(Homilía para niños y jóvenes de una institución educativa)
Existe un Dios que es Trino en Personas y uno en naturaleza,
un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y ese Dios quiere algo de nosotros,
los seres humanos: quiere nuestros corazones y quiere nuestro amor. “Dios es
Amor”, dice la Escritura, y fuimos creados por un Dios que es Amor, para que le
retribuyamos en el Amor y para que seamos felices en el Amor, es decir, en Dios,
que es Amor. Quien busque la felicidad fuera de Dios Trino y su Ley, que es una
Ley de Amor, no solo no encontrará nunca al verdadero Amor, sino que nunca será
feliz y su vida será una vida infeliz y sin sentido.
Solo en Dios Trino, Dios que es Creador, Redentor y Santificador
y que lo único que quiere de nosotros es que le abramos nuestros corazones para
que Él pueda llenarlos con su Amor, sólo en Él y en el cumplimiento de su
voluntad que es ésta y no otra, el ser humano alcanza no solo el sentido de su
vida, sino la plenitud de su vida, en esta vida, en medio de las tribulaciones
y persecuciones del mundo, y en la otra vida, en la felicidad de la
contemplación de la Trinidad. Solo en Dios Uno y Trino alcanza el ser humano la vida plena y feliz; fuera de Él y su Ley de Amor, sólo hay tristeza y amargura.
Pretender ser felices en esta vida al margen de Dios Uno y
Trino y su Ley de Amor, es como pretender llegar ilesos a destino si ingresamos
a contramano en una autopista: indefectiblemente, quien haga esto, no solo no
llegará nunca a destino, sino que en su locura -¿a quién, que esté sano de
mente, se le ocurre transitar en una autopista a contramano?- arrastrará a
muchos otros en su fracaso.
Si queremos vivir una vida plena, si queremos que nuestra
juventud y nuestra vida joven tenga un sentido; si queremos ser felices en esta
vida y en la otra, no nos apartemos de Dios; unámonos a Él por el amor, la fe y
los sacramentos. No hay otra forma de alcanzar la felicidad y la vida plena que
uniéndonos al Dios de Misericordia infinita, Cristo Jesús, que desde la Cruz y
desde la Eucaristía implora nuestro mísero amor. Dios nos ama tanto, que como
un mendigo suplica por un mendrugo de pan, así Dios suplica por la miseria de
nuestro corazón, desde la Cruz y desde la Eucaristía. No hagamos oídos sordos a
las súplicas de Amor de un Dios que no dudó en encarnarse, en morir en la Cruz
y en quedarse en la Eucaristía, sólo para suplicarnos nuestro amor.
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