El hombre –con este término se designan los componentes del
género humano, varón y mujer-, al estar formado de cuerpo material y de alma
espiritual, es como un puente entre el mundo del espíritu y el mundo de la
materia[1].
El alma del hombre es espíritu, de una naturaleza similar al
ángel; su cuerpo es materia, similar en naturaleza a los animales. Es decir, el
hombre no es, ni espíritu puro, como los ángeles, ni solo materia, como los
animales: está compuesto por la unión indisoluble de ambos, espíritu y materia,
y por eso está relacionado con los dos mundos. No es ángel, pero tampoco
bestia, aunque comparte rasgos de ambas naturalezas. Es un “animal racional”,
entendiendo por “racional” su alma espiritual y por “animal” su cuerpo físico. Vive
en el tiempo, pero está destinado a la eternidad. No perece sin dejar rastro,
como los animales, que tienen un alma no espiritual y por ese motivo, cuando
mueren, simplemente dejan de existir; al morir, el hombre continúa siendo
hombre, porque si bien su cuerpo está destinado a la corrupción, su alma, por
el hecho de ser espiritual, es inmortal y, por lo tanto, destinado a la vida
eterna.
Como los animales, el hombre tiene cuerpo material, pero es
más que un animal, porque tiene inteligencia y voluntad; como los ángeles, el
hombre tiene un espíritu inmortal, pero es menos que un ángel, porque está
limitado por el cuerpo y además porque la naturaleza angélica es superior, por
sí misma, a la naturaleza humana. Tanto el cuerpo, como el alma, son prodigios
maravillosísimos que reflejan la Sabiduría y el Amor infinitos de Dios. Cuando
se estudia el cuerpo humano, con su anatomía y su fisiología, no puede no
asombrarse por la increíble precisión científica con la cual fue creado; con
todo, el cuerpo es lo menos valioso que tenemos, porque el alma, al ser
espiritual, es de mucho mayor valor, y al analizar su composición y sus
funciones –entender, amar, elegir-, lo único que cabe es la admiración, por la
hermosura del alma. Y de inmediato, la contemplación, tanto del cuerpo como del
alma, elevan el pensamiento y el corazón a Dios, que es su Creador, que creó al
hombre a su imagen y semejanza, y en esa elevación del pensamiento y del
corazón, sólo cabe la gratitud por habernos creado superiores a los animales,
semejantes a los ángeles por el alma, y semejantes a Él por la capacidad de
pensar, amar y elegir. Es aquí cuando se entiende la tercera parte del Primer
Mandamiento: “Amar a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a uno
mismo”. El amor a nosotros mismos se demuestra con el cuidado del cuerpo y del
alma, manteniendo la pureza, tanto de uno como de otro.
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