Todos los hombres nacemos con la mancha del pecado original,
pero además, debemos enfrentarnos con otra clase de pecado: el que nosotros
mismos cometemos[1].
Este pecado, que no es heredado de Adán, sino que es nuestro, se llama “actual”
y, según el grado de malicia, puede ser mortal o venial.
En la base del pecado está la ausencia de amor y la
presencia de malicia, de parte de nosotros hacia Dios. Esto lo podemos
ejemplificar en el grado de obediencia que se da entre un hijo y su progenitor[2]. Antes
que nada, debemos decir que un verdadero hijo que ama verdaderamente a su
padre/madre, obedecerá no con fastidio y enojo, sino con amor, porque en él el
amor es verdadero y grande en relación a sus padres, por lo que obedecer no es
una muestra de desagrado, sino una forma de demostrarles su amor por ellos. Si el
hijo desobedece en asuntos de menor importancia, esto no significa que no los
ame: es un amor imperfecto, pero existe. Sin embargo, si este mismo hijo
desobedece a sus padres, de forma deliberada, en asuntos más graves, entonces
hay que concluir que, o no los ama, o bien se ama a sí mismo mucho más que a
sus padres, es decir, en él priva el egoísmo –amor desordenado a sí mismo- por
encima del amor genuino a los progenitores. Y ese amor desordenado de sí es una
versión falsificada de amor, porque en realidad es malicia. La desobediencia en
temas graves demuestra no solo ausencia de amor, sino presencia de malicia.
Lo mismo sucede en nuestras relaciones con Dios. Su amor por
nosotros está “codificado” o más bien explicitado en los Diez Mandamientos –y en
los Mandamientos de Jesús en el Evangelio, como perdonar siempre, cargar la
cruz, que son especificaciones de los Diez Mandamientos-, puesto que todo lo
que Dios manda hacer o no hacer, está motivado por su amor por nosotros y solo
busca nuestro bien y nuestra felicidad. Si desobedecemos sus Mandamientos en
cuestiones de menor importancia esto no implica que necesariamente neguemos a
Dios nuestro amor, aunque sí demuestra que tenemos hacia Dios un amor
imperfecto. Ese acto de desobediencia en el que la materia no es grave, es el
pecado venial[3].
Por ejemplo, una mentira “pequeña” en la que no resulta el daño ni perjuicio de
nadie: “¿Dónde estuviste anoche?”, “En el cine”, cuando en realidad nos
quedamos toda la noche viendo televisión, sería un pecado venial.
Pero incluso en materia grave puede ser venial por
ignorancia o falta de consentimiento pleno. Por ejemplo, es pecado mortal
mentir bajo juramento. Pero si al momento de mentir yo pienso que el perjurio
es venial y lo cometo, Dios me lo imputa como pecado venial. O si juro
falsamente porque quien me preguntó no me dio tiempo a reflexionar (falta de
reflexión suficiente) o porque el miedo a las consecuencias disminuyó mi
libertad de elección (falta de consentimiento pleno), también sería pecado
venial. En estos casos podemos ver que falta la malicia de un rechazo de Dios
consciente y deliberado; en ninguno resulta evidente la ausencia de amor a
Dios.
Estos pecados se llaman “veniales” (del latín “venia”, que
significa “perdón”) porque Dios perdona prontamente los pecados veniales sin el
sacramento de la confesión; un sincero acto de contrición y propósito de
enmienda bastan para su perdón. Pero esto no quita importancia, porque todo
pecado, incluso el venial, implica falta de amor a Dios[4].
El pecado venial trae un castigo, aquí o en el Purgatorio; cada pecado venial
disminuye un poco el amor a Dios en
nuestro corazón y debilita nuestra resistencia a las tentaciones. Un ejemplo de
los santos como Santa Teresa de Ávila nos puede ayudar: ella compara al Amor de
Dios como un gran brasero con brasas incandescentes; cuando cometemos un pecado
venial, es como si arrojáramos agua, en escasa cantidad, sobre el brasero. No se
apagarán las brasas, pero alguna que otra quedará más apagada. El pecado mortal
equivale a arrojar todo un balde de agua sobre el brasero: ahí sí las brasas se
apagan y en vez del fuego y el calor que había antes, ahora se levanta una
espesa humareda de humo negro.
La multiplicación de los pecados veniales no forma un pecado
mortal, porque el número no cambia la especie del pecado, aunque por
acumulación de materia de muchos pecados veniales sí podría llegar a ser
mortal; su descuido abre las puertas al mortal[5]. Si
alguien ama a Dios sinceramente, hará el propósito de evitar todo pecado
deliberado, sea éste venial o mortal.
Un pecado objetivamente mortal puede ser venial subjetivamente,
debido a especiales condiciones de ignorancia o falta de plena advertencia, o
un pecado venial puede hacerse mortal bajo circunstancias especiales.
Por ejemplo, si creo que es pecado mortal robar un poco de
dinero y a pesar de ello lo hago, para mí será un pecado mortal. O si continúo
robando pocas cantidades hasta hacerse una suma considerable, para mí sería un
pecado mortal. Pero si nuestro deseo y nuestra intención es amar y obedecer en
todo a Dios, no tenemos por qué preocuparnos de estas cosas[6].
[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe
explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 73.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem, 74.
[4] Cfr. ibidem.
[5] Cfr. ibidem.
[6] Cfr. ibidem.
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