¿Por qué un católico –de la edad que fuere- no debe asistir
a los espectáculos carnavalescos? ¿No se trata de una actitud mojigata, basada
en una moralina de siglos pasados? ¿Es verdad que, en los umbrales del siglo
XXI, el hombre ha “superado” los “tabúes” del pasado, tales como la exhibición
semidesnuda de su corporeidad?
Estos y muchos otros interrogantes podrían hacerse, desde
una perspectiva, pseudo-progresista, que aparenta dar la razón –paradójicamente-
al pos-modernismo que, entre otras cosas, se caracteriza por lo irracional.
Ante todo, hay que considerar que existen valores
ontológicos –la especie humana-, morales –el obrar del hombre- y espirituales –sobrenaturales,
donados por el cristianismo-, que superan todo tiempo y lugar, por lo que
argumentar que ciertas prohibiciones eran adecuadas para una época y para un
momento determinado de la historia, no lo son para nuestros días, días del
pos-modernismo, es un argumento fuera de lugar. Por otra parte, a quienes,
basados en principios de la naturaleza, de la moral y de la religión
cristiana-católica se oponen al Carnaval, argumentando que dicha posición es un
“retroceso” –de ahí la calificación de “retrógrado” para quien se opone a estos
bacanales-, es en realidad una acusación falsa, porque quienes precisamente
retroceden en el tiempo, volviendo prácticamente a la era paleolítica, son
quienes se presentan como “iluminados” y “superados”; por el contrario,
aquellos a quienes estos mismos defenestran acusándolos de “retrógrados” o “fundamentalistas”
–así se les dice a quienes se oponen a festividades como el Carnaval-, son
quienes, paradójicamente, constituyen a los verdaderos “progresistas”, si cabe
el término. ¿Por qué? La razón es que ser un retrógrado o un adelantado en su
tiempo, depende del inicio de la Era Cristiana: quienes fomentan el Carnaval –con
su espectáculo de lujuria desenfrenada, con la incitación al desenfreno de las
pasiones-, en realidad, se ubican desde Cristo hacia atrás, llegando hasta el
Paleolítico, en donde el hombre, sujeto al dominio tiránico de sus pasiones, a
causa del pecado original, hacía lo que hace hoy el Carnaval: exaltar la carne –en
el sentido del hombre caído en el pecado-, exponer el cuerpo destinado a la
muerte terrena y eterna y elevar a las pasiones desenfrenadas –concupiscencia de
los ojos, de la carne, de la vida- por encima de la razón y dominando a la
voluntad. En otras palabras, quienes están acordes con el Carnaval y con la lujuria y
desenfreno que este supone, se colocan, en el tiempo, antes de la Primera
Venida de Jesucristo, en donde el hombre estaba esclavizado por sus pasiones
sin control, con su mente ofuscada por el error y con su voluntad entenebrecida
por el deseo del mal.
Por el contrario, quienes, basados en la Redención de Nuestro
Señor Jesucristo, que nos obtuvo la gracia santificante al precio de su Sangre
Preciosísima derramada en la Cruz, se oponen al Carnaval y al dominio tiránico
del pecado sobre el hombre, son los que promocionan al hombre nuevo, el hombre
regenerado por la gracia santificante, el hombre que es hecho partícipe, por la
gracia, de la naturaleza divina; el hombre que, a diferencia del hombre
degradado y humillado por el pecado, es elevado a un grado incomparablemente
mayor al de su naturaleza meramente restaurada a su dignidad original, porque
por la gracia, el hombre comienza ya, desde esta tierra, un proceso que en
absoluto le compete a su naturaleza, y es el de la deificación o divinización,
que lo convierte en un Dios, al participar de la vida misma de la Trinidad,
según las palabras de Jesús: “Seréis como dioses”, o también, “seréis como Dios”,
según la promesa de Jesús a aquellos que imiten al Padre “que es perfecto”, en
la perfección de la santidad: Jesucristo nos invita a imitar a Dios y a ser
perfectos como Él” (cfr. Mt 5, 48). El
“ser perfectos como el Padre” implica vivir según la vida divina, de la cual
nos hace partícipes la gracia santificante, que en esta vida convierte al alma
y al cuerpo del hombre en “Templo del Espíritu Santo” y morada de la Santísima
Trinidad.
En síntesis, el Carnaval exalta al hombre viejo, esclavizado
por las pasiones y dominado por las concupiscencias propias del pecado
original; exalta al hombre en el que las pasiones sin freno dominan sobre la
inteligencia ofuscada en la búsqueda de la Verdad y sobre la voluntad
debilitada en su deseo del Bien; exalta todo aquello que está destinado a la
muerte y a la putrefacción, esto es, el cuerpo y sus pasiones irracionales. Este
hombre viejo, además de ser esclavo de sus pasiones, es esclavo de Satanás.
Por el contrario, el cristiano exalta al hombre nuevo, el
hombre regenerado por la gracia, el hombre que es verdaderamente libre, porque
por la gracia de Cristo, sus pasiones están dominadas por su inteligencia,
iluminada por la Sabiduría Divina, y por su voluntad, ennoblecida por el Divino
Amor. Quien exalta el Carnaval, exalta aquello que Cristo ha vencido en la Cruz:
el pecado y el hombre viejo –además del Demonio, que está presente en todos los
carnavales de todas las culturas del mundo-; quien no celebra el Carnaval, lo
hace porque esto ha sido superado gracias a Cristo que, con su gracia
santificante, no solo ha derrotado al pecado y al Demonio, sino que ha
convertido al hombre en un hombre nuevo, santificado y destinado a la gloria
divina. Mientras el Carnaval exalta al hombre viejo destinado a la corrupción,
la Iglesia exalta, por el contrario, al hombre nuevo, destinado, por la gracia,
a la gloria y a la bienaventuranza. Otro argumento que se puede esgrimir es
que, independientemente de la cultura de la que se trate, hay una figura que
aparece siempre y en todos los Carnavales: el Demonio.
Estas –y muchas otras más- son las razones por las cuales el
católico no debe asistir al Carnaval.
Padre Álvaro , magnífica explicación . 👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽👏🏽
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