viernes, 15 de diciembre de 2017

La cultura debe estar impregnada por la Buena Noticia de Jesucristo, el Hombre-Dios


         
         El Diccionario de la Real Academia Española define cultura como “el conjunto de conocimientos que permite a alguien desarrollar su juicio crítico. / Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social”[1].
Podemos decir también que la cultura es el conjunto de conocimientos, ideas, tradiciones y costumbres que caracterizan a un pueblo, a una clase social, a una época, etc., y es así como se puede hablar de “la cultura azteca; la cultura del Siglo de Oro; la cultura occidental cristiana; la cultura del ocio”.
         Según estas dos definiciones, siendo la cultura un conocimiento, un saber del hombre que, en cuanto conocimiento y saber lo perfecciona -porque le permite desarrollar un juicio crítico-, además de manifestar su grado de desarrollo en el arte y en las ciencias, la cultura no puede no estar informada por el conocimiento o el saber de Jesucristo, el Hombre-Dios, pues la Revelación de Jesucristo, contenida en los Evangelios, el Magisterio y la Tradición católicas, constituye la máxima expresión del conocimiento y de la sabiduría, no ya humanos, sino directamente divinos.
         Si la cultura refleja la perfección que el hombre alcanza a través del tiempo, entonces no hay nada más perfecto que una cultura impregnada por el Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo, puesto que Él es Dios y en cuanto Dios, es la Perfección en sí misma, que perfecciona todo aquello que es perfecto en el hombre y que se expresa en su cultura. Nada bueno puede provenir de una cultura en la que Jesucristo esté ausente; nada malo puede provenir del Evangelio de Jesucristo y no solo nada malo viene de Jesús, sino que todo bien imaginable posible, e incluso todo el bien celestial que es siquiera imposible de imaginar, descienden desde Jesucristo hasta el hombre que le abre su corazón y su mente y hasta la cultura que es producto de su ser y de su obrar. La cultura del hombre, cuando se vuelve católica -esto es, cuando luego de estar impregnada del Evangelio de Jesús, refleja en sí misma su Evangelio- solo puede traer belleza, alegría, paz y toda clase de dones a la totalidad de la especie humana. Si queremos legar a las generaciones venideras un futuro promisorio, nuestra cultura debe estar impregnada y empapada –así como el madero de la Cruz está empapado por la Sangre del Cordero- por la Buena Noticia de Jesucristo, el Hombre-Dios.

jueves, 14 de diciembre de 2017

¿Qué hacer para celebrar una Navidad cristiana y no una navidad pagana?


         ¿Cómo hacer, o qué hacer, para celebrar una Navidad cristiana y no pagana? Desde el inicio, la pregunta parecería un despropósito, puesto que es evidente que la Navidad es cristiana y no pagana. Sin embargo, en nuestros días, en los que predominan el relativismo y el subjetivismo sobre la verdad absoluta y objetiva, lo que es –o era- obvio, ya no lo es más, por lo que hay que explicar aun lo que nos parece obvio.
         Ante todo, veamos qué significa celebrar “una navidad pagana”: es una navidad en donde el centro de los festejos no es el Niño Dios, sino Santa Claus o Papá Noel, un producto de fantasía creado por una empresa para aumentar sus ventas, a partir de la imagen de San Nicolás: es verdaderamente un absurdo que esta figura imaginaria -un hombre robusto, vestido de rojo, que vuela por los cielos en un trineo tirado por renos, acompañado por duendes, que son seres malignos, y que reparte juguetes a los niños, esté en el lugar que le corresponde al Niño Dios; los padres y abuelos que enseñan a sus hijos esta fábula carente de toda veracidad, son responsables de que sus navidades sean navidades paganas; la navidad pagana es una navidad en la que no importa la razón o causa del festejo –la conmemoración litúrgica que la Iglesia hace del Nacimiento del Señor, conmemoración que, por la acción del Espíritu Santo en la liturgia, vuelve actual y presente aquello que se recuerda- y es por ello que no se asiste a la Santa Misa de Nochebuena; es una navidad en la que lo que importa es festejar, pero no un festejo sagrado y no con una alegría celestial por el Nacimiento del Salvador, sino que en la navidad pagana, lo que importa es festejar por festejar, y festejar de manera mundana –alcohol, fuegos de artificio, bailes, música profana e indecente, etc.-, y es así como vemos a innumerables jóvenes y no tan jóvenes, utilizar la Nochebuena como pretexto para salir a emborracharse, a bailar con desenfreno y a cometer toda clase de excesos: más les valdría no festejar la Navidad, que festejarla de esta manera blasfema y pagana, que ofende al Cielo y a la majestad del Niño Dios; la alegría que reina en esta navidad pagana tampoco se origina en el cielo, sino que es una alegría baja, sorda, mundana, pasional y fugaz, que luego de pasar rápidamente, deja al alma vacía de toda virtud y llena de tristeza y amargura, porque se origina en la mera satisfacción de los sentidos, sin una razón trascendental que la justifique; en la navidad pagana, importan los banquetes y los regalos, porque solo se considera a esta vida terrena y al tiempo presente y no se piensa en la vida eterna que el Niño Dios nos consigue con su Encarnación; en la navidad pagana, las tribulaciones humanas -la ausencia de los seres queridos, las diversas situaciones existenciales problemáticas que suceden a lo largo del año, etc.-, empañan la alegría de la verdadera Navidad, es decir, se ponen por encima las tribulaciones humanas -que en sí pueden ser dolorosas y tristes-, por encima del gozo y la alegría navideños, originados en el Nacimiento del Salvador.
         La Navidad cristiana, por el contrario, es aquella en la que el Niño Dios es el único centro y único protagonista, ya que Papá Noel ha sido cancelado, por la sola razón de que no existe; es la Navidad en la que la verdadera Fiesta es la Santa Misa de Nochebuena, en donde la Iglesia, por el misterio de la liturgia, hace presente al Redentor, en Persona, en el misterio de su Nacimiento en Belén, de manera tal que es como si viajáramos en el tiempo, ya sea trasladándonos al Pesebre de hace veintiún siglos, o bien haciéndose el Pesebre presente en nuestro aquí y ahora, en nuestro siglo XXI; es una Navidad en la que reina una alegría no humana, sino celestial, originada en el seno mismo de Dios Trino, que es “Alegría infinita”; esta Alegría de Dios se comunica a los hombres porque Dios, que es Alegre en sí mismo y por sí mismo, comunica de su Alegría a los hombres, porque se ha encarnado en la Persona divina del Hijo para salvar a los hombres del pecado, de la muerte y de la eterna condenación, es decir, Dios, que es Alegría infinita, comunica a quienes meditan en el misterio de su Nacimiento, su alegría, la alegría que Él tiene por haberse encarnado para cumplir así su plan de redención del género humano; es una Navidad en donde sí hay banquetes y manjares terrenos, pero la causa del banquete y de los manjares es el Nacimiento de Dios, hecho Niño sin dejar de ser Dios, para que los hombres, haciéndonos niños por la pureza e inocencia que transmite la gracia, seamos Dios participación y herederos del Reino de los cielos. La Navidad cristiana es aquella en la que el alma, por la gracia, se convierte en un Nuevo Portal de Belén en donde nace el Niño Dios, siendo el alma iluminada por la luz de la gloria del Niño de Belén. Que la Virgen y Madre de Dios, Portal de eternidad, que dio a luz al Hijo Eterno del Padre, nos conceda la gracia de vivir una Navidad cristiana y no una navidad pagana.

         

sábado, 9 de diciembre de 2017

Razones por las que no da lo mismo recibir o no recibir el sacramento del matrimonio


(Homilía para un matrimonio sacramental)

         En el mundo en el que vivimos, caracterizado por el ateísmo, el agnosticismo, el materialismo, no se comprende el valor del sacramento del matrimonio. Se piensa que es un mero trámite religioso, reservado para quienes tengan algo de devoción suficiente como para desear llevarlo a cabo. No se comprende que en el sacramento del matrimonio está la clave de la felicidad de los esposos y de la futura familia, formada por ellos y sus hijos.
         En otras palabras, no da lo mismo recibir o no recibir el sacramento del matrimonio.
         Para darnos una idea de la importancia del sacramento del matrimonio, tomemos la siguiente imagen: una pareja de enamorados –que pueden ser ustedes mismos- se encuentra en una playa –o en un bosque-, en una noche fría de invierno; es una noche muy oscura, con nubes densas que tapan incluso la luz de la luna. Deciden, para combatir el frío y la oscuridad, encender entre los dos, una fogata. La fogata les proporciona luz y calor, y así logran su propósito, combatir el frío y la oscuridad. Sin embargo, a medida que pasan las horas y al consumirse los leños, la fogata se va apagando, paulatinamente, de manera tal que, de fogata grande que era inicialmente, se convierte luego en un pequeño fuego, luego en brasas y, finalmente, al amanecer, ya solo hay cenizas. De la fogata inicial, solo quedan cenizas, que se las lleva el viento. ¿De qué se trata esta imagen? Esta fogata, construida entre ambos, es el amor esponsal pero meramente humano, en el que no entra el Amor de Dios, el Amor de Cristo. El amor humano, por fuerte que sea, sin la ayuda divina, termina por desaparecer. Sea por las tribulaciones de la vida, sea por el éxito en la vida mundanamente hablando; sea por el paso del tiempo, o por cualquier otro motivo, el amor meramente humano termina, indefectiblemente, por desaparecer, de la misma manera a como la fogata termina por ser reducida a cenizas. Esto es lo que sucede en un amor esponsal en el que no entra el Amor de Cristo.

         Pero hay una manera para evitar esto y es conseguir un fuego que, a diferencia del fuego de la fogata, no se apague nunca. Es decir, hay una manera de hacer que este amor esponsal, que los hace tan felices, que los lleva a querer estar unidos para siempre, no solo no desaparezca nunca, sino que aumente cada vez más, y la forma, es conseguir un fuego de amor que no se apague nunca. ¿Dónde conseguir este fuego, que permita que el amor de los esposos no solo no finalice nunca, sino que aumente cada vez y se prolongue incluso, desde esta vida, a la eternidad? Este fuego de amor se encuentra en el Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús, porque en Él arde el Fuego del Divino Amor, que es el Espíritu Santo. Y el Sacramento del matrimonio es la “puerta” que conduce al Corazón de Jesús, la Eucaristía, porque si los esposos no están unidos sacramentalmente, no pueden comulgar. Esa es la razón por la cual la Iglesia pide a los esposos, unidos en sacramento, que acudan a la misa dominical, para que recibiendo al Corazón Eucarístico de Jesús, reciban con Él el Fuego que arde en su Corazón, el Fuego del Divino Amor, que no solo purifique su amor esponsal humano, sino también que lo santifique y que haga que continúe por la eternidad. Si los esposos, unidos en sacramento, se alimentan de la Eucaristía dominical, van a experimentar que el amor esponsal que los hace tan felices, al punto de no querer vivir separados el uno del otro, aumentará cada vez más en esta vida, y continuará por toda la eternidad. Por ese motivo es que no da lo mismo recibir o no recibir el Sacramento del matrimonio.  

viernes, 8 de diciembre de 2017

El Adviento es tiempo de preparación para recibir a Dios Niño en el corazón y para prepararnos para su Segunda Venida


         El Adviento, que significa “llegada” o “venida”, es un tiempo de gracia, dado por Dios, para que preparemos nuestro corazón para una doble venida del Señor: para conmemorar, litúrgicamente, la Primera Venida, y para prepararnos para la Segunda Venida en la gloria, al fin de los tiempos.
         Solo si vivimos el Adviento como el período de gracia destinado a prepararnos para recibir al Mesías que vino, que viene y que vendrá, solo así, podremos vivir una Navidad verdaderamente cristiana. De lo contrario, 
         ¿De qué manera podemos vivir el Adviento, según la voluntad de Dios?
         Por medio de la penitencia –necesaria para reparar por nuestros pecados y los de nuestros hermanos-, la oración –sin oración, no hay vida espiritual, por lo que es tiempo propicio para rezar el Rosario y hacer Adoración Eucarística- y la misericordia –porque el Dios que viene es un Dios Misericordioso, de manera que, para que pueda sentirse a gusto en nuestros corazones, debe encontrar en ellos misericordia y solo misericordia-.
         Podríamos decir que hay un tercer significado del Adviento, y es el Adviento o llegada que se produce en cada Santa Misa, porque en cada Santa Misa, Jesús, el Redentor, baja del cielo en el momento de la consagración y viene a nuestros altares eucarísticos para quedarse en la Eucaristía y así poder luego ingresar en nuestros corazones.
         Es para estos tres Advientos que debemos prepararnos, es decir, debemos prepararnos para conmemorar la Primera Venida de nuestro Dios, que vino como Niño en Belén; para recibir en estado de gracia a nuestro Dios, que viene oculto en cada Eucaristía, y para recibir, en gracia y con obras de misericordia, al Dios que vendrá, en el esplendor de su gloria, en la Parusía, al fin de los tiempos, para dar la recompensa a los buenos y el castigo a los malos.

         Para esta triple “venida” o “llegada” del Redentor a nuestras almas –el Dios que vino, que viene y que vendrá-, es que debemos preparar nuestros corazones, por la fe, por la gracia y por la misericordia.

viernes, 1 de diciembre de 2017

El Adviento, preparación para la Llegada de Cristo a nuestras vidas


         La palabra “Adviento” significa “venida” o “llegada” y significa esperar la venida o llegada de Jesús. Es el tiempo previo para Navidad y por eso implica la preparación para conmemorar litúrgicamente la Primera Llegada del Salvador en Belén, aunque también se refiere a la preparación para otras dos llegadas del Señor: al fin de los tiempos y en cada Santa Misa. Veamos.
         El Adviento es tiempo para prepararnos espiritualmente para recordar, con la memoria, la Primera Venida en Belén. Esta venida fue en la humildad de nuestra carne y en el desconocimiento de todos los hombres, excepto, claro está, la Sagrada Familia, y los pastores a los que los ángeles les anunciaron el Nacimiento. Esto explica el tenor de algunas lecturas de Adviento, como la profecía de Isaías de que “habría de nacer el Redentor de una Virgen”.
         Pero el Adviento es tiempo de prepararnos espiritualmente para la Segunda Venida en la gloria de Jesús y esto es lo que explica que en Adviento la Iglesia utilice, en las lecturas, las profecías acerca de su Venida en la gloria.
         Por último, el Adviento es tiempo de preparación espiritual para una “tercera Venida” o “Venida intermedia” de Jesús al alma. ¿En qué consiste esta “tercera Venida”? Consiste en que Jesús, en cada Santa Misa, desciende del cielo para quedarse en la Eucaristía, por el poder del Espíritu Santo, que convierte las substancias del pan y del vino en las substancias de su Cuerpo y su Sangre. Cada Santa Misa debe ser vivida con el espíritu de Adviento, es decir, con el espíritu de espera al Dios que viene del Cielo a la Eucaristía, para luego morar en nuestros corazones.
         Para esta “triple Venida” o “Llegada”, es que debemos los cristianos prepararnos espiritualmente en tiempo de Adviento. ¿De qué manera? Ante todo, es un tiempo de penitencia –por eso el color morado-, por lo que hay que hacer penitencia –privarnos de algo que nos guste, aceptar con paciencia las tribulaciones, etc.- y la razón es que estamos “heridos” a causa del pecado original y si bien la mancha del pecado original nos fue borrada por el Bautismo, nos queda la concupiscencia, que es la atracción al mal y al error y es lo que hace que consintamos al pecado, es decir, que la tentación sea consentida. La penitencia es para reforzar nuestro deseo de luchar contra el pecado y de reparar por nuestros pecados y los de nuestros hermanos.
         Otra manera de vivir el Adviento es mediante la oración, porque sin oración no hay vida espiritual posible. Por último, la otra forma de vivir el Adviento, es obrando la misericordia –según las catorce obras de misericordia dispuestas por la Iglesia-, para que así nuestro corazón sea digno de recibir a Jesús, que es la Divina Misericordia encarnada.   
           Solo así, podremos vivir una Navidad verdaderamente cristiana, y no pagana, tal como se la celebra en nuestros días.


jueves, 30 de noviembre de 2017

La fórmula infalible para que un joven no fracase en los desafíos de la vida


"Camino al Cielo y camino al Infierno"
(Thomas Hawk)

(Homilía en ocasión de Santa Misa en acción de gracias 
por el egreso de la Primaria de un grupo de niños)

         Egresar quiere decir terminar una etapa de la vida con éxito –en este caso, ustedes han finalizado la etapa de la Escuela Primaria- y eso es un motivo para dar gracias a Dios, tal como lo estamos haciendo en esta Santa Misa.
         Pero a la vez, el egresar significa no solo dejar atrás una etapa de la vida, sino el comenzar otra, con nuevos desafíos, con nuevas exigencias, con nuevos esfuerzos, que traerá también éxitos, como así también sinsabores –en el caso de ustedes, niños, esta nueva etapa es, obviamente, la Escuela Secundaria-, sobre todo en estos momentos, en los que el mundo ha tomado una senda que es la opuesta al Camino que conduce a Dios.
         La Iglesia tiene una fórmula para que emprendan con todo éxito la nueva etapa que emprenden, como así también cualquier etapa de la vida. ¿En qué consiste esta fórmula? Para saberlo, imaginemos la siguiente situación: un joven cualquiera va caminando por un sendero, hasta que este sendero se bifurca en dos: un sendero, va hacia un prado florido, todo cubierto de césped, en donde corre un arroyo de aguas cristalinas, y el cielo está limpio, con un hermoso sol; el otro sendero, conduce hacia un bosque oscuro, tan oscuro, que no deja entrar la luz del sol; en este bosque, el que ingresa en él, está rodeado de bestias salvajes, listas para atacarlo; en este bosque hay serpientes venenosas de todo tipo; hay arañas enormes, alacranes, escorpiones, y todo tipo de alimañas. El que se interna en este bosque está solo y rodeado de peligros.
         ¿Qué quieren decir estas imágenes?
         El que elige el sendero que conduce a un prado florido, es el joven que toman a Jesús, el Hijo de la Sagrada Familia de Nazareth, como el modelo para su vida y trata de imitarlo en todo; es el joven que busca vivir en gracia, confesándose con frecuencia y comulgando en la misa dominical; es el joven que lleva en su mente y en su corazón los Mandamientos de la Ley de Dios; es el joven que tiene a la Virgen por Madre, a Dios por Padre y a Jesús por hermano. El que hace esto, vive con su alma en paz, aun cuando sobrevengan innumerables pruebas y desafíos, porque no está solo, sino que Jesús y María están con él y lo libran de todo peligro.
         El bosque oscuro significa el joven que, considerando que ya es grande, no necesita ni de la confesión, ni de la Eucaristía, ni de la oración, ni de Jesús, ni de María. Y, por lo tanto, se aleja de Dios y se interna en un lugar oscuro, rodeado de sombras vivientes, mucho más peligrosas que las fieras salvajes, que las serpientes, las arañas y los escorpiones.
         Entones, si un joven quiere atravesar las etapas de su vida con el alma en paz, que tome el Camino que conduce a Dios, que es Cristo Jesús, que para nosotros, los católicos, se nos entrega en Persona en la Eucaristía y se nos da, con su gracia, en la Confesión Sacramental.

         Por último, recemos todos juntos esta oración: “Oh Jesús crucificado, que estás en la Eucaristía para darme tu Amor. Te doy gracias por la etapa finalizada y te tu gracia y tu auxilio para comenzar con éxito una nueva etapa en mi vida. Nunca dejes que me aparte de Ti y haz que la Virgen, que es mi Madre, me cubra y proteja siempre con su manto y su amor maternal. Que tu Amor y tu gracia, tu Ley de la caridad y tus Mandamientos, estén sellados a fuego en mi mente y en mi corazón. Oh Jesús crucificado, que estás en la Eucaristía para darme tu Amor, ayúdame para imitarte en cada segundo de mi vida terrena, para así poder alabarte y amarte para siempre, en la vida eterna. Amén”.

viernes, 24 de noviembre de 2017

El pecado original


         Al crear al hombre, Dios no se contentó con darle los dones propios de su naturaleza –cuerpo perfecto y alma dotada de inteligencia y voluntad[1]-. Puesto que amaba tanto al hombre, Dios le dio además los llamados “dones preternaturales”, dones que no le correspondían por naturaleza y por los cuales el hombre no sufría ni moría, y además le concedió el don sobrenatural de la gracia santificante, por el cual el hombre vivía con la vida misma de Dios. Estos dones debían pasar, según el plan original de Dios, de Adán y Eva a todos los hombres, es decir, nosotros deberíamos haber nacido con esos dones. Ahora bien, ya que había creado al hombre a su imagen y semejanza, es decir, libre, y además lo había creado solo por amor –Dios no tenía necesidad del hombre- Dios necesitaba que el hombre, por un acto de libre elección, diera una muestra de su amor a Dios, porque Dios creó al hombre para este fin, para que le diera gloria, para que lo glorificara, pero esto el hombre debía hacerlo libremente. Con un acto libre de amor a Dios, el hombre, correspondiendo al acto libre de amor de Dios hacia Él al haberlo creado, habría de sellar su destino sobrenatural de unión con Dios en el cielo[2].
         El amor auténtico consiste en la entrega total, sin reservas, de uno mismo al ser al que se ama. En esta vida, solo hay una forma de probar el amor a Dios y es hacer su voluntad, expresada en sus Mandamientos y en la Ley de la caridad de Jesucristo. Por eso Jesús dice: “Si me amáis, cumpliréis mis Mandamientos” (Jn 14, 15). El que ama a Dios cumple sus Mandamientos por amor a Él, no por temor a ser castigado –aunque Dios sí puede castigar-. Para que el hombre pudiera probar su amor hacia Él, es que Dios le dio un mandato, uno solo: que no comiera del fruto de cierto árbol. Este acto de obediencia, por parte del hombre, era la prueba de amor que Dios necesitaba del hombre: al obedecerlo, el hombre manifestaría que prefería a Dios y su mandato, antes que su propia voluntad.
         Ahora bien, Adán y Eva fallaron en la prueba porque cometieron el primer pecado, que por ser el primero se llama “original”. No fue solo desobediencia, sino ante todo soberbia, porque en vez de oír a su Creador, abrieron sus oídos a las palabras del Tentador, quien les dijo que si desobedecían a Dios, iban a ser como Él, es decir, iban a ser “como dioses” (cfr. Gn 3, 5).
El pecado de Adán y Eva no tiene atenuantes ni excusas, porque ellos no eran ignorantes ni débiles, como nosotros; pecaron con total claridad de mente y dominio de las pasiones por la razón. Al igual que hizo el Diablo en el cielo, que se eligió a sí mismo en vez de a Dios, así hicieron Adán y Eva: se eligieron a sí mismos, antes que a Dios[3]. Y lo mismo sucede, en cierto sentido, con todo pecado: en la elección de uno mismo, antes que los Mandamientos de Dios.
         El pecado consiste precisamente en esto: en la elección de uno mismo, de nuestra propia voluntad, antes que la voluntad de Dios. Por eso, ante la tentación –la tentación en sí misma no es pecado; se convierte en pecado cuando se consiente la tentación-, un buen recurso es pedirle a la Virgen que nos haga recordar las palabras de Jesús en el Huerto de Getsemaní: “Que no se haga mi voluntad, oh Dios, sino la tuya” (cfr. Lc 22, 42). Si bien Jesús en el Huerto no eligió entre el pecado o la gracia, puesto que no podía pecar al ser Dios, sino que eligió la voluntad de Dios que era que Él muriera en la Cruz para salvarnos, su ejemplo y la participación en su vida por la gracia, sí nos pueden ayudar para que, puestos en la disyuntiva entre elegir la voluntad de Dios, manifestada en los Mandamientos, y nuestra propia voluntad, elijamos la voluntad de Dios –que siempre es santa y por lo tanto consiste en el cumplimiento de sus Mandamientos- y no la nuestra –que, debilitada por la mancha del pecado original, se siente atraída por la concupiscencia-.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 66.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. Trese, ibidem.

martes, 21 de noviembre de 2017

De nada sirve triunfar en la vida si Dios no está en nosotros


(Homilía en la Santa Misa en acción de gracias por el egreso de la Escuela Primaria de un grupo de niños)

         Cuando finaliza una etapa en la vida, como sucede en el caso de ustedes, que están finalizando la etapa de la Escuela Primaria, se ingresa siempre en una nueva etapa. En este caso, para ustedes, niños, es, obviamente, desde el punto de vista de los estudios, la etapa de la Escuela Secundaria. Y una vez que finalice esta etapa, vendrá una nueva, que pueden ser ó continuar estudiando, ó comenzar a trabajar, para formar una familia, etc. Cada uno seguirá por un camino distinto, según sus capacidades y sus esfuerzos. Cada etapa de la vida tiene sus particularidades, sus más y sus menos, sus enseñanzas, sus pruebas, sus dificultades, y también sus alegrías y tristezas.
         En todo este sucederse de etapas, sin embargo, hay algo que no debe nunca dejar de tener en cuenta un niño y un joven cristiano, y son las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?” (Lc 9, 25). Estas palabras de Jesús son hoy más actuales que nunca, porque en la sociedad en la que vivimos, hay como una presión para hacer cosas que no siempre son buenas para las personas, como por ejemplo, el querer tener muchas cosas, muchos bienes, mucho dinero, o sino el tener fama, éxito, salir en la televisión, ser famoso, etc. Hay que prestar mucha atención, porque todas estas cosas no son buenas, no solo porque no dan paz al alma –aunque una persona sea la persona más rica del mundo, la riqueza no puede comprar ni un segundo de paz verdadera-, sino que la mayoría de estas cosas, alejan a la persona de Dios. Y fuera de Dios, nadie es feliz, ni tiene paz, ni se siente bien.
         En nuestro mundo, muchos ofrecen ganancias de dinero rápida, pero haciendo cosas que son contrarias a los Mandamientos de la Ley de Dios. Si alguien hace esto, puede ser que gane mucho dinero, pero perderá su alma para siempre en el Infierno. Por eso hay que tener siempre presentes las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”. Es decir, ¿de qué sirve ganar dinero ilícitamente, si así condenamos nuestra alma en el Infierno? A aquel que desee vivir cumpliendo los Mandamientos de Dios, no le faltará absolutamente nada, porque Dios es un Padre amoroso que sabe qué es lo que nosotros, sus hijos adoptivos, necesitamos. Quien cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, muy probablemente no ganará el mundo, es decir, no obtendrá abundancia excesiva de bienes materiales, pero sí ganará su alma para la vida eterna, y al final, eso es lo que cuenta, como dice Santa Teresa: “El que se salva, sabe, y el que no, no sabe nada”.

         Al comenzar una nueva etapa en la vida, hagamos el propósito entonces de tener siempre en la mente y el corazón los Mandamientos de la Ley de Dios y las palabras de Jesús: “¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo, si pierde su alma?”.

viernes, 17 de noviembre de 2017

Los ancestros del hombre no son los simios, sino Adán y Eva


La creación del hombre
(Miguel Ángel Buonarotti)

         Mal que le pese a los evolucionistas y aunque si fuera verdad, la Iglesia no tendría problemas en admitir la hipótesis –siempre y cuando se admita la creación del alma por parte de Dios en el momento en el que el “eslabón perdido” pasa a ser de mitad simio y mitad hombre, a hombre completo-, la teoría de la evolución está cada vez más lejos de ser comprobada científicamente[1]. Esto quiere decir que no pasa de una mera hipótesis, debido a que, en las investigaciones científicas, nunca fue encontrado el denominado “eslabón perdido”. Después de todo, para el punto de vista de la fe, es irrelevante si venimos del mono o no, porque si fuera cierto, como dijimos, en algún momento ese ser a mitad de camino entre simio y hombre, en el momento en el que pasaría a ser hombre, Dios le infundiría un alma, creando así la especie humana, formada por Adán y Eva. Tanto si venimos del simio, como si fuimos creados directamente por Dios –como lo sostiene la Iglesia Católica-, en las dos teorías, nuestras almas serían creadas por Dios inmediatamente al ser creado –o evolucionar- el cuerpo humano, y así tendríamos a los primeros especímenes de la raza humana, Adán y Eva[2].
         Lo que debemos creer y lo que el Génesis enseña con toda claridad es que el género humano desciende de una pareja original y que las almas de Adán y Eva (como las almas de cada uno de nosotros) fueron directa e inmediatamente creadas por Dios. Esto es así porque el alma es espíritu y no puede de ninguna manera “salir” de la materia y tampoco puede heredarse de los padres (al contrario del cuerpo, cuyos genes que lo constituyen, sí se hereda de los padres). El alma humana es creada por Dios en el mismo momento en el que se produce la concepción (de esto vemos que el embrión humano ya es un ser humano, distinto al ser de la madre y del padre). Por el alma, nos diferenciamos de los animales, que sólo buscan cosas de la tierra y se dejan guiar por sus instintos corporales: gracias al alma, el hombre eleva su mirada hacia las cosas espirituales, desea el cielo, desea vivir siempre, reconoce y ama la belleza, conoce la Verdad y ama el Bien[3].
         El antepasado del hombre no es, por lo tanto, el simio, sino la primera pareja humana, Adán y Eva. Ellos no eran hombres corrientes como nosotros, sometidos al envejecimiento, al dolor y a la muerte, sino que Dios los creó dotados de dones especialísimos, como por ejemplo, los dones “preternaturales” –aunque no pertenecen a la especie humana por derecho, la especie humana tiene la capacidad de recibirlos por don divino-, como por ejemplo, sabiduría y conocimiento de Dios y del mundo, de modo claro y sin esfuerzos; su voluntad controlaba las pasiones y los sentidos, lo cual hacía que tuvieran siempre paz en sus almas. No podían morir y no podían sufrir enfermedades, como tampoco podían envejecer. Al terminar la vida temporal, habrían entrado en la vida eterna con cuerpo y alma, sin pasar por la experiencia dolorosa de la muerte. Entre los dones sobrenaturales, estaba la Presencia del Espíritu Santo en sus almas y para graficarlo, podemos imaginar una transfusión de sangre: así como el paciente se une al donante al recibir su sangre, así las almas de Adán y Eva estaban unidas a Dios por el Amor de Dios y esta vida que vivían era la vida de la gracia santificante[4]. Dios los hacía participar de su vida en la tierra, para continuar haciéndolos participar de su vida en el cielo. Ahora bien, todo esto lo arruinó el pecado original. Como vemos, el pecado arruina la obra de Dios. Sin embargo, puesto que a Dios nadie puede ganarle –ni el pecado, ni la muerte, ni el Demonio-, Dios envió a su Hijo Jesucristo para destruir al pecado, para vencer a la muerte, para vencer para siempre al Demonio, con su Pasión y Muerte en Cruz. Dios siempre vence. Cuando experimentemos alguna dificultad o tribulación, o tentación, digamos siempre: “Dios mío, en tu nombre puedo vencer a los enemigos de mi salvación”.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, 61ss.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.
[4] Cfr. ibidem.

viernes, 10 de noviembre de 2017

Los profesionales y trabajadores de la sanidad católicos no pueden ser cómplices de la cultura de la muerte


         En nuestros días, se trata de imponer, con fuerza cada vez mayor, lo que Juan Pablo II denominó “cultura de la muerte”, esto es, una mentalidad y un obrar del hombre dirigido a suprimir la vida humana, desde su concepción, hasta su vejez, pasando por cualquier etapa intermedia.
         Tanto es así, que hoy abundan las clínicas abortivas, los centros de eutanasia, en donde se aplica la eutanasia solo por el hecho de que una persona esté deprimida, los centros de Fecundación in Vitro –por cada embrión vivo, se sacrifican, desechan o congelan unos treinta embriones promedio-, el alquiler de vientres –una aberración contra la maternidad y una esclavitud para la mujer-, y muchas otras iniciativas más, destinadas todas a destruir a la vida humana.
         El católico que se desempeña en el ámbito de la salud, no puede ser indiferente a esta oleada de muerte, que avasalla con el hombre, desde que nace, hasta que muere. El católico que se desempeña en el ámbito de la salud, debe oponerse con los medios legales a su alcance, entre ellos, la objeción de conciencia. Es decir, aun si, hipotéticamente, un centro de salud obligara, por ejemplo, a practicar un aborto, el católico tiene el deber de no obedecer a esa orden –nadie está obligado a obedecer lo que es pecado- y tiene el deber de hacer una objeción de conciencia y reclamar que se respete su conciencia, que es lo más sagrado que tiene el hombre. Entonces, el católico no puede ampararse y decir: “No me quedaba otra opción que obedecer y practicar el aborto”, porque es como decir: “No me quedaba otra opción que asesinar a sangre fría”.

         Como profesionales de la salud, los católicos deben oponerse firmemente a la “cultura de la muerte”, y si esta avanza, es por el silencio de los católicos. Es por eso que es necesario tener siempre presentes las palabras de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, yo lo negaré delante de mi Padre” (Mt 10, 33).

miércoles, 8 de noviembre de 2017

El municipio en la concepción católica de la sociedad y del mundo


(Homilía en ocasión del Día del trabajador municipal)

         Cuando buscamos la definición y concepto de municipio, encontramos lo siguiente: “Un municipio es, al mismo tiempo, una división territorial y una entidad administrativa de nivel local, constituida por territorio, población y poderes públicos (…) es un ente organizativo dentro del Estado que goza de autonomía gubernamental y administrativa, cuya función es gestionar los intereses de una comunidad y dar solución a sus problemas”[1]. Es decir, el municipio es una entidad de gobierno autónoma, que busca ante todo “la gestión de los intereses” y la “solución de los problemas” de la comunidad. Es una entidad con poder, pero no es una entidad en la que el poder se busque por sí mismo, sino que el poder que detenta, para ser legítimo, debe estar al servicio de la población.
Ahora bien, en un país como Argentina, en donde se garantiza la libertad religiosa -la libertad de culto está garantizada por el artículo 14 de la Constitución Nacional-, pero al mismo tiempo, en su Constitución Nacional, se otorga al catolicismo una posición preeminente sobre las demás confesiones religiosas, ya que cuenta con un estatus jurídico diferenciado respecto al del resto de iglesias y confesiones -en el artículo 2 de la Constitución Nacional se dice: “Artículo 2. El Gobierno federal sostiene el culto católico apostólico romano”[2]-, el concepto de municipio no es indiferente, ya que debe ajustarse a la Constitución. Esto quiere decir que el municipio debe guiarse, no por ideologías políticas, sino por la concepción católica del mundo, ya que es el catolicismo la religión sostenida por la entidad soberana que es el Estado.
En modo concreto, en esta concepción católica, el servicio prestado por el municipio –por sus integrantes laicos- es ante todo la búsqueda del Bien Común, tal como lo enseña el Magisterio de la Iglesia: “Los fieles laicos (no) pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común”[3], que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.”[4]. Los fieles laicos deben participar en la política, pero una política que tenga como meta y objetivo la consecución del Bien Común de la sociedad, que abarca desde el respeto por la vida humana -es obvio que desde su concepción hasta su muerte natural-, hasta el resguardo del orden público.
En la concepción católica de la sociedad y del mundo –el mundo debe convertirse a Cristo Rey y proclamarlo como tal, es decir, el mundo debe reconocer a Cristo y solo a Cristo, el Hijo de Dios, como su Rey y Señor-, el municipio ocupa un lugar fundamental en la estructura de la sociedad, en su funcionamiento y en su progreso. Por encima de las familias, por debajo de la gobernación, el municipio es un órgano intermedio que se ocupa de realizar obras para el bien común de la sociedad y de la Nación.
Por eso mismo, debe estar alejado de concepciones idelógicas políticas opuestas al concepto de Bien Común –los partidos políticos, cuando no tienen a Cristo Rey como fundamento de su ser y obrar, hacen daño a la sociedad-; debe estar alejado de mezquinas peleas partidarias, ya que esto lo único que hace es dividir las fuerzas que son necesarias para la construcción de un porvenir venturoso para la Patria.
       El municipio, en la concepción católica de la sociedad y del mundo debe, entonces, evitar toda ideología política que atente contra el orden cristiano -ante todo, el materialismo marxista por un lado, y el liberalismo hedonista por otro-. Solo así, un municipio podrá contribuir a que la Patria logre el supremo Bien Común, la proclamación de Cristo como Rey y Señor de los corazones, de las familias y de la Patria.



[1] https://www.significados.com/municipio/
[2] http://leyes-ar.com/constitucion_nacional/2.htm
[3] JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42.
[4] CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, NOTA DOCTRINAL sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política, I.

viernes, 3 de noviembre de 2017

Juan Pablo II y las alas de la razón y de la fe para volar hacia Dios


(Homilía para docentes de un instituto terciario)

         En su encíclica “Fides et Ratio”, Juan Pablo II afirmaba que el hombre poseía “dos alas” para volar hacia Dios, es decir, para elevar el alma a Dios, y esas eran la razón y la fe (católica): “La fe y la razón son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad”. Ambas, razón natural y fe católica, no se contraponen ni contradicen nunca, porque la fe no se basa en verdades irracionales, sino en verdades racionales, aunque sobrenaturales, que superan la capacidad de comprensión de la razón humana. La razón, a su vez, es capaz de alcanzar la verdad, tanto las verdades parciales, como la Verdad Absoluta, que es Dios. Dios es la Verdad en sí misma y toda verdad, buena y santa, lo es por participación a la Verdad Absoluta que es Dios.
         Por esta razón, un docente, un profesor, un investigador –hablamos siempre de católicos-, en el orden que sea, no puede nunca declararse ni agnóstico ni ateo, y mucho menos apóstata. Esto sucede, lamentablemente, cuando se renuncia a una de las dos alas, o la fe sin razón, o la razón sin fe. La fe sin razón es puro fideísmo y conduce a creencias contrarias a la razón y al bien del hombre; la razón sin fe, priva al hombre de alcanzar la meta más grandiosa que pueda alguien alcanzar en esta vida, con su intelecto, y es la Verdad Absoluta, que es Dios.
         Un docente, un profesor, un investigador, del área que sea, que se declare agnóstico, ateo o apóstata –es el que reniega de la fe recibida en el Bautismo-, demuestra que posee una sola de las dos alas necesarias para elevar el alma a Dios, y le sucede lo que le sucede a un ave cuando está herida en un ala: así como el alma con un ala herida no puede remontarse hacia el cielo, así un hombre, sin la fe o sin la razón, no puede elevarse hacia el Dios Verdadero, que es la Verdad Absoluta e Increada en sí misma.
         Pero en estos casos, hay un agravante: al ser docente, no solo no se eleva él hacia Dios, sino que no permite que sus alumnos lo hagan, lo cual es una grave responsabilidad ante Dios y los hombres.

         Muchos, por diversas razones, pero más que todo, por moda, parecen creer que el ser ateos, agnósticos o apóstatas, es algo que es acorde a una condición intelectual superior; sin embargo, se equivocan grandemente, porque no se dan cuenta de que permanecen en tierra, como un ave herida, sin poder elevarse a Aquel que es la Verdad y la Belleza en sí misma, Dios Uno y Trino.

viernes, 27 de octubre de 2017

Cómo creó Dios al hombre


         En la Sagrada Escritura se narra cómo fue creado el hombre: todos los seres humanos descendemos de Adán, el primer varón, y Eva, la primera mujer. No hay otra verdad posible acerca del origen del hombre, que esta, atestiguada por la Escritura y confirmada por el Magisterio de la Iglesia[1].
         En cuanto al origen del hombre, existe lo que se denomina la teoría de la evolución, que afirma que el hombre proviene del mono, pero es completamente falsa, pues no hay ninguna prueba que lo atestigüe. El hombre proviene por modo de creación, de Dios, quien lo creó a su imagen y semejanza. No hay problemas en decir que puede haber habido una evolución en el mundo material, pero eso no descarta que Dios es el Creador de todo lo que existe, visible e invisible. Con respecto a la evolución de la materia orgánica, la que tiene vida, no hay ni una sola prueba que indique tal evolución. Por ejemplo, no hay ninguna creatura intermedia entre el mono y el hombre, o entre el perro y el lobo, y así con todas las creaturas vivas.
         Podría haber sido verdad, pero eso no altera nuestra fe, nuestra creencia de que es Dios quien creó al hombre. Lo importante es que, en un momento determinado, cuando pasó de mono al hombre, en ese momento, Dios le infundió el alma espiritual, para el macho y la hembra de la especie, y en ese momento, se obtuvo el primer hombre y la primera mujer. Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre del barro de la tierra y le insufló el alma viviente, que dio vida humana a su cuerpo humano[2].
         Lo que debemos creer, porque así nos lo revela el Génesis y nos lo enseñan la Tradición y el Magisterio, es que el género humano desciende de una pareja original y que las almas de Adán y Eva fueron creadas directamente e inmediatamente por Dios. El alma es espíritu; no puede, de ninguna manera, “evolucionar”, “ser educida”, o “proceder” de la materia, como tampoco puede heredarse de nuestros padres. Los padres son cooperadores, con Dios, en la formación del cuerpo humano, pero el alma espiritual ha de ser creada inmediatamente por Dios e infundida en el embrión en el seno materno.
         El “eslabón perdido”, está tan perdido, que no ha sido todavía encontrado, y con toda seguridad, jamás será encontrado, porque no existe. De todas maneras, sea cual sea la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo –con o sin evolución de por medio-, es el alma lo que importa más, porque por ella, el hombre se eleva más allá de las pasiones terrenas y carnales y eleva la vista a la Belleza Increada, la Verdad Absoluta el Amor Eterno, al cual llamamos “Dios”[3].



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 62-63.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

sábado, 21 de octubre de 2017

La Caridad, obras de amor al prójimo hechas por el Amor de Dios


         ¿Qué es la Caridad? Es el amor a Dios y al prójimo, pero no es el amor humano, sino el amor mismo de Dios. Es decir, la caridad es el amor de Dios en el alma, con el cual amamos a Dios y los hombres. La caridad entonces es algo mucho más grande que el simple amor humano, que cuando es meramente humano, se llama “filantropía”[1]. La filantropía es el amor al prójimo, pero con un amor que nace del corazón del hombre, no de Dios. Por lo tanto, no es un amor que alcance para la salvación eterna. La caridad, por el contrario, es un amor que se origina en Dios y que hace que el amor humano participe de este amor divino, al punto de ser un amor divino. Este amor, al originarse en Dios, sí es salvífico: se ama a Dios y al prójimo con el amor de Dios, no con el amor humano y por eso es salvífico. Por la caridad, se ama al prójimo en Dios, por Dios y para Dios; no es un amor sin Dios. Por originarse en Dios[2], es un amor que sí puede salvar. Este Amor de Dios, que es la caridad, se origina en el mismo Dios, cuyo corazón es el Corazón de Jesús. Un ejemplo de caridad, es decir, de amor al prójimo por amor a Dios, está en la parábola del buen samaritano, en donde este ama a su prójimo con el amor de Dios y no con palabras, sino con hechos: su prójimo está malherido, se acerca, venda sus heridas, lo carga sobre sí, lo lleva a la posada, paga sus gastos. La caridad se caracteriza, además de originarse en Dios y de ser un amor que es salvífico, porque es un amor que se hace concreto en obras. La Iglesia obra la caridad para con el prójimo, con obras concretas, pero no es el fin de la Iglesia terminar con la pobreza o con el hambre en el mundo, porque eso es tarea de los organismos humanos. La Iglesia hace obras de caridad porque así lo mandó el Señor: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” y porque si no se hacen obras de misericordia, no se puede entrar en el Reino de los cielos: “El que tuvo misericordia, recibirá misericordia”. El católico que hace apostolado en Caritas, debe alimentarse de la Eucaristía, porque es la Fuente inagotable del Amor Increado; Jesús es el Buen Samaritano que cura nuestras heridas con el aceite de su gracia, nos carga sobre sus hombros, como el Buen Pastor con su oveja malherida, nos lleva a la Iglesia y allí nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre. Por último, si bien es cierto que “la caridad cristiana no se agota en la ascética, en la mística o en las devociones, sino que se realiza en la “caritas”, que es la forma suprema de la actividad del cristiano”, también es cierto que no hay verdadera caridad sino hay oración y si el fiel no se alimenta con el Fuego del Divino Amor que arde en el Corazón Eucarístico de Jesús.



[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1993, voz “amor”.
[2] Cfr. Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 5.

jueves, 19 de octubre de 2017

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza


         Dios, que Es y existe desde toda la eternidad, no tiene necesidad del hombre, ni de los ángeles, ni de nada, para ser lo que Es: Dios eterno de majestad infinita. Sin embargo, a pesar de no tener necesidad de los hombres y de los ángeles, los creó a ambos, con un solo fin: que ambos fueran felices eternamente, contemplándolo a Él en su hermosura divina. Es por eso que ni el hombre, ni el ángel, pueden ser felices con nada que no sea Dios mismo, y es la razón por la cual el hombre es sumamente infeliz si se aleja de Dios, para buscar su alegría y felicidad en cosas creadas, que no son Dios y por lo tanto no pueden apagar en su alma el deseo de Dios que lleva desde su creación.
         De entre todas las creaturas, el hombre es la creatura predilecta de Dios y a tal punto, que lo creó a su imagen y semejanza. ¿En qué consiste esta creación del hombre? Consiste en la unión del cuerpo, material, y del alma, espiritual; una unión tan profunda que se llama substancial, lo cual quiere decir que ni el cuerpo solo es persona, ni el alma sola es persona. Solo la unión del cuerpo y del alma puede ser llamada “persona” y es la persona humana, así creada, la que fue creada a imagen y semejanza divina. El hombre tiene entonces dos componentes, el cuerpo y el alma; el cuerpo, al ser material, no es la imagen en el hombre, aun cuando el cuerpo, al ser considerado en su estructura anatómica, en su fisiología, en la interacción de los órganos entre sí, sea una muestra de la Sabiduría y del Amor de Dios; aun así, no radica en el cuerpo la imagen de Dios, puesto que, desde el inicio, Dios es Espíritu Puro, mientras que el cuerpo es material pura.
         Es en el alma en donde radica la imagen de Dios en el hombre, y veremos de qué manera. El alma, al ser espiritual, posee inteligencia y voluntad, esto es, capacidad de pensar y de amar, y considerada en sí misma, es invisible, inmaterial e indivisible (no se pueden separar sus partes, porque no tiene partes, como sí las tiene el cuerpo)[1]. El alma es inmaterial, es decir, no tiene átomos ni moléculas, propio de la materia. Tampoco se puede medir, porque el espíritu no tiene longitud (no hay un alma “más alta” que otra, como en el caso de los cuerpos); tampoco tiene anchura, profundidad o peso. Por esta razón, el alma está toda entera en todas y cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en la mano y otra en el pie. Esto quiere decir que si al cuerpo se le corta un brazo o una pierna, por un accidente o por una cirugía, no se pierde una parte del alma; simplemente, nuestra alma ya no está en lo que no es más parte del cuerpo vivo. El alma es la que da vida al cuerpo y cuando el cuerpo, como consecuencia de la edad y del desgaste propio del paso de los años, no puede continuar su función, el alma se desprende del cuerpo y el cuerpo queda muerto, sin vida, y es lo que llamamos “muerte”[2]. El cuerpo muere y comienza a descomponerse en sus partes, porque ya no está el alma, que le daba vida y lo mantenía unido en sus partes; el alma, a su vez, continúa viviendo, porque el alma es inmortal, no muere con la muerte terrena, ni tampoco es aniquilada por Dios. Simplemente, luego de morir el cuerpo, el alma continúa viva. No puede destruirse nada en ella porque no tiene partes y porque es inmaterial  -es lo que se llama una “substancia simple”-; al no tener partes, no hay nada en ella que pueda descomponerse o disgregarse, como sí sucede con el cuerpo.
         Es en el alma en donde radica, propiamente, el ser imagen y semejanza de Dios. Una imagen y semejanza imperfectas, porque nuestra naturaleza humana es muy limitada, pero imagen y semejanza al fin. La imagen de Dios en el alma, radica en que es espiritual, como Dios, que es Espíritu Puro, pero también radica en la inteligencia, es decir, en la capacidad de conocer la esencia de las cosas, además de comprender y conocer verdades, el poder razonar y deducir, el hacer juicios sobre el bien y el mal; esta capacidad del alma, de entender, es imagen de Dios, que todo lo sabe y todo lo conoce. La otra imagen y semejanza está en nuestra voluntad, por la que deliberadamente decidimos hacer una cosa o no, es decir, es la potencia del alma por la cual somos libres, lo cual es semejanza de Dios, que es infinitamente libre.
         La vida íntima de Dios consiste en conocerse a sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), por lo que tanto más nos acercamos a la divina Imagen, cuanto más utilizamos nuestra inteligencia para conocer a Dios –por la razón, por la fe y, en la eternidad, por la luz de la gloria-; y cuanto más utilizamos nuestra libre voluntad para amar libremente al Dador de nuestra libertad, Dios.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 58-59.
[2] Cfr. Trese, ibidem.