¿Cómo describir al pecado mortal? El pecado mortal se puede comparar,
por ejemplo, con la muerte natural de un hombre: así como un hombre muere cuando
el alma se separa del cuerpo y deja de informarlo y de darle la vida, así el
alma muere espiritualmente cuando comete un pecado mortal[1],
porque el alma se desprende de la gracia, que es la vida divina en el alma. El pecado
mortal es “muerte” espiritual porque el alma deja de tener en sí la vida de
Dios; es decir, está muerta a la vida de Dios, aun cuando siga viva en su
estado natural. Esto último es un hecho de comprobación cotidiana, pues es de
experiencia que los hombres cometen pecados mortales, es decir, mueren a la
vida de la gracia, pero siguen vivos con su vida natural –continúan hablando,
caminando, etc.-.
Ahora bien, en el plano espiritual sucede algo que no sucede
en el plano corpóreo: si un hombre después de muerto no puede volver a la vida
porque su alma ya se separó definitivamente de su cuerpo –sólo volverá a unirse
en la resurrección final-, el alma sí puede recuperar la vida divina perdida,
por medio de la recepción de la gracia. Es lo que nos sucede en cada confesión
sacramental y es lo que nos sucedió a todos y cada uno de nosotros en el bautismo
sacramental: tanto en la confesión como en el bautismo, el alma recibe una infusión
de la gracia y por medio de esta, la vida divina. Por el sacramento de la
confesión volvemos a la vida de la gracia luego de estar muertos por el pecado
mortal; por el bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en la que el
pecado de Adán y Eva nos sumergió y quien nos rescata y vuelve a la vida en
cada sacramento es Dios.
Tanto
en la confesión sacramental, como en el bautismo, desciende sobre el alma la
Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, Jesucristo y, como Jesucristo es Dios,
en su Sangre está contenido el Espíritu Santo. Esto significa que por los
sacramentos, Dios nos infunde su Amor, el Espíritu Santo y por medio del
Espíritu Santo, Dios une a Sí nuestra alma. Para darnos una idea más gráfica de
lo que sucede con los sacramentos, tomemos la siguiente imagen: imaginemos un
recipiente, como por ejemplo, un ánfora o tinajas de las que se usaban en la
Antigüedad -tal vez como las que se usarían en las Bodas de Caná-: nuestras
almas en pecado mortal son como esas ánforas vacías, porque están vacías del
Amor de Dios; por el sacramento de la confesión y por el bautismo, Dios derrama
sobre nuestras almas su Amor, el Espíritu Santo, y colma nuestras almas con su
Amor, así como un ánfora se colma de agua cristalina, o del vino más exquisito,
como en el caso de las Bodas de Caná. Al derramar su Amor sobre nosotros, Dios
no solo borra nuestros pecados, sino que nos une a Sí, es decir, nos introduce,
por así decirlo, en su Corazón de Dios, uniéndonos íntimamente a Sí. Como
consecuencia de esta íntima unión con Dios, nuestra alma recibe una nueva vida,
una vida que es distinta a esta que conocemos y con la cual vivimos todos los
días: es la vida de Dios, la vida sobrenatural, que es donada por la “gracia
santificante”. Algo que debemos considerar es que Dios nos perdona los pecados
y nos concede su Amor solo por Amor, no por obligación y como el dicho dice: “Amor
con amor se paga”, nuestra obligación es demostrar amor de gratitud a Dios y
ese amor lo demostramos efectivamente no con palabras, sino con obras, mediante
las cuales buscamos preservar, incrementarla e intensificar la gracia recibida.
Entonces,
es por amor que nosotros debemos conservar nuestra ánfora –nuestra alma- llena de
la gracia y el Amor de Dios y nunca vaciarla por el pecado mortal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario