Una imagen puede darnos una idea de lo que significa para
nosotros, los seres humanos, el pecado original. Imaginemos un hombre que,
distraídamente, camina por el borde una piscina muy profunda, pero que tiene
agua solo hasta la mitad, de manera que si alguien cae en ella, no puede salir
por sus propios medios[1]. Pues
bien, a nuestro hombre de la historia, es lo que le pasó: por caminar
distraído, se cayó en la pileta. No se ahogó, porque sabía nadar, pero como las
paredes eran muy altas, por más esfuerzos que hiciera, no podía salir de
ninguna manera. Si un buen samaritano no hubiera pasado por ahí y le hubiera
tendido una cuerda permitiéndole salir, con toda seguridad se hubiera terminado
ahogando. Una vez fuera de la pileta, el hombre pensaba así: “Es sorprendente
lo imposible que me era salir de allí y lo poco que me costó salir”. Esta simple
historia refleja bastante bien la condición de la humanidad después del pecado
de Adán y Eva: fue muy fácil caer, pero imposible salir y nunca hubierámos
salido del pecado, si Jesucristo no hubiera acudido en nuestra ayuda. El pecado
de Adán dejó a toda la humanidad en la situación del hombre del pozo, porque
era imposible saldar la deuda del pecado, al haber sido cometido contra Dios
que, como es infinito, el pecado se volvió infinito, al ofender a su infinita
majestad. Es algo similar a lo que sucede entre los seres humanos: no es lo
mismo arrojar un tomate a un hombre cualquiera, que al presidente de la Nación:
al que hace esto, le corresponde una pena y un castigo mucho mayor que al
primero. Lo mismo pasaba con nosotros después del pecado de Adán: puesto que la
ofensa era infinita, al ser la majestad de Dios infinita, era imposible para
nosotros, los seres humanos, reparar esa ofensa, porque nosotros no somos
infinitos, sino finitos y limitados. Nunca nada que hagamos, aun cuando se
tratara del hombre más santo entre todas, podría saldar la deuda contraída por
Adán, porque el valor de nuestras acciones buenas es limitado. Pero quien viene
en nuestra ayuda, es el mismo Dios en Persona, porque solo Dios podía saldar la
deuda contraída, ya que Dios es infinito y sus acciones tienen un valor
infinito. Siendo Dios infinito, solo Él podía reparar la malicia infinita del
pecado. Para reparar nuestra falta y pagar nuestra deuda, Dios mismo se
encarnó, en la Persona del Hijo de Dios: al encarnarse, asumió nuestra
naturaleza humana –menos el pecado-, de manera tal que cualquier acción que
Jesús realizara –por ejemplo, clavar un clavo en la carpintería de su padre
adoptivo, San José-, tenía un valor infinito, porque Él no era un simple
hombre, sino Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios. Con la más pequeña de sus
acciones, Jesús tenía la facultad de reparar todos los pecados de todos los
hombres, desde Adán y Eva hasta el último hombre nacido en el último día de la
historia humana, el Día del Juicio Final[2]. Y
Jesús hizo mucho más que clavar un clavo para salvarnos –con esto solo podría
habernos salvado-: entregó su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad en la
cruz, para pagar la deuda del pecado, para vencer a los tres grandes enemigos
de la humanidad –el Demonio, el Pecado y la Muerte- y para concedernos la
gracia de ser hijos adoptivos de Dios. Con su muerte en cruz, Jesús reparó por
nuestros pecados, pero eso no implica que inmediatamente todos somos buenos y
santos, porque la satisfacción de Cristo no quita la libertad de nuestra
voluntad[3]. Es
decir, debemos demostrar a Dios que lo amamos y esa demostración la hacemos
toda vez que, libremente, elegimos cumplir su voluntad, expresada en los Diez
Mandamientos y en los Mandamientos de Jesús en el Evangelio. Jesús murió en la
cruz para pagar la deuda que debíamos a Dios, pero nosotros debemos
responderle, libremente, agradeciendo su sacrificio, para así demostrarle que
verdaderamente lo reconocemos como nuestro Redentor. Solo así evitaremos
encontrarnos entre los hijos de la Serpiente, los hijos de las tinieblas, y
seremos verdaderamente hijos adoptivos de Dios, hijos de la luz, hijos de la
Virgen.
[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe
explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 70-71.
[2] Cfr. Trese, ibidem, 72.
[3] Cfr. Trese, ibidem, 72.
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