Al igual que el misterio de la Santísima Trinidad, la
Encarnación del Verbo es otro de los grandes misterios de nuestra fe católica[1]. “Misterio”
quiere decir que escapa a nuestro razonamiento, no porque sea irracional, sino
porque es supra-racional, es decir, está más allá de nuestra capacidad de
razonamiento. Por esta razón es que, para los misterios de nuestra fe,
necesitamos del auxilio del Espíritu Santo, quien con su luz ilumina las
tinieblas de nuestra mente y nos da la gracia de poder al menos, si no
comprender, sí creer en estos misterios de la fe. Si no creemos en estos
misterios o si tratamos de rebajarlos al nivel de nuestra razón, nos apartamos
de la fe católica.
En el caso de la Encarnación, fue la Santísima Trinidad la
que la llevó a cabo: por pedido de Dios Padre, Dios Hijo se encarnó en el seno
virgen de María, llevado por Dios Espíritu Santo. De esta concepción milagrosa,
en la que Dios unió su propia naturaleza
a nuestra naturaleza humana –un cuerpo y un alma como el nuestro-, no
resultaron dos personas, sino una sola Persona divina con dos naturalezas, la
divina y la humana y su nombre es Jesús de Nazareth. Por esta razón, porque las
naturalezas humana y divina están unidas en la Persona de Dios Hijo, es que Jesús
recibe el nombre de Hombre-Dios. Esta unión de dos naturalezas en una Persona
divina recibe el nombre de “unión hipostática” (del griego “hipóstasis”, que significa
“lo que está debajo”)[2].
Jesús no fue ni un hombre santo, ni un revolucionario: fue y
es el Hombre-Dios, es decir, Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, para que
nosotros los hombres nos hagamos Dios por la gracia.
Creer en Jesús como Hombre-Dios es esencial para nuestra fe
católica porque si así no lo creemos, no permanecemos en la fe de la Iglesia. Además,
es esencial para nuestra fe en la Eucaristía, porque la Eucaristía es el mismo
Jesús, Hombre-Dios, que se encuentra allí en Persona, con su Cuerpo, Sangre,
Alma y Divinidad, bajo apariencia de pan. Esto quiere decir que cuando
comulgamos no comulgamos un trozo de pan bendecido, sino al mismo Hijo de Dios
en Persona, oculto en apariencia de pan. La Eucaristía, prolongación de la Encarnación del Verbo, alegra nuestra vida cotidiana.
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