En el Bautismo, Dios nos une a sí mismo y derrama su vida
divina sobre nuestras almas. Si dependiera de Dios, jamás nos separaríamos de
Él, pero como el hombre es libre, utiliza mal su libertad y muchas veces peca y
se aleja de Él. Sin embargo, Dios vuelve a unirnos a Sí mismo en cada confesión
sacramental. Por eso, mientras estamos en esta vida, es siempre posible el
regreso a Dios por medio del amor, de la fe y de la confesión sacramental. Una vez
que el alma muere, queda fija para la eternidad tal como murió: en gracia plena
–va al Cielo-, en gracia parcial –va al Purgatorio- o en pecado mortal –va al
Infierno-. Esto ocurre cuando deliberadamente deseamos desobedecer a Dios en
materia grave. Por el pecado mortal, el alma muere a la vida de Dios, pero
mientras está en esta vida, puede recuperar esa vida divina mediante la
contrición perfecta del corazón y el sacramento de la confesión. Por el pecado
mortal, se corta nuestra unión con Dios, así como si nosotros cortáramos, con
unas tijeras, los cables que conectan a la computadora con la instalación
eléctrica y el alma pierde todo tipo de comunión con Dios en el Amor y las
obras que hace no le sirven para la vida eterna. Esto se restablece por la
confesión sacramental.
Ahora bien, nuestro fin en esta vida es unirnos a Dios por
medio del amor y la obediencia[1]. Es
como si un padre multimillonario le dijera a su hijo: “Hijo, tú eres el heredero
de mi inmensa fortuna, pero para ganarla, quiero que me obedezcas en lo siguiente:
quiero que te dirijas a esa montaña, que no es muy alta, por el sendero que yo
te indique, porque es el más seguro para ti”. Si el hijo le responde que no
quiere ir por ese sendero y que no quiere su herencia, eso es como si fuera el
pecado mortal; si dice que sí quiere su herencia y que irá por donde su padre
le indica, eso es obedecer a Dios en su voluntad –expresada en los Mandamientos
y en los preceptos de la Iglesia- y es también llevar la cruz de cada día,
porque el único camino seguro para llegar al cielo, es llevar la cruz de cada
día.
Fuimos hechos para heredar el Reino, pero este Reino lo
vamos a tener solo si cumplimos la voluntad de Dios, que se nos manifiesta en
los Mandamientos y en los preceptos de la Iglesia, si llevamos la cruz de cada
día y si mantenemos su amistad y su gracia por medio de la confesión
sacramental.
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