jueves, 9 de diciembre de 2010

Cuando veamos el Pesebre...


Cuando veamos el Pesebre, como cristianos, como católicos, debemos trascender las apariencias. ¿Qué apariencia aparenta el Pesebre? Parece ser una bucólica escena familiar, que recrea las condiciones de una familia ideal: una madre, que acaba de dar a luz a un hijo; un padre, que se regocija por el nacimiento de su primogénito; los pastores y los magos, podrían representar a la comunidad humana, en sus diferentes estratos sociales, que participa de la alegría del nacimiento de un nuevo ser humano. Los ángeles, si los incluimos, formarían parte del universo, en el cual está inserto el nuevo ser que llega a este mundo.

Pero si miramos al Pesebre con ojos humanos, no veremos la esencia y la profundidad del misterio, así como quien navega en un débil barquillo por la superficie del mar, no puede contemplar la majestuosa inmensidad de su profundidad del mar.

Cuando veamos el Pesebre, más que ver con los ojos del cuerpo, debemos contemplarlo con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe.

Cuando veamos el Pesebre, veamos en el Niño de Belén no a niño humano más, sino a Dios Hijo, que sin dejar de ser Dios, se hace Niño, extendiendo sus brazos en la cuna, para extender luego sus brazos en la cruz, para abrazar a toda la humanidad, y así llevarla al seno del Padre, en el Espíritu.

Cuando veamos el Pesebre, al contemplar el frágil cuerpo del Niño recién nacido, que llora de frío y de hambre, como todo bebé recién nacido, contemplemos el misterio de Dios, que desde el seno del Padre, en donde habitaba por la eternidad, sin llanto, ni dolor, ni preocupaciones, en la alegría infinita y eterna de la compañía de su Padre y del Espíritu, decidió venir a este mundo, a sufrir desde el instante de su concepción, a llorar, desde el momento en que nació, a pasar hambre y, sobre todo, a padecer la Pasión de Amor por los hombres, para que los hombres no se perdieran.

Cuando veamos el Pesebre, nos asombremos por el hecho de que el Dios Omnipotente, el Dios de tremenda majestad, el Dios que es Justo Juez, que habrá de juzgar un día a toda la humanidad, viene a nosotros no envuelto en los fulgores de su divinidad, en los esplendores de su majestad, sino en el débil cuerpo de un Niño, extendiendo sus bracitos en la cuna, para ser levantado en brazos y adorado por los hombres de buena voluntad.

Cuando veamos el Pesebre, agradezcamos con loas, con cantos, con gritos de alegría, a la Virgen María, porque Ella, con su “sí” al plan del Padre eterno, anunciado por el Ángel Gabriel, hizo posible la Encarnación de la Palabra, y al revestirla con su propia naturaleza humana, con su carne y con su sangre, hizo posible que el Dios Invisible, el que habita en una luz inaccesible, se hiciera visible y accesible a nosotros, los hombres.

Cuando veamos el Pesebre, no lo veamos con ojos humanos; lo contemplemos con la luz de la fe.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Los jóvenes y la amistad


La amistad es una de las cosas más lindas de la vida. La Biblia aprecia mucho la amistad. Así dice: “El que encuentra un amigo, encuentra un tesoro” (cfr. Eclo 6, 14.); “El amigo fiel no tiene precio” (Eclo 6, 15), porque “ama en todo tiempo” (Prov 17, 17) y hace la vida deliciosa (Sal 133). Hay un ejemplo de amistad profunda y verdadera entre David y Jonatás, que surge de manera espontánea (1 Sa 18, 1-4), que duró en la prueba (1 Sa 19-20), hasta la muerte (2 Sa 1, 25ss) y sobrevivió en la memoria del corazón (2 Sa 9, 1)[1].

La Biblia tiene gran aprecio por la virtud de la amistad, pero, ¿qué es la amistad en sí misma? ¿En qué consiste? Podemos definirla como el “afecto recíproco desinteresado”[2]. “Afecto”, quiere decir una especie de amor, recíproco, que debe ser bilateral, debe estar presente el afecto en las dos personas amigas y no en una sola, y “desinteresado”, en que el amigo solo busca en el amigo el bien de su amigo y nada más. Cuando se buscan otros intereses, ya la relación deja de ser amistad.

La Biblia, pero también el Santo Padre Juan Pablo II tienen un gran aprecio por este “afecto recíproco desinteresado”, la amistad. El Santo Padre, además de pedir a los jóvenes la búsqueda de la verdad y de la santidad, les pide que busquen y experimenten la alegría de la amistad. Dice así: “¡...experimentad cada vez más la alegría de la amistad! Los hombres tienen una particular necesidad de sonrisa, de bondad, de amistad. Las grandes conquistas técnicas y sociales, la difusión del bienestar y de la mentalidad permisiva y consumista no han traído la felicidad. Las divisiones en el campo político, el peligro y la realidad de nuevas guerras, las continuas desgracias, la enfermedades implacables, la desocupación, el peligro de la contaminación ecológica, el odio y la violencia y los múltiples casos de deseperación, han creado lamentablemente una situación de tensión y de neurosis permanentes[3]. ¿Qué debe hacer (el católico)? Llevar la sonrisa de la amistad y de la bondad a todos y por todas partes. El error y el mal se deben condenar siempre y deben ser combatidos; pero el hombre que cae o que se equivoca debe ser comprendido y amado. Las recriminaciones, las críticas amargas y polémicas, los lamentos, de nada sirven: nosotros debemos amar nuestro tiempo y ayudar al hombre de nuestro tiempo. Un gran deseo de amor debe desprenderse continuamente desde el corazón (del cristiano) que delante de la cuna de Belén medita el inmenso misterio de Dios hecho hombre justamente por amor al hombre”[4].

Es decir, no se trata de simplemente ser “simpáticos”, sino de ser amigos personales de Dios encarnado y de esa amistad, compartirla y participarla con los hombres y para aprender cómo es la verdadera amistad, el hombre debe tomar como ejemplo a Jesucristo, que por amor a nosotros se hizo hombre, se encarnó en Belén y se donó a sí mismo en la cruz. Y ese don lo continúa en cada Eucaristía: en cada Eucaristía, el Hombre-Dios se entrega a sí mismo por amor a cada uno de nosotros. De la Eucaristía debemos beber el verdadero amor de amistad que brota del Corazón del Hombre-Dios Jesucristo.

Jesús mismo nos trata como amigos: “Ya no os llamo siervos, sino amigos” (Jn 15, 15), pero la amistad exige reciprocidad: los amigos deben querer el bien mutuo, el bien de cada uno, y es por eso que, además de esforzarnos por cultivar las amistades humanas, debemos esforzarnos por cultivar la amistad con Jesucristo que se nos dona en Persona en cada Eucaristía y que se nos hace Presente misteriosamente en cada prójimo.


[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1980, voz “amigo”, 74ss.

[2] Cfr. David Isaacs, La Educación de las virtudes humanas, EUNSA, Pamplona 1980, 212.

[3] Las palabras del Santo Padre son increíblemente actuales. Un tercio de los soldados estadounidenses presentan trastornos psiquiátricos permanentes, susceptibles de ser tratados de manera permanente; cfr. edición digital de CBSNews del 04 de marzo de 2006; cfr. por lo mismo también diario Clarín, edición digital, Sección internacional, el artículo: “La locura se ha apoderado de Bagdad”, marzo de 2006.

[4] Cfr. Juan Pablo II, Discurso A la Acción Católica Italiana, 30/12/1978, Ciudad del Vaticano (Roma) 1978, Vol. I, 446-452.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

El amor al prójimo


El primer mandamiento de la ley de Jesucristo manda amar a Dios y al prójimo: “Amarás a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a ti mismo”.

Esto quiere decir que el amor sobrenatural a Dios pasa por el amor sobrenatural al prójimo, puesto que el prójimo es imagen de Dios, y no se puede amar a Dios, a quien no se ve, si no se ama a su imagen viviente, a quien se ve, el prójimo.

Según Santo Tomás, el amor a Dios y el amor al prójimo no son dos amores distintos, sino uno solo: el amor al prójimo está encerrado en el amor a Dios, y procede de él[1].

Ahora bien, se debe tener en cuenta que este amor al prójimo, pedido por Jesucristo, no es el amor natural, humano, que naturalmente se da entre los miembros de la especie humana. Por lo general, amamos a nuestros semejantes por muchos motivos humanos y terrenos: porque son hombres como nosotros, porque poseen ciertas cualidades, porque comparten una misma nación y una misma tierra, porque están unidos por lazos biológicos. Es así como el hijo ama a su padre, el hermano a la hermana, el amigo al amigo, el ciudadano al ciudadano.

Este amor no es para nada reprobable, ya que es bueno en su naturaleza, siempre que no se oponga al amor de Dios y no infrinja las prescripciones de la ley divina. Pero es un amor humano y natural, no divino y sobrenatural; no es el amor cristiano, tal como corresponde al hombre regenerado por la gracia de Cristo, ni es un amor meritorio delante de Dios para la vida eterna.

Como cristianos, debemos amar a nuestro prójimo no por la naturaleza, sino por la gracia y, para eso, debemos amarlo no según la naturaleza, sino de acuerdo a la gracia, es decir, porque está unido a nosotros por la gracia.

Debemos amarlo porque también él participa de la naturaleza divina y ha sido elevado sobre su propia naturaleza o, al menos, porque ha sido llamado a semejante elevación y transfiguración.

El objetivo de nuestro amor debe ser, más que el prójimo en sí mismo, Dios, que por la gracia, se une a él, y por eso debemos profesarle un amor sobrenatural y divino, el mismo amor que profesamos a Dios.

Nuestro prójimo es hijo de Dios por la gracia, nacido y engendrado de Dios, imagen sobrenatural de Dios, y es por estos motivos, que el amor que tenemos a Dios debe extenderse a él, por el hecho de ser un hijo suyo. Por la gracia es un hermano espiritual, que por este motivo, está unido a nosotros con una hermandad y fraternidad todavía más fuerte que la hermandad y la fraternidad sanguíneas y biológicas. No se puede amar a Cristo sin amar con Él y en Él a sus hermanos y miembros. Por la gracia, el prójimo es un templo en el que habita real y personalmente el Espíritu Santo con toda su divinidad, no solamente como un hombre en su casa, sino como el alma con su cuerpo.

Es inconcebible, por lo tanto, separar lo que ha unido tan íntimamente el amor divino, es decir, a nosotros, con nuestro prójimo, dándonos una hermandad, por la gracia, más fuerte que la hermandad sanguínea.

Como cristianos, sólo en Dios y para Dios podemos amar a nuestros semejantes, y si estamos ligados con lazos de parentesco o de amistad, debemos considerar a esos lazos igualmente en relación con Dios que los ha creado, dándoles así una consagración celestial y una nobleza divina.

En la gracia, nos unimos a Dios y a nuestros semejantes; penetramos, por así decirlo, en el seno y en el corazón de Dios, que a todos nos ha transformado en Él.

Este es el motivo por el que el amor cristiano sobrenatural se llama preferentemente “amor fraterno”.

Según la naturaleza, unos están más cerca que otros, por causa del parentesco, de la amistad, o de la nacionalidad, y muchos todavía están tan lejos unos de otros, que ni siquiera se conocen. Pero por la gracia, nos aproximamos todos de una manera misteriosa; por ella todos somos hijos de Dios, hermanos en Cristo, piedras de un mismo templo divino y miembros de un mismo cuerpo místico de Cristo; todos son “nuestro prójimo”, “nuestro hermano en Cristo”, y por ello debemos abrazarlos a todos con los brazos del único amor divino.

El motivo principal de la caridad fraterna se funda en el hecho de que nuestro prójimo, mediante la gracia, posee una dignidad sobrenatural, y es por la gracia poseída en nosotros la que nos impulsa a ese amor.

Lo que Dios nos pide, en el primer mandamiento, es que tratemos al prójimo como Él nos ha tratado primero: con bondad, con misericordia, con compasión, con caridad, y nos promete que lo que hagamos por sus hijos, Él lo aceptará como si a Él mismo lo hubiésemos hecho.

“Mis muy amados”, dice San Juan, “si Dios nos ha amado a tal extremo, es preciso que nos amemos los unos a los otros” (1 Jn 4, 11). Y el Apóstol dice: “Sed mutuamente afables, compasivos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os ha perdonado a vosotros en Cristo” (Ef 4, 32).

No debe tener límite nuestra bondad y misericordia para con nuestro prójimo, como no tuvo límite la bondad y la misericordia de Dios para con nosotros, y la prueba está en el sacrificio de Cristo en la cruz y en la prolongación de ese sacrificio en la Eucaristía.


[1] Santo Tomás, II, II, 9, 25.

domingo, 24 de octubre de 2010

Los jóvenes y el Cristo Sangrante del Oratorio


La adoración eucarística es una experiencia de oración que no se puede comparar a ninguna otra: hacer adoración eucarística es un anticipo del cielo, porque es contemplar, por la fe, desde aquí, en la tierra, al Dios de los cielos, a quien contemplaremos, adoraremos y amaremos por la eternidad. La adoración es un anticipo del cielo, es un vivir en anticipación la felicidad de la bienaventuranza; la adoración es experimentar, en nuestro tiempo y en nuestros días, la eterna unión en el amor y en la vida divina con las Tres Divinas Personas.

Esto, y mucho más, es lo que se vive en el Templo de Adoración Eucarística Perpetua “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús”.

Sin embargo, este año, por misericordia de Dios, quienes adoramos al Señor Jesucristo en la Eucaristía, fuimos testigos de un prodigio asombroso. Este año, Nuestro Señor quiso conmover nuestros corazones y encender nuestra fe en su amor -y la fe y el amor de muchos- con un hecho que no podemos calificar de otra manera que como venido del cielo.

Este año, más precisamente, en el día de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, a las 12.30 hs., sucedió un hecho extraordinario: sangró la Cabeza de Nuestro Señor Jesucristo, en la imagen de la Última Cena que se encuentra bajo la Custodia del Santísimo.

Particularmente, y de modo personal, me considero un testigo privilegiado –un privilegio totalmente inmerecido, gratuito-, porque fui, al menos de entre los sacerdotes, el primero en acudir al oratorio a constatar el hecho.

Ese día, el 11 de junio –quedará en mi memoria como uno de los días más memorables de mi vida, junto al día de la ordenación y al día de mi Primera Misa-, Solemnidad del Sagrado Corazón, a eso de las 14.30 hs., una de las Capitanas del Oratorio acudió a la Capilla San Antonio de Padua, en busca de los sacerdotes, para dar cuenta del suceso, del cual ya se habían percatado los adoradores del turno correspondiente.

Nos dijo que habían notado que, en la imagen de Nuestro Señor, había una “mancha roja”, y venían a buscarnos para que, como sacerdotes, diéramos nuestro parecer.

El Párroco, el P. Jorge Gandur, me dijo que fuera hasta el Oratorio para que viera de qué se trataba, lo cual hice inmediatamente. Al llegar al Oratorio, me arrodillé ante la imagen de Nuestro Señor, y pude constatar que la “mancha roja” de la cual nos hablaban los adoradores, era en realidad sangre fresca. No podía creer lo que estaba viendo y experimentando: en toda mi vida sacerdotal, siempre me habían atraído de modo particular los milagros eucarísticos, y cada vez que podía, predicaba acerca de ellos, y ahora, me parecía estar delante de un gran prodigio. Con profunda reverencia y respeto, junto a los otros adoradores, que también se encontraban profundamente conmovidos –algunos incluso lloraban-, veneramos el prodigio y, luego de hacer un rato de oración, nos abocamos, por indicación del P. Gandur, a la tarea de determinar si lo que pensábamos que era sangre, era realmente sangre, y si era sangre, si era humana.

Además, otro paso más que debíamos dar en la investigación del fenómeno, era entrevistar a los testigos oculares, tarea a la cual nos dedicamos desde el primer día del suceso.

Hacia el caer de la tarde, pudimos contactar a la Policía Científica, por medio del P. Horacio Gómez, Capellán de la Policía de Tucumán, y es así como se apersonó en el lugar una unidad, con un médico y un técnico, quienes tomaron muestras de la mancha, a la altura de la frente de Nuestro Señor. Además, sacaron numerosas fotos. Los análisis hechos por la Policía dieron, de modo inmediato, resultado positivo para sangre humana. Una primera parte de la investigación estaba concluida: la “mancha roja” observada por los adoradores, era sangre, y sangre humana. Ahora, debíamos avanzar en otra etapa de la investigación: debíamos entrevistar a los testigos oculares, para descartar cualquier factor humano. Eso fue lo que hicimos en los días posteriores, entrevistando, el P. Gandur y yo, a todos los que presenciaron y/o se percataron del sangrado en sus primeros momentos.

Como resultado de los análisis de la Policía Científica, y con el testimonio de los testigos presenciales de primera hora, llegamos a una conclusión: era posible descartar, con certeza, la intervención humana. Y descartada la intervención humana, sólo cabía una intervención divina, que es lo que creímos desde un primer momento.

Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿cuál sería el motivo por el cual nuestro Dios haría un prodigio semejante, el día del Sagrado Corazón, en el oratorio del Sagrado Corazón Eucarístico, en una imagen de la Última Cena, que conmemora el don de su Amor, la entrega de su Corazón en la Eucaristía?

La respuesta la podemos obtener a partir del fenómeno mismo, observando –más bien, contemplando, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe- la sangre y el recorrido de la sangre, desde la Cabeza de Nuestro Señor, hasta sus Manos. La sangre comienza en el cuero cabelludo, en su mitad izquierda, un poco más arriba de la región frontal de la cabeza de Jesús. Desde ahí, se desliza por todo su rostro, recorriendo la frente, el ojo, la mejilla, la nariz, se agolpa en una de las fosas nasales y en los labios, sigue luego por el mentón, y termina por caer, de a gotas, en su mano izquierda, la cual está apoyada en su Corazón. El recorrido de la sangre lleva a que esta caiga, por inercia, en el cáliz que se encuentra inmediatamente debajo de su mano.

¿Qué significa esto? Nos recuerda, inmediatamente, a su Pasión, y sobre todo, a su Coronación de espinas, ya que el recorrido de la sangre comienza en un lugar que corresponde perfectamente a la herida provocada por una de las espinas de su Corona de espinas. Notemos que la sangre comienza en la Cabeza, y recorre todos los sentidos, y esto nos hace ver que la sangre de Nuestro Señor recorre su Humanidad Santísima para que no solo seamos purificados de todo pensamiento y de toda sensación mala, sino para que nuestros pensamientos y nuestros sentimientos y sensaciones, sean santos y puros como los de Jesús. La sangre que comienza y recorre la cabeza de Jesús, producto de la herida causada por una de las espinas de su corona, es para que nuestros pensamientos –la cabeza es la sede de los pensamientos- sean santos puros; la sangre que se desliza por su ojo, es para que veamos a Cristo en la Eucaristía y en el prójimo; la sangre de la nariz y la que recorre la piel, representan a los sentidos en general, para que los sentidos sólo sientan y experimenten lo que Nuestro Señor siente y experimenta en su Pasión; la sangre en los labios de Jesús, es para que nuestra boca se abra sólo para alabar y adorar y dar gracias al Hombre- Dios Jesucristo, por su Pasión de Amor; la sangre que cae en su mano, es para que nuestras manos se eleven hacia el cielo, en alabanzas a la Dios Trino, y se extiendan, abiertas, en ayuda y auxilio de nuestro prójimo más necesitado; la sangre que cae en el cáliz, es para que la bebamos toda, hasta la última gota, porque es la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, que se derrama por nuestra salvación, para el perdón de nuestros pecados, y para comunicarnos la filiación divina y el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

La Adoración Eucarística es, como decíamos al principio, un adelante del cielo, porque es contemplar, por la fe, al Dios de inmensa majestad, Jesús Sacramentado, y es experimentar su amor, el mismo Amor que se nos comunicará sin medida en la eternidad. El prodigio del Cristo Sangrante del Oratorio es un motivo más para adorar a Jesús Sacramentado, porque nos hace recordar su Pasión, y su Pasión no tuvo otro motivo ni otra causa que su infinito y eterno Amor Misericordioso.

lunes, 18 de octubre de 2010

Los santos aprecian la gracia


“Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2). El Eclesiastés sostiene que todo en esta vida –honor, bienes, propiedades, salud, fama-, todo, absolutamente todo, es “vanidad de vanidades”. ¿Por qué? ¿Acaso entre los hombres no se piensa de una manera distinta? ¿Acaso no se estiman por grandes cosas el ser alabado, el tener fama, riquezas, honores, propiedades? ¿Hay alguien que estime por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza? ¿Y que, al mismo tiempo, estime por grandeza lo que el mundo desprecia?

Es verdad que el mundo estima por grandes cosas todo esto, pero no es así a los ojos de Dios, porque la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, y hay hombres que han apreciado el verdadero valor de la gracia, y si hay hombres que aprecian el verdadero valor de la gracia, sin duda alguna, esos hombres son los santos del Nuevo Testamento[1]. Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que seguir a los santos.

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Aún más, ellos creían, luego de haber sacrificado todas estas cosas por la gracia, y luego de haber pagado tan grande precio, que habían hecho un gran negocio, al perder todos los bienes naturales y terrenos, porque la gracia les había sido dada de forma gratuita.

Los Santos tuvieron presentes en sus vidas las palabras de Jesús, que nos dice que hay que arrancar el ojo, cortar la mano o el pie, e incluso hasta dar la vida, con tal de no perder la gracia y el Cielo.

Siguiendo estas palabras de nuestro Salvador, el mártir Quirino permitió que cortaran sus manos y sus pies; San Serapión permitió que su cuerpo fuera cortado en pedacitos; San Nicéforo permitió ser quemado en una parrilla, y luego que su cuerpo fuera cortado en trozos. Pero no sólo estos cuantos mártires prefirieron que les mutilaran el cuerpo o les quitaran la vida antes que perder la gracia: cientos de miles de mártires también lo hicieron, a lo largo de la historia de la humanidad, e incluso soportando torturas aún mayores.

Todo lo que el infierno, junto a los hombres malvados, eran capaces de hacer, era nada en comparación a la decisión de los mártires de dar la vida antes que perder la gracia.

Otros santos no esperaron a que fueran los enemigos quien les infligiera crueldades: para escapar del peligro de perder la gracia, ellos libremente se volvieron sus propios tiranos, y se consideraron afortunados de ser capaces de “comprar” la perseverancia en la gracia a través de los más grandes sufrimientos, mortificaciones y sacrificios. Por ejemplo, San Juan Bonus colocaba cuñas de madera bajos sus uñas, para rechazar la tentación contra la santa pureza. El beato Martiniano hizo una pequeña hoguera con arbustos y hojas secas, y se dejó quemar por el fuego, meditando luego cuán insignificante era este dolor, en comparación con el fuego eterno del Infierno, del cual se haría merecedor si perdía la gracia. San Francisco se arrojó rodando sobre la nieve helada, para mortificarse y ser más fuerte contra las tentaciones de la carne.

Todos estos tormentos les parecían nada a los santos, con tal de perseverar en la gracia.

Los Santos no eran piedras, como lo dice Job: “…” (6, 12), de modo de ser insensibles al dolor o al placer, pero la percepción de la dulzura celestial de la gracia y el deseo de conservarla, era mucho más grande que todos los dolores, y fue lo que les dio ese grandioso valor y coraje, al que nosotros contemplamos con muda admiración.

Ellos preferían sacrificar la frágil vasija de barro de sus cuerpos, antes que perder el precioso tesoro de la gracia de sus almas.

Otros, a quienes se les ofrecían todos los honores y riquezas del mundo, prefirieron dejar todo y pasar sus vidas en sufrimiento y pobreza, antes que exponer sus vidas a los numerosos peligros con los cuales el mundo amenaza para quitar la gracia.

Miles de millones lo hicieron, y muchos lo continúan haciendo hoy en día.

El mundo se ríe y se burla de quienes obran de esta manera, pero quienes conocen el valor de la gracia, no dudan ni un instante en despreciarlo todo con tal de no perder la gracia. Reconocen, con una fe viva, el valor infinito de la gracia, y la nada miserable que es el mundo con toda su vanidad de vanidades: han puesto ambas cosas en la balanza, y se han dado cuenta que el mundo no cuenta nada.

Los Santos buscaron y encontraron en la gracia de Dios la paz celestial ansiada por sus corazones, y la aprecian tanto, que no permitieron ni permiten que ningún otro bien, ni ningún placer, les robe esta posesión o entorpezca su gozo.

¡Cuán avergonzados deberíamos estar nosotros, viendo estos grandiosos ejemplos, al comprobar cuán poco hacemos para mantenernos en gracia!

Evitamos el más mínimo sacrificio, que podría ayudarnos a alejar el peligro del pecado, o ayudarnos a permanecer fieles a los mandamientos de nuestro Padre celestial.

Todo pequeño sufrimiento, destinado a conservar la gracia, nos parece insoportable y demasiado grande.

De esta manera, no solo nos volvemos más débiles, sino que avivamos las llamas de los malos deseos.

Pero esto no debería ser así. Hagamos el propósito de sacrificar la salud y el cuerpo, el honor y la vida, y de dejar todas las cosas sin excepción, antes que exponernos al peligro de perder la gracia.

Todavía más, deberíamos avergonzarnos de cuán poco hacemos, en comparación con lo que han hecho y sufrido los Santos, no solo para retener la gracia, sino para aumentar la gracia en sí mismos y hacer además a otros partícipes de la misma.

Santa Brígida le suplicaba a Dios que no le importaba perder su belleza extraordinaria y aún ser desfigurada, si con eso ella conservaba más fácilmente su virginidad y podía servir así más libremente a Dios, y por eso le pidió a Dios, como gracia singular, ser deformada en el rostro.

San Mandet, hijo del rey de Irlanda, pidió y obtuvo de Dios, como un favor, una desagradable enfermedad, que deformó su cuerpo, al tiempo que le hacía despedir un olor pestilente de forma permanente, de modo que así no estaba obligado a casarse, y podía, de esa manera, conservar la gracia con mucha más pureza.

San Sabas, siendo joven, mientras trabajaba en un jardín, consintió en la tentación de tomar una manzana del árbol, con lo cual rompía el ayuno, y tendió la mano a un árbol, y en ese momento se dio cuenta de que había perdido la ocasión de incrementar la gracia, e inmediatamente la arrojó indignado al suelo y la pisoteó, y como castigo, se negó a sí mismo, por el resto de su vida, el placer de comer manzanas.

Cuando escucha estos testimonios, el mundo les llama desequilibrados, y los trata como a quienes han perdido la cabeza. Pero los Santos prefirieron esta locura, que es la locura de Cristo –“Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres” (cfr. 1 Cor 25).

¿Cómo podemos nosotros condenar a los Santos, sólo porque su rigor condena nuestra tibieza? Deberíamos, por el contrario, tomar conciencia que, a causa de nuestra debilidad, nuestros esfuerzos por conservar la gracia deberían ser aún mayores.

Debemos apreciar las humillaciones, la auto-negación, y la mortificación que practicaron los Padres del desierto y muchos Santos durante años, diariamente, para crecer en gracia y en mérito, y para ser más gratos a Dios.

Los Santos apreciaban grandemente la gracia, y por eso no sólo hacían lo que estaba a su alcance para no perderla, sino que incluso hacían más y más penitencia y obras de caridad, para incrementarla, y no sólo de día, sino también de noche, haciendo penitencia y rezando a altas horas.

Además, el amor por la gracia los llevaba a desear fervientemente que sus prójimos también participaran de la misma, y para que sus prójimos vivieran en gracia, no dudaron en dejar todo lo que tenían, incluido familia y países de origen, para transmitir a los demás la alegría de vivir en gracia.

Si los Santos tenían tanto entusiasmo por la gracia, era porque en la meditación habían adquirido un profundo conocimiento de su inmenso valor. Por eso cantaban así a la gracia: “¡Oh gracia divina, jardín de delicias, maestra de la vida! Eres nuestra guardiana, nuestra compañera, nuestra hermana y nuestra madre. ¡Luz deslumbrante, bálsamo puro y amable, muralla inexpugnable! ¡Árbol de vida, fuego ardiente, tea encendida, radiante sol! ¡Rocío de celestiales bendiciones, río del paraíso, amable arco iris, vino precioso del festín de Dios, leche de los hijos de Dios, aceite suave y sal reconfortante de nuestra alma, madre de todo bien!”

San Efrén dice así: “Esfuérzate por conservar siempre en tu espíritu la gracia divina y no te dejes engañar. Debes honrarla como a tu protectora, no sea que, ultrajada por ti, te abandone. Apréciala como a maestra invisible, para que no te pierdas en las tinieblas, si se alejara de ti. No afrontes combate alguno sin encomendarte a ella, pues quedarías vergonzosamente derrotado. No avances sin su compañía por el camino de la virtud, porque el león rugiente te prepara la emboscada. Sin que te hayas aconsejado de ella nada emprendas que se refiera a la salvación de tu alma, porque muchos dejaron seducir su corazón por la apariencia de bien.

Obedécele con corazón sumiso y ella te aclarará todos tus asuntos. Hará de ti un hijo del Todopoderoso, si la tomas por hermana. Como madre, te nutrirá de su seno; contra tus perseguidores te protegerá cual si fuera una madre. Puedes confiarte a su amor y a su condescendencia, pues ella es la reina de las criaturas.

¿Qué, todavía no has reconocido en ti el poder de su amor? Tampoco los lactantes se dan cuenta todavía de la solicitud maternal para con ellos. Ten paciencia, sométete a su dirección y recibirás sus frutos y sus bendiciones. Los niños pequeñitos no saben cómo son alimentados; pero cuando llegan a la edad adulta, admiran la fuerza de la naturaleza. Así también tú, si perseveras en la gracia divina, llegarás a la perfección”[2].

Todo es vanidad de vanidades, y los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.

[2] De gratia.

lunes, 11 de octubre de 2010

Los hombres desprecian la gracia


La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.

lunes, 20 de septiembre de 2010

La juventud, época en la que el amor florece


La juventud es la época en el que el amor florece. No en vano, y no es una frase hecha, la juventud es la “primavera de la vida”. Se la llama así porque el ser humano despierta de esa especie de letargo mental, espiritual, biológico y hormonal, que es la niñez. Si bien hay excepciones, porque hay niños muy despiertos mental y espiritualmente, lo más natural y lógico es que el niño esté como “dormido” en muchos aspectos, y es precisamente la época de la juventud la que representa el “despertar” mental espiritual, biológico y hormonal.

El joven –el adolescente, el joven y el adulto joven- adquiere capacidades en diversos ámbitos, que antes sólo estaban en potencia.

Por ejemplo, su mente se agudiza, se vuelve capaz de abstraer y de representarse situaciones mentales abstractas; se vuelve capaz de desprenderse de la materialidad para pensar; se vuelve capaz de reflexionar, de examinar sus actos; se da cuenta, con más nitidez que en la niñez, de la bondad o maldad de sus actos, y de los actos de los demás.

Esto representa un salto de cualidad en sus capacidades mentales y espirituales, pero también su cuerpo experimenta nuevas capacidades: ante todo, se vuelve capaz de engendrar hijos, por la maduración de sus órganos reproductores.

Todos estos cambios se sintetizan en una capacidad que también está presente en el niño, y continúan estando presentes hasta el momento de la muerte, pero que en el joven se agranda, se potencia y se expande: la capacidad de amar.

El ser humano, en la época de la juventud, se caracteriza por ser un ser que ama.

Ahora bien, cabe hacer algunas precisiones acerca del amor, del cual el joven, como hemos dicho, se hace más “capaz”.

Tenemos que aclarar que el amor es tanto más alto, noble y puro, cuanto más alto, noble y puro es el objeto amado. Así, si lo que se ama es algo elevado, espiritual y puro, el amor será elevado, espiritual y puro.

Otra cosa que hay que tener presente, es que el amor transforma a aquel que ama: el que ama, se transforma en lo que ama, dice San Agustín. Nos transformamos en lo que amamos.

Es por esto que tenemos que fijarnos bien en dónde es que ponemos depositamos amor, a qué o a quién nos aferramos con nuestro amor, porque seremos lo que amemos.

Si amamos algo bueno y hermoso, nos convertiremos en la bondad y en la hermosura; si amamos algo vil y rastrero, nos convertiremos en seres viles y rastreros.

Así, el que ama el dinero, se transforma en avaro; el que ama lo carnal, se transforma en lujurioso; el que se ama a sí mismo, pero no en Dios, se vuelve orgulloso. Ése fue precisamente el pecado del demonio en los cielos: se amó a sí mismo egoístamente, y no en Dios y por Dios, y por eso perdió la gracia.

El amor, el verdadero amor, plenifica a la persona, porque es lo opuesto al orgullo y a la soberbia: hace trascender, hace salir fuera de sí –por eso el éxtasis de amor- al hombre, para donarse en su totalidad al otro –prójimo, amigo, cónyuge, hermanos, Dios-. El amor hace salir fuera de sí, con una dirección determinada: el otro, que es el objeto amado, y con una intención bien precisa: la donación total del ser al que se ama. A su vez, se recibe al otro que, en un movimiento similar, ha salido de sí, movido también por el amor, se dona en su totalidad.

El que ama sale de sí para “entrar” en el otro, y para recibir, a su vez, al otro, en sí. De esta manera, el amor comienza siendo unidireccional, para terminar siendo bi-direccional, llegándose a producir la fusión de los que se aman.

Esto se cumple a la perfección en el amor esponsal, porque en él se da el verdadero amor, el que hace trascender, salir de sí, extasiarse, en el otro, en el cónyuge amado.

El amor esponsal es el amor humano más puro, noble, verdadero, y hasta santo, junto al amor matrimonial.

Es por eso que el amor que Dios experimenta por los hombres es un amor de este tipo: esponsal. El amor de Dios hacia los hombres –todos y cada uno, de modo personal-, es tan noble y puro, que sólo puede ser paragonado y ejemplificado con el amor esponsal, y con el amor maternal.

El joven, por sus características especiales, tiene la capacidad de vivir en plenitud el potencial de su amor; puede hacer el acto que más lo asemeja a su Creador: amar. Cada acto de amor –sea natural, de afecto humano, o sobrenatural, de amor a Dios-, asemeja al alma a su Creador, que crea por un acto de amor libre.

Amar –lo noble, lo puro, lo espiritual, lo santo-, es un acto que asemeja al joven a su Dios, y es algo que sólo el joven puede hacer, ya que Dios, con toda su omnipotencia, puede hacer. No puede Dios, aún siendo Todopoderoso, crear un acto libre de amor en lugar del joven, porque eso sólo lo puede hacer la persona, con su propia libertad.

El joven puede hacer algo que no puede hacer el ángel caído, y es amar: el ángel caído perdió para siempre su capacidad de amar, y sólo le queda, en consecuencia, la capacidad de odiar, con un odio tan intenso, tan profundo, y tan negro -que lo único que puede hacer es crecer a cada instante de la eternidad- como profunda e intensa, y con capacidad de crecer a cada instante de la eternidad, era la capacidad de amar que tenía en el cielo, cuando había sido creado como ángel puro y hermoso.

Entonces, si el joven tiene, en su corazón y en su ser, una capacidad que lo asemeja a Dios y que lo hace superior a una naturaleza angélica, y es la capacidad de amar, la capacidad de crear lo más puro y espiritual que pueda crear una criatura, y es el amor, ¿a qué esperar para ponerlo por acto?

El amor puro, noble y espiritual, el que surge como consecuencia del acto libre creador del corazón del joven, es la creación más alta que pueda hacer un hombre, y es lo que más une al hombre con Dios, satisfaciendo plenamente su ser, en todos sus aspectos: biológico, psíquico, social, espiritual. Cuanto más se ama a Dios con este amor puro y espiritual, más calma se encuentra en las pasiones, pero no por un mecanismo psicológico, sino porque el amor, al plenificar al hombre desde lo más profundo de su ser, aquieta, serena y tranquiliza el alma y el cuerpo.

La necesidad que tiene el hombre de realizar el aspecto sexual del amor es una consecuencia de la no-posesión de Dios, que es el Amor en sí mismo[1]. En otras palabras, si se ama a Dios -por medio de actos de amor creados libremente-, no hay necesidad de realizar el aspecto sexual del amor, el cual, por otra parte, es válido y ennoblecedor sólo en el ámbito del amor esponsal.

Por lo general, nos resulta muy difícil imaginar un amor profundo y personal, entre un hombre y una mujer, que no sea basado en el contacto sexual, y que no tenga este contacto como su expresión última, pero eso se debe a una limitación de nuestra visión del amor, y no porque la naturaleza de las cosas sea así[2]. De todo lo dicho se sigue que, cuantos más actos de amor libres se hagan, dirigidos a Dios, y también al prójimo, más plenitud habrá en el ser, y menos necesidad habrá de realizar el aspecto sexual del amor.

No hay tarea más hermosa, entonces, a la que puede abocarse el joven, que la de poner en acto su capacidad de crear amor y de amar, tanto a Dios como al prójimo, y no tanto por su plenitud, que sí la alcanza, sino porque de esa manera se va como “entrenando” para la “tarea” que tendrá por delante, por toda la eternidad, el amar a Dios Uno y Trino, y a los ángeles y a los santos en Dios.

Si el joven tiene esta capacidad; si el joven lleva en lo más profundo de sí este maravilloso don que lo asemeja a Dios en lo que Dios tiene de más hermoso, el amor, ¿por qué no ponerlo en acto? ¿Por qué no hacer actos de amor a Dios y al prójimo, al prójimo y a Dios?

El tiempo es la antesala de la eternidad; es la preparación para vivir la vida eterna, y la vida eterna es la vida, sin principio ni fin, en el Amor perfectísimo y purísimo de Dios Trinidad.

Y si el tiempo es esto, ¿cómo “aprovechar” el tiempo? No se trata de caer en un activismo desenfrenado, en el hacer una cosa tras otra.

Se trata de aprender a amar a Dios. Puesto que la eternidad será una eternidad en el amor, comencemos, como jóvenes, desde ahora, a vivir en el Amor de Dios, a amar a Dios, que es Amor Puro.

Y lo amemos, no sólo con nuestro amor humano, que es muy pequeño, sino con el amor que nos comunica la gracia, el Amor del Espíritu Santo, porque así lo amaremos como Él mismo se ama: sin medida, infinitamente, por toda la eternidad.

Que nuestra juventud sea, en el tiempo, un tiempo vivido en el amor a Dios, como anticipo de lo que viviremos en la eternidad.



[1] Cfr. Malachi Martin, El Rehén del diablo, Editorial Diana, México 1976, 525.

[2] Cfr. ibidem.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Abramos nuestro joven corazón a la gracia divina


La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.