lunes, 29 de noviembre de 2010

Los jóvenes y la amistad


La amistad es una de las cosas más lindas de la vida. La Biblia aprecia mucho la amistad. Así dice: “El que encuentra un amigo, encuentra un tesoro” (cfr. Eclo 6, 14.); “El amigo fiel no tiene precio” (Eclo 6, 15), porque “ama en todo tiempo” (Prov 17, 17) y hace la vida deliciosa (Sal 133). Hay un ejemplo de amistad profunda y verdadera entre David y Jonatás, que surge de manera espontánea (1 Sa 18, 1-4), que duró en la prueba (1 Sa 19-20), hasta la muerte (2 Sa 1, 25ss) y sobrevivió en la memoria del corazón (2 Sa 9, 1)[1].

La Biblia tiene gran aprecio por la virtud de la amistad, pero, ¿qué es la amistad en sí misma? ¿En qué consiste? Podemos definirla como el “afecto recíproco desinteresado”[2]. “Afecto”, quiere decir una especie de amor, recíproco, que debe ser bilateral, debe estar presente el afecto en las dos personas amigas y no en una sola, y “desinteresado”, en que el amigo solo busca en el amigo el bien de su amigo y nada más. Cuando se buscan otros intereses, ya la relación deja de ser amistad.

La Biblia, pero también el Santo Padre Juan Pablo II tienen un gran aprecio por este “afecto recíproco desinteresado”, la amistad. El Santo Padre, además de pedir a los jóvenes la búsqueda de la verdad y de la santidad, les pide que busquen y experimenten la alegría de la amistad. Dice así: “¡...experimentad cada vez más la alegría de la amistad! Los hombres tienen una particular necesidad de sonrisa, de bondad, de amistad. Las grandes conquistas técnicas y sociales, la difusión del bienestar y de la mentalidad permisiva y consumista no han traído la felicidad. Las divisiones en el campo político, el peligro y la realidad de nuevas guerras, las continuas desgracias, la enfermedades implacables, la desocupación, el peligro de la contaminación ecológica, el odio y la violencia y los múltiples casos de deseperación, han creado lamentablemente una situación de tensión y de neurosis permanentes[3]. ¿Qué debe hacer (el católico)? Llevar la sonrisa de la amistad y de la bondad a todos y por todas partes. El error y el mal se deben condenar siempre y deben ser combatidos; pero el hombre que cae o que se equivoca debe ser comprendido y amado. Las recriminaciones, las críticas amargas y polémicas, los lamentos, de nada sirven: nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo. Un gran deseo de amor debe desprenderse continuamente desde el corazón (del cristiano) que delante de la cuna de Belén medita el inmenso misterio de Dios hecho hombre justamente por amor al hombre”[4].

Es decir, no se trata de simplemente ser “simpáticos”, sino de ser amigos personales de Dios encarnado y de esa amistad, compartirla y participarla con los hombres y para aprender cómo es la verdadera amistad, el hombre debe tomar como ejemplo a Jesucristo, que por amor a nosotros se hizo hombre, se encarnó en Belén y se donó a sí mismo en la cruz. Y ese don lo continúa en cada Eucaristía: en cada Eucaristía, el Hombre-Dios se entrega a sí mismo por amor a cada uno de nosotros. De la Eucaristía debemos beber el verdadero amor de amistad que brota del Corazón del Hombre-Dios Jesucristo.

Jesús mismo nos trata como amigos: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15), pero la amistad exige reciprocidad: los amigos deben querer el bien mutuo, el bien de cada uno, y es por eso que, además de esforzarnos por cultivar las amistades humanas, debemos esforzarnos por cultivar la amistad con Jesucristo que se nos dona en Persona en cada Eucaristía y que se nos hace Presente misteriosamente en cada prójimo.


[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1980, voz “amigo”, 74ss.

[2] Cfr. David Isaacs, La Educación de las virtudes humanas, EUNSA, Pamplona 1980, 212.

[3] Las palabras del Santo Padre son increíblemente actuales. Un tercio de los soldados estadounidenses presentan trastornos psiquiátricos permanentes, susceptibles de ser tratados de manera permanente; cfr. edición digital de CBSNews del 04 de marzo de 2006; cfr. por lo mismo también diario Clarín, edición digital, Sección internacional, el artículo: “La locura se ha apoderado de Bagdad”, marzo de 2006.

[4] Cfr. Juan Pablo II, Discurso A la Acción Católica Italiana, 30/12/1978, Ciudad del Vaticano (Roma) 1978, Vol. I, 446-452.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El amor al prójimo


El primer mandamiento de la ley de Jesucristo manda amar a Dios y al prójimo: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.

Esto quiere decir que el amor sobrenatural a Dios pasa por el amor sobrenatural al prójimo, puesto que el prójimo es imagen de Dios, y no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama a su imagen viviente, a quien se ve, el prójimo.

Según Santo Tomás, el amor a Dios y el amor al prójimo no son dos amores distintos, sino uno solo: el amor al prójimo está encerrado en el amor a Dios, y procede de él[1].

Ahora bien, se debe tener en cuenta que este amor al prójimo, pedido por Jesucristo, no es el amor natural, humano, que naturalmente se da entre los miembros de la especie humana. Por lo general, amamos a nuestros semejantes por muchos motivos humanos y terrenos: porque son hombres como nosotros, porque poseen ciertas cualidades, porque comparten una misma nación y una misma tierra, porque están unidos por lazos biológicos. Es así como el hijo ama a su padre, el hermano a la hermana, el amigo al amigo, el ciudadano al ciudadano.

Este amor no es para nada reprobable, ya que es bueno en su naturaleza, siempre que no se oponga al amor de Dios y no infrinja las prescripciones de la ley divina. Pero es un amor humano y natural, no divino y sobrenatural; no es el amor cristiano, tal como corresponde al hombre regenerado por la gracia de Cristo, ni es un amor meritorio delante de Dios para la vida eterna.

Como cristianos, debemos amar a nuestro prójimo no por la naturaleza, sino por la gracia y, para eso, debemos amarlo no según la naturaleza, sino de acuerdo a la gracia, es decir, porque está unido a nosotros por la gracia.

Debemos amarlo porque también él participa de la naturaleza divina y ha sido elevado sobre su propia naturaleza o, al menos, porque ha sido llamado a semejante elevación y transfiguración.

El objetivo de nuestro amor debe ser, más que el prójimo en sí mismo, Dios, que por la gracia, se une a él, y por eso debemos profesarle un amor sobrenatural y divino, el mismo amor que profesamos a Dios.

Nuestro prójimo es hijo de Dios por la gracia, nacido y engendrado de Dios, imagen sobrenatural de Dios, y es por estos motivos, que el amor que tenemos a Dios debe extenderse a él, por el hecho de ser un hijo suyo. Por la gracia es un hermano espiritual, que por este motivo, está unido a nosotros con una hermandad y fraternidad todavía más fuerte que la hermandad y la fraternidad sanguíneas y biológicas. No se puede amar a Cristo sin amar con Él y en Él a sus hermanos y miembros. Por la gracia, el prójimo es un templo en el que habita real y personalmente el Espíritu Santo con toda su divinidad, no solamente como un hombre en su casa, sino como el alma con su cuerpo.

Es inconcebible, por lo tanto, separar lo que ha unido tan íntimamente el amor divino, es decir, a nosotros, con nuestro prójimo, dándonos una hermandad, por la gracia, más fuerte que la hermandad sanguínea.

Como cristianos, sólo en Dios y para Dios podemos amar a nuestros semejantes, y si estamos ligados con lazos de parentesco o de amistad, debemos considerar a esos lazos igualmente en relación con Dios que los ha creado, dándoles así una consagración celestial y una nobleza divina.

En la gracia, nos unimos a Dios y a nuestros semejantes; penetramos, por así decirlo, en el seno y en el corazón de Dios, que a todos nos ha transformado en Él.

Este es el motivo por el que el amor cristiano sobrenatural se llama preferentemente “amor fraterno”.

Según la naturaleza, unos están más cerca que otros, por causa del parentesco, de la amistad, o de la nacionalidad, y muchos todavía están tan lejos unos de otros, que ni siquiera se conocen. Pero por la gracia, nos aproximamos todos de una manera misteriosa; por ella todos somos hijos de Dios, hermanos en Cristo, piedras de un mismo templo divino y miembros de un mismo cuerpo místico de Cristo; todos son “nuestro prójimo”, “nuestro hermano en Cristo”, y por ello debemos abrazarlos a todos con los brazos del único amor divino.

El motivo principal de la caridad fraterna se funda en el hecho de que nuestro prójimo, mediante la gracia, posee una dignidad sobrenatural, y es por la gracia poseída en nosotros la que nos impulsa a ese amor.

Lo que Dios nos pide, en el primer mandamiento, es que tratemos al prójimo como Él nos ha tratado primero: con bondad, con misericordia, con compasión, con caridad, y nos promete que lo que hagamos por sus hijos, Él lo aceptará como si a Él mismo lo hubiésemos hecho.

“Mis muy amados”, dice San Juan, “si Dios nos ha amado a tal extremo, es preciso que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn 4, 11). Y el Apóstol dice: “Sed mutuamente afables, compasivos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os ha perdonado a vosotros en Cristo” (Ef 4, 32).

No debe tener límite nuestra bondad y misericordia para con nuestro prójimo, como no tuvo límite la bondad y la misericordia de Dios para con nosotros, y la prueba está en el sacrificio de Cristo en la cruz y en la prolongación de ese sacrificio en la Eucaristía.


[1] Santo Tomás, II, II, 9, 25.