El Segundo Mandamiento de
la Ley de Dios dice: “No tomarás el Nombre de Dios en vano”. Para saber de qué
se trata, veamos qué es lo que sucede cuando alguien pronuncia el nombre de una
persona: si es un niño que está aprendiendo a hablar, al pronunciar el nombre
de “mamá” o “papá”, cuando el niño pronuncia sus nombres por primera vez, les
provoca una gran alegría; cuando nosotros mismos damos a alguien nuestro
nombre, en cierta medida, le estamos entregando nuestra amistad y le estamos
dando la participación en nuestra persona y eso porque detrás del nombre, está
la persona; también es cierto que llamar a las cosas por su nombre, y por lo
tanto, a las personas, es, en cierta medida, tomar posesión de ellas. De igual
manera, cuando alguien siente hablar mal del nombre de una persona a la que
ama, se enoja e indigna, porque el nombre evoca a la persona, aun cuando esa
persona no esté presente. Es decir, el nombre de una persona, en el mundo
humano, tanto para el bien, como para el mal, evoca a la persona, la trae, en
cierta manera, a nuestra realidad, la hace presente, tanto para honrarla, como
para denigrarla o tratarla mal.
Bueno, esto que sucede en nuestro mundo humano, con
el nombre –el nombre evoca, “trae” a la persona, tanto para el bien como para
el mal-, así sucede con Dios: Dios ha querido que lo tratemos de “tú a tú”, de “vos
a vos”; ha querido que seamos capaces de conocerlo y de llamarlo por su nombre:
Dios. Dios, que es Uno y Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas: Dios
Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Al pronunciar el nombre de Dios, deberíamos –deberíamos,
no quiere decir que necesariamente lo sintamos- sentir una gran alegría, por
ser Dios quien ES: un Ser de infinita Bondad y Amor, que solo quiere para
nosotros la más grande y completa felicidad. Así, por ejemplo, Santa Teresita
de Lisieux decía que no podía pasar de la palabra “Padre”, cuando meditaba el
Padre Nuestro, porque quedaba embargada por la alegría.
Dios nos revela su nombre, porque eso es una muestra
de amor, es un don que hace a sus elegidos, a quienes ama y es por eso que, a
su vez, quiere que su nombre sea guardado en lo más profundo del corazón del
hombre, en la intimidad de su corazón; quiere que sea guardado con amor y con
respeto, del mismo modo a como se guarda un tesoro en un cofre; del mismo modo
a como se guarda un objeto de mucho valor y muy delicado, en un lugar seguro,
para que no sufra daño. Si Dios nos confía su nombre, como algo muy delicado,
es porque nos ama, y es para que lo guardemos como un tesoro; no es para que lo
estropeemos ni para que lo arruinemos, utilizándolo de cualquier manera. El
nombre de Dios es santo y no se lo puede usar mal; se lo debe guardar en la
memoria, en silenciosa adoración (cfr. Za 2, 17); solo se lo evocará para
bendecirlo, alabarlo y adorarlo (cfr. Sal 29, 2; 96, 2; 113, 1-2), porque si el
nombre evoca, en cierta manera, a Dios, entonces es como si lo hiciera
presente, y si Dios se hiciera presente, solo cabe bendecirlo, alabarlo y
adorarlo.
Por lo tanto, traicionamos al Amor de Dios, que nos
ha confiado su nombre, cuando usamos el nombre de Dios, de Jesucristo, de la
Virgen, de los santos, de un modo injusto, o cuando comprometemos la fidelidad,
la veracidad, la autoridad divinas. También se traiciona al Amor de Dios con la
blasfemia, que consiste en el proferir contra Dios –interior o exteriormente-
palabras de odio, de reproche o de desafío. Otro modo de traicionar al Amor de
Dios, es usar su nombre junto con palabras mal sonantes, aun cuando no se tenga
intención de blasfemar; un pecado grave es usar el nombre de Dios en actos de
magia; también es una falta grave contra la santidad de su nombre el usar el
nombre de Dios en juramentos falsos; solo se puede jurar por el nombre de Dios
cuando se trata de una causa grave y justa (por ejemplo, ante un tribunal de
justicia); de otro modo, se trata de un perjurio, una grave falta cometida por
quien hace una promesa que no tiene intención de cumplir o que después de haber
prometido bajo juramento, no la mantiene.
El mandamiento, entonces, dice: “No tomarás el
nombre de Dios en vano”, pero en su parte positiva, dice: “Honra el nombre de
Dios, tu Padre”. ¿De qué manera podemos honrar el nombre de Dios?
De varias maneras:
Podemos honrar el nombre de Dios con la palabra y
con la vida.
Podemos honrar el nombre de Dios con la oración: la
oración es al alma lo que la respiración al cuerpo, lo que el alimento a la
vida del cuerpo: al rezar, nos ponemos en contacto con Dios y recibimos de Dios
todo lo que Dios es: Amor, Paz, Alegría, Sabiduría, Fortaleza, Ciencia,
Justicia. ¿Hay alguien que desee ser infinitamente sabio, fuerte, bondadoso,
justo, alegre, y tan lleno de virtudes, que todos queden admirados? ¡Entonces,
que se ponga a rezar a Jesucristo en la cruz! Porque cuanto más rece a Cristo
crucificado, que es Dios, tanto más recibirá de Él todo lo que Él es, y así
quedará colmado de virtudes, y de esa manera, honrará máximamente el nombre
santo de Dios. Ésta es una manera de honrar el nombre de Dios, que agrada mucho
a Dios.
La otra manera de honrar a Dios, es con la palabra: todos
los santos de la Iglesia Católica, murieron con el santo nombre de Jesucristo
en los labios; por ejemplo, los mártires católicos
mexicanos durante la guerra cristera de 1926 a 1929 morían gritando “¡Viva
Cristo Rey!”; también los mártires de la guerra civil española, de 1936 a 1939,
y los jóvenes mártires de Uganda, que murieron por no cometer actos de
impureza, en respeto a la ley santa de Dios, como así también los jóvenes
Macabeos. San Pablo escribe a los cristianos de Colosas: “Todo cuanto hacéis, sea
de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (3,
17). Y cuando San Pablo dice “todo”, es “todo”: la sana diversión, el trabajo,
el estudio, el descanso, la vida toda, en nombre de Cristo: “En tu nombre,
Cristo, me divierto”; “En tu nombre, Jesús, descanso”; “En tu nombre, Jesús,
trabajo”, y así, todos los días, hasta que llegue el día en que debamos
encontrarnos con Jesús, cara a cara.
Por
último, se debe honrar el nombre santo de Dios y de Jesucristo, con una vida
digna, porque lo que convence, más que las palabras, es el ejemplo de vida. Como
dice la Escritura: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras, te
mostraré mi fe” (Sant 2, 18-26). Si amo
y honro a Dios en mi corazón, y ese Dios, que se llama Jesucristo, me dice que debo
amar a mis hermanos “como Él nos ha amado” (Jn
13, 34), es decir, hasta la muerte de cruz, y si me dice que debo “perdonar
setenta veces siete” (Mt 18, 21-22),
y si me dice que debo “ser misericordioso” (Lc
6, 36) para con los más necesitados y si me dice que debo “amar a mis enemigos”
(Mt 5, 44), entonces debo efectiva y
realmente, amar a mis hermanos hasta la muerte de cruz; debo perdonar setenta
veces siete; debo ser misericordioso para con los más necesitados; debo amar a
mis enemigos; porque sólo de esa manera, con obras concretas, honraré su Nombre
Santo, su Nombre Tres veces Santo, el Nombre de Jesucristo, el Hombre-Dios, “el
Único Nombre que nos ha sido dado para nuestra salvación” (cfr. Hch 4, 12).
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