miércoles, 27 de agosto de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes: Primer Mandamiento: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”


Cristo del Amor

         El Primer Mandamiento de la Ley Nueva de Jesús dice así: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo; en este mandamiento está resumida toda la ley y los profetas” (Mt 22, 37-40). Dice San Bernardo que “lo único que quiere Dios de nosotros, es que lo amemos”[1]. Y una santa dice que debemos amar a Dios por lo que es, y no por lo que da: “Haz que yo te ame por lo que eres, y no por lo que das”. El mismo Dios nos dice en el Antiguo Testamento: “Estos mandamientos que yo te prescribo hoy no son superiores a tus fuerzas, ni están fuera de tu alcance. No están en el cielo, para que hayas de decir: ‘¿Quién subirá por nosotros al cielo a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?’ Ni están al otro lado del mar, para que hayas de decir: ‘¿Quién irá por nosotros al otro lado del mar a buscarlos para que los oigamos y los pongamos en práctica?’ Sino que la palabra está bien cerca de ti, está en tu boca y en tu corazón para que la pongas en práctica. Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia (…) Pues hoy te ordeno que ames al Señor tu Dios y cumplas sus mandatos, decretos y ordenanzas andando en sus caminos. (…) El Señor tu Dios cambiará tu corazón y el de tus descendientes, para que lo ames con todo el corazón y con toda el alma, y para que tengas vida”[2]
        Del mandamiento de Jesús, de lo que dicen los santos, y de lo que está escrito en el Antiguo Testamento -que es una sola y única fuente-, todo lo que podemos ver es que Dios no nos pide que vayamos a la luna, ni que escalemos la montaña más alta del mundo, ni que consigamos todo el oro del mundo, ni que crucemos el océano a nado: no nos pide empresas imposibles, que están fuera de nuestro alcance; sólo pide que lo amemos, y eso está a nuestro alcance, porque el amor es algo que es una capacidad del corazón del hombre, creado por el Dios del Amor, que solo le pide a su creatura que, puesto que lo creó por amor, le retribuya, en agradecimiento, solo amor: “Ama a Dios por sobre todas las cosas”. No amar a las cosas y luego a Dios, sino amar a Dios por sobre todas las cosas, pero amarlo, que es lo que caracteriza y diferencia al hombre de los seres irracionales y lo asemeja al mismo Dios, porque el Amor es Dios, ya que “Dios es Amor” (1 Jn 4, 8), como dice el Evangelio.
Pero luego viene la otra parte del mandato de Jesús, que forma parte del Primero: “(Amarás a Dios por sobre todas las cosas) Y al prójimo como a ti mismo; en este mandamiento está resumida toda la ley y los profetas”. Jesús nos exige que amemos al prójimo, porque el prójimo es imagen viviente de Dios, ya que todo hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios: “y creó Dios al hombre a su imagen y semejanza; varón y mujer lo creó” (Gn 1, 26ss). Además, el mismo Jesús inhabita en el prójimo, de manera tal que todo lo que le hagamos a nuestro prójimo, en el bien y en el mal, se lo hacemos a Jesús, y Él nos lo devuelve, en la vida eterna, multiplicado al infinito, como premio o como castigo. Para los que amen a sus prójimos, sobre todo los más necesitados, Jesús les dirá en el Juicio Final[3]: “Venid, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y sed, y me disteis de comer y de beber; estuve enfermo y preso y me socorristeis y visitasteis; pasad a gozar del Reino de los cielos”; pero a los malos, los que no tuvieron compasión de sus hermanos más necesitados, les dirá: “¡Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, porque tuve hambre y sed, y no me disteis ni de comer ni de beber; estuve enfermo y preso, y no me socorristeis ni visitasteis”. Y tanto los buenos como los malos, le preguntarán a Jesús: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, enfermo y preso?”. Y Jesús les dirá: “Cuando vieron a un mendigo hambriento y sediento, ahí estaba Yo, dentro de ese mendigo y sufriendo con Él; cuando vieron a un enfermo postrado en cama, ahí estaba Yo, sufriendo con Él; cuando vieron a un preso en la cárcel, ahí estaba Yo con él, preso en la cárcel, porque Yo estoy presente en Persona en los hombres, pero con mayor intensidad en los que más sufren y por eso recompenso a los que los ayudan y castigo a los que no son capaces de prestarles el más mínimo auxilio”.
Entonces, queda claro que primer mandamiento, el mandamiento del Amor, es amar a Dios y al prójimo, pero que nuestro amor a Dios pasa por el amor al prójimo, lo cual quiere decir que no se puede amar a Dios si no se ama al prójimo, porque el prójimo es su imagen viviente. Por eso el evangelista Juan dice que es un “mentiroso” quien dice que ama a Dios, a quien no ve, si no ama a su hermano, a quien ve (cfr. 1 Jn 4, 20). Y el “Padre de la mentira” (Jn 8, 44) es el demonio.
Por último, Jesús le agrega algo muy importante a este mandamiento, y es la intensidad y la cualidad de este amor. Antes de subir la cruz, en la Última Cena, Jesús dijo: “Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros, como Yo os he amado” (Jn 13, 14). Quiere decir que el amor al prójimo, con el cual hay que cumplir el primer mandamiento, no es un amor cualquiera, sino el Amor de Jesús, el Amor de la cruz, porque Jesús dice: “Como Yo os he amado”, y Jesús nos ha amado hasta la muerte de cruz. Esto quiere decir que debemos amar a nuestro prójimo hasta dar la vida por él, y por prójimo debemos entender no solo a nuestros amigos, sino y sobre todo, en primer lugar, a nuestros enemigos, porque Jesús nos lo manda: “Ama a tus enemigos” (Mt 5, 43), y Él nos dio ejemplo de dar la vida por los enemigos, porque dio su vida por nosotros, que éramos enemigos suyos por el pecado.
“Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”. Si alguien quiere cumplir el mandamiento y no se siente con el suficiente amor para cumplirlo, encontrará Amor en sobreabundancia en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, que arde con las llamas del Fuego del Amor Divino, y que está esperando para comunicar de ese Amor a todo aquel que quiera recibirlo con fe y con amor.  





[1] Sermón 83, 4-6: Opera omnia, edición cisterciense.
[2] Cfr. Dt 1-16.
[3] Cfr. Mt 25, 31-40.

miércoles, 20 de agosto de 2014

¿Dónde está Jesús?


         Un filósofo griego, que se llama Aristóteles, decía que todos los hombres, desde que nacen, buscan permanentemente la felicidad. Y San Agustín decía que eso era verdad, pero el problema era que los hombres la buscaban en lugares equivocados: el dinero, la fama, el éxito pasajero, el aplauso de los hombres. Todo eso da una felicidad, pero una felicidad que es muy fugaz, que pasa muy rápido, tan rápido, que el hombre ni siquiera se da cuenta cuando ya pasó. El Qoelet dice que todo es “vanidad de vanidades” y “atrapar vientos” (1, 14). Buscar la felicidad en las cosas materiales es para el hombre como intentar atrapar el viento, es como tratar de llenar un precipicio con un balde de arena: es imposible, porque el corazón del hombre ha sido hecho para colmarse de una felicidad y de un amor infinitos, que sólo Dios puede satisfacer. Por eso San Agustín decía: “Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón no descansa en paz, hasta que no reposa en Ti”. Ésta es la razón por la cual, el corazón del hombre busca vanamente ser feliz en las cosas del mundo; esta es la razón por la cual el hombre busca vanamente mendigar amor a las creaturas, y las creaturas, aun cuando se lo propongan, no lo pueden proporcionar, porque no lo tienen; sólo Dios tiene un Amor que contiene en sí toda la felicidad capaz de extra-colmar el corazón del hombre. Para que nos demos una idea, el corazón del hombre, es como un granito de arena, y el Amor de Dios, es como cientos de miles de millones de cielos estrellados, y todavía más, y todo eso nos lo quiere dar Dios a cada uno de nosotros, sin guardarse nada para Él, para hacernos felices. Dios nos ha creado para que seamos felices con Él y solo con Él y es por eso que somos in-felices –no somos felices-, cuando no tenemos a Dios, y cuando buscamos la felicidad fuera de Dios. Sólo en Dios está la felicidad, y quien encuentra a Dios, encuentra la máxima felicidad, porque Dios es Amor y felicidad máxima.
         Entonces, viene la pregunta: ¿Dónde está Dios? ¿Adónde ir a buscarlo? ¿Acaso Dios no es invisible? ¿Acaso Dios no es demasiado grande para mí? ¿Quién ha visto a Dios alguna vez?
         Es verdad que Dios es invisible, pero es verdad también que Dios se encarnó, se hizo carne en Jesús, para tener un rostro, una cara, un cuerpo, para dejarse crucificar, para demostrar hasta dónde llegaba su Amor por todos y cada uno de nosotros. Es verdad que Dios es demasiado grande, pero Dios se hizo pequeño, como un Niño en Belén, y luego, ya de joven, subió a la cruz, para vencer a la muerte, al demonio y al pecado, para luego, después de muerto, resucitar y ascender a los cielos, para prepararnos una habitación en la Casa del Padre; y así, desde que resucitó, Jesús está en el cielo, resucitado, glorioso, porque es Dios. Él es Dios Hijo, es el Hijo de Dios Padre, y está junto al Padre y junto a Dios Espíritu Santo. Es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad. Junto al Padre y al Hijo, forman las Tres Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Eso es en el cielo, en donde Jesús nos espera para hacernos felices para siempre.
         Pero aquí, en la tierra, ¿dónde está Jesús? Porque yo quiero empezar a ser feliz aquí, en la tierra.

         Aquí en la tierra, Jesús está en tres lugares: en la cruz, en la Eucaristía y en mi hermano más necesitado: en el pobre, en el enfermo, en el preso, en el que no vale nada a los ojos de la sociedad. Si quiero ser feliz, voy a buscar a Jesús, que está en esos tres lugares: en la cruz, en la Eucaristía y en el prójimo más necesitado. No está en ningún otro lugar. No está en el dinero, no está en los placeres de los sentidos, no está en el éxito mundano, no está la fama, no está en el poder, no está en el ser aplaudido por los hombres. Si quiero ser feliz, en esta vida y en la vida del Reino de los cielos, voy a buscar a Jesús en donde está Jesús: en la cruz, en la Eucaristía y en el hermano que esté más necesitado. Y antes de que lo empiece a buscar, Jesús va a salir a mi encuentro, y me va a dar su Amor, y voy a sentir la alegría de su Amor en mi corazón, y ya voy a experimentar, por anticipado, la felicidad que experimentaré, para siempre, en la Casa del Padre.

El joven cristiano ante la muerte


         Muchas veces la muerte se lleva a una vida joven, y cuando se lleva a una vida joven, sorprende, porque es un hecho mucho más inesperado que cuando se produce en vidas que ya han pasado la época de la juventud. La muerte provoca desconcierto, angustia, vacío, tristeza, pero sobre dolor, un profundo dolor, y mucho más cuando se trata de una persona joven, porque se supone que un joven, tiene todavía –como se dice- “toda una vida por delante”-, y por lo tanto, se ve cómo esa vida ha quedado, repentinamente, truncada. Los medios de comunicación nos brindan, a menudo, noticias en las que los jóvenes son protagonistas –efímeros- de tristes noticias, porque han perdido la vida por diversos motivos: accidentes automovilísticos, guerras, asesinatos, suicidios, enfermedades, tragedias, etc. En todos los casos, se repite siempre el mismo escenario y las mismas preguntas: ¿por qué? ¿Acaso no tenía que vivir más tiempo? ¿Acaso no era demasiado joven para morir?

         Es en estos casos, en donde el misterio de la muerte resurge con mayor ímpetu, y es en estos casos en donde el joven cristiano debe estar más firme, para saber qué y cómo responder, para no quedar aplastado por el desconcierto y por el dolor.
         Para el joven cristiano, la muerte, si bien significa siempre tristeza, vacío, angustia, dolor, porque el ser querido ya no está más, no significa sin embargo nunca desesperación, abandono, irreversibilidad, porque el cristiano sabe que la muerte –junto a los otros enemigos del hombre, el demonio y el pecado- ha sido vencida definitivamente por Jesucristo en la cruz.

         En muchas representaciones pictóricas, puede verse a Cristo en la cruz, y puede verse cómo, al pie de la cruz, su Sangre escurre hacia abajo, hacia la tierra, penetrándola, empapándola, hasta alcanzar, hacia abajo, a un cráneo, que se encuentra en la profundidad de la tierra: según la Tradición, se trata del cráneo de Adán, puesto que, también según la Tradición, Jesús fue crucificado en el Monte Calvario, justo por encima en donde Adán fue sepultado, de modo que la Sangre de Jesús, escurriendo por los vericuetos de la roca e impregnando la tierra, llegó hasta el cráneo de Adán, y debido a que la Sangre de Jesús es portadora del Espíritu Santo, al tomar contacto con el cráneo de Adán, le dio vida, resucitándolo, y es así como Jesús, resucitando Él por su propio poder en el sepulcro, y resucitando a la humanidad, al infundir el Espíritu Santo, Dador de vida eterna, venció a la muerte. Esta es la razón por la cual el joven cristiano, frente a la muerte, no puede jamás, ni desesperarse, ni atormentarse, ni pensar que está todo perdido; por el contrario, el joven cristiano, frente a la muerte, debe elevar sus ojos a Jesús crucificado y pedir que sea su Sangre la que lo cubra, para verse por ella purificado de todo mal y de todo pecado, y confiar en su Misericordia.



         El joven cristiano debe, además, ser consciente de que, aun cuando él sea joven, la vida del hombre sobre la tierra es breve, tal como lo dice la Escritura: “Nuestra vida, Señor, pasa como un soplo; enséñanos a vivir según tu voluntad”. Entonces, más que llorar a los que han partido –que es lícito hacerlo-, el joven cristiano debe, confiando en la Misericordia Divina, prepararse él mismo, obrando las obras de misericordia y viviendo en gracia, para entrar, el día que Dios lo llame al juicio particular, para sortear el juicio sin dificultad y así entrar en la Casa del Padre y vivir, con los seres queridos, con los ángeles, con los santos, con Jesús y con la Virgen, en la feliz bienaventuranza, por los siglos sin fin.