El pecado mortal, como el que
cometieron Adán y Eva, es comparable a la muerte de una persona[1]:
así como una persona muere cuando el alma se separa del cuerpo, así el alma
muere cuando el alma se queda sin la gracia, que es la vida de Dios en el alma.
Al quedarse sin la gracia, el alma muere irremediablemente, porque muere a la
vida de Dios y esto aun cuando la persona continúe hablando, caminando, riendo,
etc.; es decir, aun cuando la persona continúe con su vida cotidiana de todos
los días.
Por el Bautismo sacramental
somos devueltos a la vida, luego de haber nacido muertos espiritualmente –porque
el pecado de Adán y Eva se transmite en la generación y por eso los hombres
nacemos con el pecado original, es decir, muertos a la vida de Dios-.
Regresamos a la vida de Dios en el Bautismo porque allí Dios unió a Sí nuestra
alma[2]. Sobre
nuestra alma se vertió el Amor de Dios –el Espíritu Santo-, que quitó el pecado
original y esto sucedió porque invisible y misteriosamente, pero no por eso
menos real, sobre nuestras almas se derramó la Sangre de Jesús y, con la Sangre
de Jesús, el Espíritu Santo. Al unir a Sí nuestra alma, Dios la hizo partícipe
de su propia vida divina, haciéndola vivir desde entonces con una nueva vida,
distinta a nuestra vida natural, y es la vida sobrenatural que da la gracia
santificante. Nuestra obligación como cristianos es conservar, preservar y acrecentar
esta vida[3].
Cuando Dios nos une a Sí
mismo concediéndonos su gracia y haciéndonos participar de su vida divina, a
partir de ese momento, no nos abandona nunca. Es decir, si de Dios dependiera,
jamás permitiría que nos quedemos sin la gracia santificante; jamás permitiría
que nuestra alma muriera por el pecado mortal.
La única manera por la cual
la gracia de Dios deja de estar en el alma –y por lo tanto, el alma muere- es
la separación de Dios, de parte nuestra, por parte del pecado. Como cometer un
pecado es una acción libre y deliberada nuestra, Dios no se opone a nuestra
libertad. Él no desea que nos apartemos de Él, pero tampoco se opone a nuestra
libertad de separarnos de Él, libertad expresada en el deseo de cometer un
pecado mortal. Es decir, recibimos la gracia gratuitamente, pero la perdemos
libremente, por propia voluntad. Esta pérdida de la gracia supone la mayor
desgracia para una persona –incomparablemente más grande a cualquier desgracia
que pueda sobrevenir en esta vida- y ocurre cuando una persona, libremente
consciente de su acción, toma la decisión de desobedecer a Dios,
voluntariamente, en materia grave.
Cuando esto sucede, es decir,
cuando la persona sabe que es materia grave y lo mismo comete la acción, comete
el pecado mortal, pecado por el cual el alma muere a la gracia de Dios y por
eso se llama “mortal”. Esta desobediencia a Dios y a su voluntad –expresada en los Diez
Mandamientos y en esos Mandamientos explicitados por Jesucristo, la Sabiduría
de Dios encarnada- consiste en el rechazo de Dios y su vida. Para darnos una
idea, imaginemos un robot que está conectado a una fuente de energía eléctrica,
que le permite sus operaciones y movimientos, por medio de unos cables: si se
cortan los cables con una tijera o si se apaga el interruptor, deja de recibir
energía eléctrica y el robot “muere”, es decir, queda sin su “vida” que le era
proporcionada por la corriente eléctrica. O también podemos imaginar la luz de
nuestra casa y qué es lo que ocurre durante un apagón: toda la casa queda a
oscuras porque se fue la luz: la casa es nuestra alma, la luz es la gracia, la
oscuridad es la consecuencia del pecado y lo que causó el apagón es el pecado
mortal: el alma queda a oscuras y muerta luego del pecado mortal, aun cuando
exteriormente pueda seguir cumpliendo sus funciones vitales normales.
Pidamos siempre la gracia de
que no se provoque un “corte de luz” en nuestras almas, que nuestras almas
nunca se queden sin la gracia. Para eso, vale la jaculatoria con la cual Santo
Domingo Savio, un niño santo del Oratorio de Don Bosco, recibió la Primera
Comunión: a los nueve años de edad tenía tan claro qué era lo que sucedía en el
alma, que su pedido frecuente era: “Morir antes que pecar”. Debemos siempre
pedir la gracia de perseverar en la fe, en la gracia y en las buenas obras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario