontrara su felicidad absoluta. Lo único que debían hacer Adán
y Eva era obedecer, por amor, el mandato que les había dado Dios: no comer el
fruto de cierto árbol.
Pero Adán y Eva, en vez
de escuchar la Voz dulce y suave de Dios, que solo podía traerles Amor y Vida
eterna, prefirieron escuchar la voz de la Serpiente, una voz sibilina, malvada,
que solo podía traerles dolor, enfermedad y muerte, tal como sucedió.
Adán y Eva desobedecieron a Dios, cometieron el pecado
original, y como consecuencia, perdieron todos los dones que habían obtenido de
Dios, fueron expulsados del Paraíso y quedaron sometidos a la muerte, al dolor,
al pecado y al Demonio.
El pecado original de Adán y Eva es la razón por la cual no
tenemos los dones que Dios nos había concedido en el Paraíso, y también es la razón
de todos los males de la humanidad, aunque en última instancia, los
responsables somos los hombres, y también el Demonio. Entonces, antes de cometer
la injusticia de acusar a Dios por tal o cual mal que puede suceder en nuestras
vidas, acusémonos a nosotros mismos, por obrar en desobediencia a los
Mandamientos de la Ley de Dios, rechacemos las insinuaciones del Demonio, y
busquemos siempre de vivir en estado de gracia santificante, recurriendo con
frecuencia al Sacramento de la Confesión.
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