(Homilía
para organizadores de retiros espirituales)
En
un retiro espiritual vale el principio: “orar como si todo dependiera de Dios,
obrar como si todo dependiera de uno”. Eso significa que debemos cumplir
nuestra tarea con la mayor perfección posible –sed perfectos como mi Padre es
perfecto- pero que no debemos esperar que los frutos, ni sean visibles e
inmediatos, ni dependan de nosotros: los frutos dependen de los tiempos de Dios
y es Dios, con su gracia, quien actúa en las almas. Esto no quiere decir que no
debamos prepararnos a conciencia y hacer todo con la mayor perfección posible,
pero debemos saber que el resultado final depende de la acción de la gracia
divina.
Todo
retiro es un tiempo especial de gracia, que Dios concede al alma para que el
alma se encuentre con Él. Es Dios y el alma, el alma y Dios y nosotros no
debemos interferir en ese diálogo, so pena de interrumpir el flujo de gracia
establecido.
Aunque
no estuviéramos nosotros, Dios actuaría en las almas, como le dijo Jesús a
Santa Faustina: “Estarás tú y Yo”, pero Dios quiere que estemos. El silencio es
un testimonio y ayuda a que el alma no interrumpa su contacto con Dios.
Un
retiro es importantísimo, puede decidir la salvación eterna del alma.
En
el retiro lo que importa es el encuentro y la conversión del alma a Dios y esta
conversión y encuentro se produce fundamentalmente a través de dos sacramentos:
confesión y eucaristía.
El objetivo de un retiro no es “reclutar” prosélitos para un
movimiento determinado, sino la conversión eucarística del alma. Ningún movimiento
es un fin en sí mismo: el fin y el principio de todo en la Iglesia es la
Eucaristía. Todo el esfuerzo del retiro y del movimiento está o debe estar destinado a la
conversión eucarística del alma.
Se debe rezar por los que hacen el retiro, para que logren
el fin del mismo: la conversión eucarística del corazón, como indicio de la
vida nueva en la gracia, en la vida terrena, para continuar luego viviendo en
la gloria, en el Reino de los cielos.
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