Una de las cosas más hermosas de la vida es la amistad,
puesto que el tener amigos es algo que satisface lo más noble del alma y del
corazón humano: el alma se plenifica con los amores nobles, y uno de los más
nobles amores, es el amor de amistad.
El hombre, creado por Dios, que “es Amor” (cfr. 1 Jn 4, 8), ha sido creado para amar y
el amor de amistad –como el que se desarrolla en la convivencia escolar-, es
uno de los amores más puros y que más gratificación da al hombre. Ahora bien,
como todas las cosas buenas, toda amistad verdaderamente buena, proviene de
Dios, de quien procede todo don y toda gracia, y fuera de Dios, nada de bueno,
puro santo se puede encontrar. La amistad, como don, viene de Dios, y es tan
grande este don, que Dios mismo en Persona, en la Última Cena, antes de sufrir
la Pasión, nos llama “amigos” y no “siervos”: “Ya no os llamo siervos, sino amigos”
(Jn 15, 15). Pero Jesús no se queda
solamente con palabras, sino que nos demuestra, en la cruz, el amor más grande
que alguien pueda tener por un amigo, y es el dar la vida por él: “Nadie tiene
mayor amor, que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Jesús, con su Amor, nos convierte de enemigos que
éramos de Dios, a causa del pecado, en amigos suyos, y nos demuestra su amor de
amistad, dando su vida por nosotros en la cruz.
Entonces, al conmemorar la ocasión de haber hecho amigos en
la vida –como es el cursado conjunto en un colegio, por ejemplo-, es una buena
ocasión para dar gracias a Nuestro Rey y Señor, Jesucristo, quien dio su vida
por nosotros, llamándonos sus “amigos” y de quien todo don, como una amistad
verdaderamente buena, procede. Es una más que excelente ocasión para darle
gracias por los buenos amigos que ha enviado a nuestras vidas.
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