Citando a un filósofo romano –Cicerón-, Juan Pablo II se
refería a la vejez como el “otoño de la vida”[1]. Luego, revaloriza a la vejez, enumerando
cuáles son las ventajas de la misma, afirmando que es una época privilegiada de
la vida, porque la vejez permite adquirir sabiduría. Dice así el Santo Padre: “Así
como la infancia y la juventud son el periodo en el cual el ser humano está en
formación, vive proyectado hacia el futuro y, tomando conciencia de sus
capacidades, hilvana proyectos para la edad adulta, también la vejez tiene sus
ventajas porque —como observa San Jerónimo—, atenuando el ímpetu de las
pasiones, “acrecienta la sabiduría, da consejos más maduros”. En cierto
sentido, es la época privilegiada de aquella sabiduría que generalmente es
fruto de la experiencia, porque “el tiempo es un gran maestro”. Es bien conocida
la oración del Salmista: “Enséñanos a calcular nuestros años, para que
adquiramos un corazón sensato” (Sal
90 [89])”.
Más
adelante, cita ejemplos de ancianos santos, y esto lo hace para que adquiramos
una idea correcta acerca de la juventud y de la vejez: “La palabra de Dios
muestra una gran consideración por la edad avanzada, hasta el punto de que la
longevidad es interpretada como un signo de la benevolencia divina (cfr. Gn 11, 10-32). Con Abraham, del cual se
subraya el privilegio de la ancianidad, dicha benevolencia se convierte en
promesa: “De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre;
y sé tú una bendición. Bendeciré a quienes te bendigan y maldeciré a quienes te
maldigan. Por ti se bendecirán todos los linajes de la tierra” (Gn 12, 2-3). Junto a él está Sara, la
mujer que vio envejecer su propio cuerpo pero que experimentó, en la limitación
de la carne ya marchita, el poder de Dios, que suple la insuficiencia humana.
Moisés es ya anciano cuando Dios le confía la misión de hacer salir de Egipto
al pueblo elegido. Las grandes obras realizadas en favor de Israel por mandato
del Señor no las lleva a cabo en su juventud, sino ya entrado en años. Entre
otros ejemplos de ancianos, quisiera citar la figura de Tobías, el cual, con
humildad y valentía, se compromete a observar la ley de Dios, a ayudar a los
necesitados y a soportar con paciencia la ceguera hasta que experimenta la
intervención finalmente sanadora del ángel de Dios (cfr. Tb 3, 16-17); también la de Eleazar, cuyo martirio es un testimonio
de singular generosidad y fortaleza (cfr. 2
Mac 6, 18-31).
El
Nuevo Testamento, inundado de la luz de Cristo, nos ofrece asimismo figuras
elocuentes de ancianos. El Evangelio de Lucas comienza presentando una pareja
de esposos “de avanzada edad” (1, 7), Isabel y Zacarías, los padres de Juan
Bautista. A ellos se dirige la misericordia del Señor (cfr. Lc 1, 5-25. 39-79); a Zacarías, ya
anciano, se le anuncia el nacimiento de un hijo. Lo subraya él mismo: “yo soy
viejo y mi mujer avanzada en edad” (Lc
1, 18). Durante la visita de María, su anciana prima Isabel, llena del Espíritu
Santo, exclama: “Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno” (Lc 1, 42). Al nacer Juan Bautista,
Zacarías proclama el himno del Benedictus. He aquí una admirable pareja de
ancianos, animada por un profundo espíritu de oración.
En
el templo de Jerusalén, María y José, que habían llevado a Jesús para ofrecerlo
al Señor o, mejor dicho, para rescatarlo como primogénito según la Ley, se
encuentran con el anciano Simeón, que durante tanto tiempo había esperado la
venida del Mesías. Tomando al niño en sus brazos, Simeón bendijo a Dios y
entonó el Nunc dimitis: “Ahora,
Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz... ” (Lc 2, 29). Junto a él encontramos a Ana,
una viuda de ochenta y cuatro años que frecuentaba asiduamente el Templo y que
tuvo en aquella ocasión el gozo de ver a Jesús. Observa el Evangelista que se
puso a alabar a Dios “y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención
de Jerusalén” (Lc 2, 38). Anciano es
Nicodemo, notable miembro del Sanedrín, que visita a Jesús por la noche para
que no lo vean. El divino Maestro le revelará que el Hijo de Dios es Él, venido
para salvar al mundo (cf. Jn 3, 1-21). Volvemos a encontrar a Nicodemo en el
momento de la sepultura de Cristo, cuando, llevando una mezcla de mirra y áloe,
supera el miedo y se manifiesta como discípulo del Crucificado (cfr. Jn 19, 38-40). ¡Qué testimonios tan
confortadores! Nos recuerdan cómo el Señor, en cualquier edad, pide a cada uno
que aporte sus propios talentos. ¡El servicio al Evangelio no es una cuestión
de edad!
Y,
¿qué podemos decir del anciano Pedro, llamado a dar testimonio de su fe con el
martirio? Un día, Jesús le había dicho: “cuando eras joven, tú mismo te ceñías,
e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro
te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21, 18). Como Sucesor de Pedro, estas palabras me afectan muy
directamente y me hacen sentir profundamente la necesidad de tender las manos
hacia las de Cristo, obedeciendo su mandato: “Sígueme” (Jn 21, 19)”[2].
Sin embargo, y a pesar de todos estos ejemplos de santidad
de personas ancianas, podemos constatar que, en nuestros días, existe una
fuerte tendencia a desvalorizar a la vejez, porque pareciera como que todo el
mundo debiera ser joven para ser feliz. Pero eso es un error, porque, por un
lado, la juventud es sólo una etapa en la vida, y por otro lado, la felicidad
del hombre no está ni en ser joven ni en ser anciano, porque la Fuente
Inagotable de la felicidad no está en el hombre ni es el hombre, sino que está
en Dios y es Dios, puesto que Dios es la Causa de toda alegría y la Alegría
Increada en sí misma. El Papa Juan Pablo II cita a la Escritura, para que nos
demos cuenta de lo que significa el tiempo de esta vida terrena: “Juventud y
pelo negro, vanidad”, observa el Eclesiastés (11, 10). La Biblia no se recata
en llamar la atención sobre la caducidad de la vida y del tiempo, que pasa
inexorablemente, a veces con un realismo descarnado: “¡Vanidad de vanidades!
[...] ¡Vanidad de vanidades, todo vanidad! ” (Qo 1, 2). ¿Quién no conoce esta severa advertencia del antiguo
Sabio? Nosotros los ancianos, especialmente nosotros, enseñados por la
experiencia, lo entendemos muy bien”[3].
Lo
que importa, entonces, no es ser ni joven ni viejo, sino fijar la mirada en
Aquel que es la Alegría en sí misma, Dios, que se nos revela en Jesucristo. El tiempo
transcurrido en esta vida, que es el que nos hace envejecer, a medida que
avanzamos en el tiempo, tiene también una importancia relativa, porque esta
vida terrena es pasajera, y lo que verdaderamente importa, es la otra vida, la
vida eterna. La vida en la tierra, sea que se viva pocos o muchos años, es un
don y una prueba dada por Dios, para que nos ganemos la vida eterna. Si Dios
nos concede muchos años de vida en esta tierra, es para que hagamos méritos,
por las buenas obras, por la oración, la fe y la misericordia, para ganar la
vida eterna, en donde ya no existen ni el dolor, ni la enfermedad, ni la muerte,
y en donde todos viven, con sus cuerpos gloriosos y resucitados, y donde todos
son jóvenes, pues ninguno de los bienaventurados, dice Santo Tomás, tiene más
de treinta y tres años, que es la edad perfecta de Jesucristo. Por eso
entonces, vemos que el planteamiento del mundo, según el cual, para ser
felices, tenemos que ser jóvenes o aparentar ser jóvenes, es erróneo, porque la
vida feliz no está ni en la juventud, ni en la apariencia de juventud, sino en
Cristo, Dios eternamente joven. Comparada
con la eternidad, la vida longeva es menos que un suspiro y es hacia esa vida
eterna hacia la cual tenemos que elevar la mirada, y no hacia atrás, hacia la
vida pasada. Seamos jóvenes o viejos, lo que importa es vivir esta vida de
manera tal que, por la gracia y la misericordia que tengamos hacia nuestros
prójimos, lleguemos a nuestra meta final, que no es la juventud de esta vida,
sino la juventud del cuerpo glorioso y resucitado de la vida eterna.
Es
en este “tender las manos hacia Cristo”, en donde podemos valorar
correctamente, tanto la juventud como la vejez: no importa ser jóvenes o
viejos: lo que importa en esta vida es seguir a Nuestro Señor por el camino del
Calvario, cargando la cruz de cada día, y elevar nuestros corazones a Cristo,
Dios eternamente joven, para reinar luego con Él, por los siglos sin fin, en el
Reino de los cielos.
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