jueves, 25 de junio de 2015

Por la muerte en cruz de Jesús, tenemos la esperanza cierta del reencuentro en el cielo con los seres queridos fallecidos


(Homilía en el aniversario de la muerte de un joven)

La muerte nos sorprende, nos deja sin palabras, nos angustia, nos deja con dolor, y mucho más, cuando se trata de la muerte de un joven, pero la fe en Cristo Jesús nos devuelve la esperanza del reencuentro con quienes nos hemos separado, porque la fe nos dice que Jesús ha muerto en la cruz y ha resucitado y porque ha destruido a la muerte con su muerte en cruz, para darnos su vida eterna, es posible reencontrarnos con aquellos a quienes la muerte nos  ha arrebatado.
         Por eso, para el cristiano, la muerte nunca tiene la última palabra, sino la cruz de Jesús, porque es Él quien la ha vencido para siempre, para darnos su Vida eterna y para llevarnos al cielo, adonde ya no hay más muerte, sino solo vida y Vida eterna. Porque Jesús ha muerto en cruz y ha resucitado, es que tenemos la esperanza del reencuentro en el cielo, con nuestros seres queridos, a quienes hoy recordamos con tristeza y con dolor. Pero, ¿cómo es el cielo, ese cielo al que esperamos ir? ¿Cómo es el cielo, el cielo cuyas puertas Jesús nos abrió con su muerte en cruz? ¿Cómo es el cielo en el que, por la Misericordia Divina, esperamos que estén ya nuestros seres queridos? Nos lo dice Santa Faustina Kowalska, quien tuvo una experiencia mística, y fue transportada al cielo, estando aún en esta vida: “27 XI [1936]. Hoy, en espíritu, estuve en el cielo y vi estas inconcebibles bellezas y la felicidad que nos esperan después de la muerte. Vi cómo todas las criaturas dan incesantemente honor y gloria a Dios; vi lo grande que es la felicidad en Dios que se derrama sobre todas las criaturas, haciéndolas felices; y todo honor y gloria que las hizo felices vuelve a la Fuente y ellas entran en la profundidad de Dios, contemplan la vida interior de Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nunca entenderán ni penetrarán. Esta fuente de felicidad es invariable en su esencia, pero siempre nueva, brotando para hacer felices a todas las criaturas. Ahora comprendo a San Pablo que dijo: Ni el ojo vio, ni oído oyó, ni entró al corazón del hombre, lo que Dios preparó para los que le aman”[1].
         Santa Faustina dice que “después de la muerte” nos esperan “inconcebibles bellezas y felicidad” y que en el cielo hay un flujo continuo de Amor entre las creaturas y Dios: las creaturas “dan honor y gloria a Dios” y Dios a su vez derrama sobre ellas la “Fuente de la felicidad” que es Él mismo en su esencia, invariable e inagotable. En esta “Fuente de felicidad”, eterna e inagotable que es Dios, esperamos que estén nuestros seres queridos difuntos, pues esperamos que, por su Divina Misericordia, les haya perdonado sus pecados, muchos o pocos, que puedan haber cometido, y en esta “Fuente de felicidad”, eterna e inagotable, esperamos reencontrarnos nosotros, en Cristo, para ya nunca más separarnos.
         ¿Qué tenemos que hacer para reencontrarnos? Rechazar el pecado, vivir en gracia y obrar la misericordia. Así, estaremos seguros del reencuentro en Jesucristo, con nuestros seres queridos, en el Reino de los cielos, para gozar, junto con ellos, de la "Fuente de la felicidad", que es Dios.
        




[1] Cfr. Diario, 777.

miércoles, 3 de junio de 2015

En el cristiano debe prevalecer la alegría de la fe en Cristo resucitado por encima del dolor de la muerte


Homilía con ocasión de la muerte repentina de un joven

         Toda muerte produce angustia, dolor, tristeza, llanto, porque el ser querido, a quien amábamos, ya no está más entre nosotros. La muerte produce dolor y produce un sentimiento de estupor; conmociona, golpea emocional, psicológica y espiritualmente al ser humano, y la razón es que el ser humano no ha sido creado para morir, sino para vivir. El ser humano no está preparado para la muerte, porque no fue creado por Dios para morir, porque Dios “es un Dios Viviente, no un Dios de muertos” (cfr. Lc 20, 38), y por eso mismo, cuando acontece una muerte, esta produce desconcierto, dolor, angustia, tristeza, llanto. Mucho más, cuando ese ser querido que fallece, es un joven, en quien se supone que la vida debía aún desplegarse con todo su potencial vital, tanto en el presente como en el futuro y ahora, por la muerte, el desplegarse de ese potencial de vida queda repentinamente truncado.
         Sin embargo, el católico, frente a la muerte, no se queda solo en el dolor y en la angustia, y no se queda sin respuestas. Frente a la muerte, el católico tiene respuestas que dejan su alma tranquila, serena y en paz, e incluso hasta con alegría, aun cuando de sus ojos broten lágrimas que surquen sus mejillas y aun cuando su corazón esté estrujado por la tristeza y el dolor y esto se debe a que el cristiano católico cree y tiene fe en Jesucristo.
         La muerte no encuentra respuesta sino es a la luz de la cruz de Jesucristo, el Hombre-Dios, muerto en cruz y resucitado.
         Por la muerte en cruz de Jesucristo, aun cuando el cristiano no entienda cómo ni porqué, ya tiene un rayo de luz y de esperanza que tranquiliza su alma, porque sabe que Jesús ha vencido a la muerte y que por lo tanto, por su muerte en cruz y resurrección, tiene la certeza segurísima de reencontrarse con su ser querido, en el Amor de Cristo, en la otra vida, porque Jesús ha vencido a la muerte.
Por la fe sabemos que podemos volver a ver a nuestros seres queridos fallecidos, en Cristo, por su sacrificio en cruz y resurrección y por su Amor misericordioso; la fe católica nos dice que Cristo ha vencido a la muerte en la cruz y nos ha dado su Vida, la vida del Hombre-Dios, que es la Vida del Ser trinitario, la Vida eterna, y por eso, como católicos, frente a la tristeza que nos produce la muerte, tenemos como contrapartida la alegría de la resurrección de Cristo.
Pero no es un proceso “automático”: está en nosotros no dejarnos abatir por la tristeza de la muerte de nuestros seres queridos, sino dejarnos invadir por la alegría de la Resurrección de Jesucristo, porque si no lo hacemos nosotros, nadie lo hará por nosotros. Para que la muerte de nuestros seres queridos no nos avasalle, y para que la alegría de la resurrección de Jesús predomine en nuestras vidas, debemos levantar la mirada a Jesús crucificado y, arrodillados ante la cruz, aferrados al manto de la Virgen, que está al pie de la cruz, contemplar a Cristo que muere en la cruz, y es aquí en donde comienza el proceso de serenidad y de calma para el alma, porque la fe me dice que ese Cristo que muere el Viernes Santo, es el Cristo que luego resucita el Domingo de Resurrección, y es el Cristo que se dona, con su Cuerpo glorioso y resucitado, lleno de la Vida Eterna de Dios, en la Eucaristía. La fe me dice que ese Cristo que muere en la cruz, es el Cristo que resucita el Domingo de Resurrección y es el mismo Cristo que vive en la Eucaristía.
Y es aquí en donde radica la esperanza del católico; es aquí, al pie de la cruz, de rodillas ante Jesús crucificado, en donde mi tristeza, mi llanto y mi dolor por mi ser querido fallecido, comienzan a convertirse, lentamente, en esperanza, en serena paz y hasta en alegría, una alegría profunda y serena, porque la fe me dice que Jesús ha vencido a la muerte, ha resucitado y que, por su muerte en cruz y resurrección, el reencuentro con quien amaba y ya no está porque murió, no es una fantasía, sino una posibilidad real, cierta, certísima, segurísima, porque Jesús es Dios y Él ha vencido a la muerte para siempre, en la cruz, para darnos su Vida eterna.
         Entonces, frente al dolor de la muerte, que me oprime el corazón, debo acudir, con ese corazón oprimido por el dolor, ante Jesús crucificado y, confiándome en la ayuda de la Virgen, elevar la mirada hacia Jesús que por nosotros muere en la cruz para darnos su Vida eterna, para resucitar el Domingo de Resurrección, para abrirnos las puertas del Reino de los cielos, y convertir así en una realidad el reencuentro con el ser amado a quien hoy la muerte me lo ha arrebatado.
         La fe católica nos dice entonces que frente a la muerte podemos estar tristes, porque es lógico que la muerte nos provoque tristeza, angustia, dolor; pero la fe católica nos dice también que de ninguna manera debemos dejarnos abatir por la tristeza, porque la alegría de la resurrección de Jesús es infinitamente más grande que la tristeza que la muerte pueda provocar. Pero eso es algo que solo lo podemos hacer con nuestra libertad, y nadie más puede hacerlo en lugar nuestro, porque la fe es un don, pero es también una respuesta libre a ese don: Jesús ha resucitado y su resurrección nos conforta con la esperanza del reencuentro con nuestros seres queridos fallecidos, en el Reino de los cielos, por su Misericordia, pero debemos aceptar y decir “Sí”, desde lo más profundo de nuestro ser, a esta verdad, de un modo personal e íntimo, para que la fuerza de la alegría de la resurrección de Jesús, invada el ser y derrote a la tristeza. Es necesario hacer el acto de fe de creer en Jesús resucitado, que en el cielo nos permitirá el reencuentro -para no separarnos más, con nuestros seres queridos-, porque si no lo hacemos de modo personal, nadie, ni siquiera Dios, podrá hacerlo por nosotros. Es por eso que es necesario, frente a la muerte, no detenerse en el dolor que provoca la muerte, sino, contemplando a Cristo muerto y resucitado, elevar el pensamiento y el alma a la certeza segurísima del reencuentro, en el Amor, con nuestros seres queridos, porque eso es lo que nos enseña nuestra fe católica.
Por otra parte, para que se produzca este reencuentro, de nuestra parte, debemos tener presente que no será automático, sino que tendremos que hacer tres cosas: evitar toda malicia del corazón, es decir, el pecado, porque el pecado nos aparta de Dios; vivir en gracia y obrar la misericordia.
         Si esto hacemos, estamos segurísimos, certísimos, del reencuentro, en el Amor de Cristo, el día de nuestra propia muerte, luego de nuestro propio juicio particular, por la Divina Misericordia de nuestro Dios, con nuestros seres queridos fallecidos, para ahora sí, ya nunca más separarnos, en el Reino de la eterna bienaventuranza.

         Con esta certeza en el pensamiento y en el corazón, podemos llorar a nuestros seres queridos fallecidos, pero ahora no nos abatirá la tristeza, sino que la alegría de Cristo resucitado brillará en lo más profundo de nuestras almas y será lo que sostendrá nuestras vidas y nos dará, aun en medio del dolor, serenidad, paz y alegría.

martes, 2 de junio de 2015

El joven, su deseo de felicidad y dónde buscarla


         Un filósofo de la Antigüedad, Aristóteles, decía que “todo hombre desea ser feliz”, porque la felicidad es como un sello que se imprime en el alma desde el momento mismo en que el alma es creada, y es por eso que, desde el primer instante de la concepción, comienza la búsqueda de la felicidad para todo hombre, una búsqueda que se extiende durante toda su vida, hasta el día mismo de su muerte.
         El deseo de felicidad, impreso en el alma, es tan fuerte y tan grande, que no se puede satisfacer con cualquier cosa, y ésa es la razón por la cual la búsqueda dura toda la vida y se la busca en muchas cosas y lugares.
         Precisamente, San Agustín, uno de los más grandes santos y doctores de la Iglesia, sostenía que no somos felices porque buscamos la felicidad en donde no podemos encontrarla, porque en esas cosas y lugares en donde la buscamos –que son cosas y lugares terrenos-, la felicidad no se encuentra.
         Esto nos plantea numerosas preguntas: ¿dónde se encuentra la felicidad? ¿Qué o Quién la proporciona? ¿A través de qué medios debo buscarla?
         Para acercarnos a las respuestas que buscamos, debemos comenzar por una respuesta negativa: dónde NO está la felicidad: en el dinero, en las riquezas materiales, en los bienes terrenos, en la satisfacción de las propias pasiones, en la fama, en el éxito mundano. Mucho menos, cuando todo esto se obtiene por medios ilícitos. Intentar ser felices con estas cosas, es como tratar de rellenar un abismo, del cual no veo el fondo, con un pequeño balde de arena. Es imposible: el abismo sin fondo, es el alma, creada para ser feliz; el balde de arena, es el dinero, las riquezas, la fama, el éxito, etc. Nada de eso puede hacer feliz al hombre, porque el hombre no ha sido creado para eso. Esto explica el porqué de muchas personas que, poseyendo grandes cantidades de dinero, por ejemplo, desean tener y tener más, acumulando cada vez más, al tiempo que, cuando tienen cada vez más, menos felices son: porque su alma no se siente feliz, ni con el dinero, ni con todo lo que el dinero proporciona.
         Entonces, ya podemos responder a la segunda pregunta: ¿qué o quién proporciona la felicidad? Y la respuesta es “Quién”, y ese “Quién” es Dios, porque sólo Él es el Único capaz de colmar ese abismo insaciable de felicidad que es el alma humana, porque sólo Dios es Espíritu Puro, Amor Puro, Paz verdadera, Sabiduría, Luz, e infinidad de virtudes y atributos, que colman y saturan al alma que se deja amar por Él. Sólo Dios, entonces, puede colmar la sed insaciable de felicidad que anida en lo más profundo del ser humano. Eso quiere decir que, cuanto más cerca estamos de Dios, más recibimos de Dios lo que Dios ES: Amor, Luz, Paz, Alegría, Felicidad, gozo, Sabiduría. Es por esto que San Agustín decía: “Nuestro corazón, Señor, está inquieto, hasta que no descansa en Ti”.
         La otra pregunta, entonces, es: ¿a través de qué medios buscar esa felicidad que sólo Dios puede dar? En la Sagrada Escritura se dice: “Buscad a Dios, mientras se deja encontrar” (cfr. Is 55, 6). Dios se hace el encontradizo; Dios parece como que no está, pero en cuanto empezamos a buscarlo, aparece, se nos muestra, sale a nuestro encuentro. ¿Dónde buscarlo? ¿Cómo buscarlo? Para el joven, mediante dos mandamientos: el Primero –“Amarás a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo”- y el Cuarto –“Honrarás padre y madre”-. En la observancia de estos dos mandamientos, el joven encuentra a Dios y, al encontrar a Dios, se nutre de todo lo que Dios Es, y ve colmada su alma de alegría, de amor y de felicidad. Aunque además de los dos mandamientos, para encontrar a Dios son necesarias, la oración y la frecuencia de los sacramentos, Penitencia y Eucaristía, principalmente.
         Amar a Dios, honrar a los padres, hacer oración de la mano de la Virgen, recibir al Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús con el alma en gracia: ése es el simple y seguro camino a la felicidad, en esta vida y en la otra, para todo joven cristiano.