miércoles, 24 de septiembre de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes: Cuarto Mandamiento: “Honrarás madre y padre”


         El Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios dice: “Honrarás Madre y Padre”. ¿Qué significa este mandamiento? ¿Cómo se lo puede cumplir? Honrar a los padres significa obedecerlos en todo lo bueno que ellos manden y demostrarles frecuentemente cariño, demostrarles respeto y aprecio, ayudarlos material, moral y espiritualmente, y si ya han fallecido, rezar por ellos[1].
         Pecan contra este mandamiento los hijos que desobedecen gravemente a los padres, los que los desprecian y no les demuestran amor, los que los tratan con palabras irrespetuosas, los que los hacen sufrir, los que los insultan, los que no les prestan ningún tipo de ayuda, cuando están necesitados, los que se avergüenzan de ellos, los que los dejan abandonados, etc.
         Este mandamiento incluye honrar a los que tienen más edad que nosotros, a los que ocupan algún puesto de autoridad, y a los que son superiores en dignidad por su santidad, buena conducta o sabiduría, como el Papa, los obispos, los sacerdotes, etc.
         Los niños y los jóvenes deben obedecer las prescripciones razonables de sus educadores y de todos aquellos a quienes sus padres los han confiado, pero si están persuadidos en su conciencia de que una orden es moralmente mala, no deben seguirla[2].
         Lo mismo vale para los ciudadanos: no tienen obligación de aceptar lo que mandan las autoridades civiles, cuando éstas implementan leyes contrarias a la ley moral o a las enseñanzas del Evangelio, como por ejemplo, las leyes del aborto y de la eutanasia, o una guerra de agresión e injusta contra un país inocente e indefenso.
El Cuarto Mandamiento es un mandamiento tan importante, que Dios quiere que después de Él, sean nuestros padres a quienes demos la honra y la gloria, y para eso se encarga de hacernos recordar a lo largo de toda la Escritura. Por ejemplo, en Éxodo 20, 12, dice: “Honra a tu padre y a tu madre, para que tus días sean prolongados en la tierra que el Señor tu Dios te da”; en el libro del Deuteronomio, dice: “Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor, tu Dios, te ha mandado, para que tus días sean prolongados y te vaya bien en la tierra que el Señor, tu Dios, te da” (5, 16). Es decir, Dios condiciona la bendición en la tierra, al trato benevolente y a la honra que demos a nuestros padres.
         Este mandamiento ordena honrar –y como la honra se basa en el amor, manda amar- a los padres, en toda ocasión y momento, por el solo hecho de ser padres, más allá de si los padres se equivocan o no, porque el mandamiento dice: “Honra a tu madre y a tu padre”; no dice: “Honra a tu madre y a tu padre solo si fueron buenos contigo”; dice: “Honra a tu madre y a tu padre” sin poner condicionamientos, es decir, en todo momento y lugar. Esto es así, porque los padres son, junto con Dios, los cooperadores materiales en el don de la vida: Dios crea el alma, mientras que los padres aportan las células primordiales, que constituyen el cuerpo del embrión –los gametos masculino, espermatozoide, y femenino, ovocito-, y por este solo hecho, merecen el mayor de los respetos, la más grande honra, y el mayor amor del que seamos capaces de brindarles. Ahora bien, esto se traduce en actos concretos, y no en meras palabras, y esto quiere decir, que se deben traducir en ayudas de todo tipo y orden: ayudas materiales, ayudas económicas, ayudas morales, ayudas espirituales, y por supuesto, sin descuidar el deber de estado, porque si alguien es, al mismo tiempo que hijo, padre de familia, debe cumplir también a la perfección su deber de padre de familia, sin descuidar su deber de hijo. ¿Difícil? Sí, es difícil cumplir la Ley de Dios, pero la Ley de Dios se basa en el amor, y amar, ¿es difícil? Todo es fácil para quien ama.
         Si alguien quiere saber cómo se debe honrar a los padres, sólo tiene que contemplar a Jesucristo, el Hijo de Dios, quien siendo Dios Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, honró a su Padre Eterno, obedeciendo por Amor al pedido que Él le hacía, de encarnarse para ofrendar su Cuerpo y su Sangre en el santo sacrificio de la cruz, para salvarnos a todos los hombres de la “condenación eterna”[3], y una vez encarnado, se hizo niño pequeño, sin dejar de ser Dios, y vivió sujeto a sus padres terrenos, la Virgen María y San José, su padre adoptivo en la tierra, obedeciéndolos en todo, respetándolos, honrándolos, ayudándolos en sus quehaceres, y no solo no ocasionándoles jamás ningún malestar, sino siendo para ellos, en todo momento, su Fuente de amor, de alegría y de paz, y si en algún momento se separó de ellos, como en el episodio en el que Jesús, a los doce años de edad, estuvo tres días en el templo, sin que María y José lo supieran, fue porque debía dedicarse “a los asuntos de su Padre del cielo”, es decir, por algo superior a sus deberes para con los padres terrenos, que es seguir la Voluntad de Dios Padre. Jesús es modelo perfectísimo de amor y de honra a los padres, porque vivió a la perfección el Cuarto Mandamiento y selló con la Sangre de la cruz el amor a su Padre Dios y los padres terrenos, su Madre, la Virgen, y a su padre adoptivo terreno, San José.
El Cuarto Mandamiento de la Ley de Dios dice: “Honrarás Madre y Padre”. El joven que quiera saber cómo se debe cumplir, sólo debe contemplar a Jesús, obedeciendo a su Padre Dios, que le pide que se encarne para luego subir a la cruz y morir en sacrificio para salvar a la humanidad; el joven que quiera saber cómo se debe cumplir el Cuarto Mandamiento, sólo debe contemplar a Jesucristo crucificado, que entrega su vida en la cruz, derramando su Sangre hasta la última gota, para redimir a la humanidad, y los primerísimos frutos de esa humanidad redimida y santificada por su gracia son su Madre, la Virgen María, y su padre adoptivo terreno, San José. El joven que quiera saber cómo se debe cumplir el Cuarto Mandamiento, que contemple al Hijo de Dios, Jesucristo, entregando su vida por amor a su Padre Dios y por amor a sus padres terrenos, la Virgen María y San José, en la cruz.



[1] Cfr. http://religioncatolicaromana.blogspot.com.ar/2012/06/cuarto-mandamiento-significado-honraras.html
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. Misal Romano, Plegaria Eucarística I.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes: Tercer Mandamiento: “Santificarás las fiestas”


         ¿Qué significa este mandamiento? En pocas palabras, este mandamiento significa que debemos oír Misa entera el Domingo[1] –que quiere decir “Día del Señor”- y no trabajar sin verdadera necesidad.
         ¿Por qué el Domingo?
Porque el Domingo –todos los Domingos- participa –forma parte- del Domingo de Resurrección en el que resucitó Jesús -por eso el Papa Juan Pablo II llama al Domingo: "Día símbolo de la eternidad", pero como veremos, más que ser un mero símbolo, participa de la misma eternidad de Dios-. Dicho de otro modo: cada Domingo, de todos los días domingos de la historia, están unidos al Domingo de Resurrección en el que resucitó Jesús. Para darnos una idea, podemos formar una imagen: imaginemos que todo el mundo está en tinieblas y que todos los días, uno tras otro, sigue en tinieblas. Repentinamente, en un lugar del mundo, que es Palestina, que es el sepulcro de Jesús, en un día determinado, el Día Domingo de hace XXI siglos, se ve un gran resplandor, que iluminando el sepulcro, ilumina luego Palestina, y desde Palestina, ilumina todo el mundo. A partir de ese Domingo, el mundo tiene día y noche: el día es el Domingo de Resurrección y la noche, el resto de los días. Es por esto que el día más grandioso y maravilloso de todos los días del año, aunque nos parezca mentira, no es Navidad, sino el domingo de la Resurrección del Señor. Y a partir del Domingo, que es la Pascua de Jesús, todos los Domingos, no solo son una conmemoración de este gran día de Pascua, del día del “paso” de la muerte a la vida, sino que todos los domingos están iluminados –como vimos en el ejemplo de recién-, misteriosamente, por la luz del Domingo de Resurrección. Todo día domingo es una participación al Domingo de Pascua, por eso, todo Domingo, es un día de fiesta, pero no de fiesta mundana, sino de fiesta religiosa, católica, porque celebramos el triunfo del Dios de la Luz, Jesucristo –el Santo Padre Juan Pablo II dice que es el día de “Cristo Luz”[2]-, que con su sacrificio en cruz del Viernes Santo, luego de reposar en el Sepulcro por tres días, pasado el Sábado Santo, en la madrugada del Domingo de Pascua, ¡resucitó!, es decir, volvió a la vida, porque insufló, sopló la vida y la gloria de su Ser trinitario divino sobre su Cuerpo muerto, que descansaba en el sepulcro, y este soplo de vida, de luz y de gloria divina, que brotaba de Él mismo –por eso Él dice en el Apocalipsis: “Yo tengo las llaves de la vida y de la muerte; estaba muerto pero ahora vivo para siempre” (…)-, surgiendo desde su Sagrado Corazón, se expandió por todo su Cuerpo Sacratísimo, llenándolo de luz, de vida y de gloria divina, transformándolo, de un Cuerpo muerto, frío y sin vida, en un Cuerpo glorioso, resucitado, lleno de la vida, de la gloria, de la luz divina, y así salió del sepulcro, dejándolo deshabitado y dejando la Sábana Santa como testimonio sagrado de su triunfo victorioso y definitivo sobre la muerte, sobre el pecado y sobre el infierno. Es esto lo que celebramos el día Domingo, el Día del Señor: su triunfo sobre la muerte, sobre el pecado y sobre el infierno; celebramos que Cristo Dios se elevó triunfante del sepulcro, para dejarlo desocupado, pero al mismo tiempo, celebramos que Cristo Dios, si desocupó la fría piedra del sepulcro, porque su Cuerpo muerto ya no está más ahí, ahora en cambio, ocupa la piedra del altar eucarístico, con su Cuerpo resucitado, vivo, glorioso, lleno de la luz, de la gloria y de la vida divina, porque Jesús, el mismo Jesús que resucitó con su Cuerpo glorioso el Domingo el Día de Pascua, el Día de la Resurrección, dejando vacío el sepulcro, es el mismo Jesús que en la Santa Misa, ocupa el altar eucarístico luego de la transubstanciación -es decir, luego de la conversión del pan y del vino en su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad-, con su Cuerpo glorioso, vivo, resucitado, lleno de la vida divina de su Ser trinitario, en la Eucaristía.
Y esto lo hace Jesús, porque quiere venir a inhabitar en nuestros corazones; de ahí la importancia de no faltar a la Santa Misa del Domingo, porque de lo contrario, frustramos los planes del Amor de Dios para con nosotros.
Esto explica la gran importancia del Día Domingo, y el hecho de porqué, si en el Antiguo Testamento, el día de fiesta era el sábado, desde la Resurrección de Jesús, en el Nuevo Testamento, ya no tiene más sentido que sea el sábado, porque la Resurrección de Jesús ocurrió en el día Domingo.
Es tan importante el precepto dominical, que la Iglesia nos enseña que “Están obligados a oír Misa entera los días de precepto todos los bautizados que han cumplido los siete años y tienen uso de razón”, y que “Los que deliberadamente faltan a esta obligación cometen un pecado grave”[3]. La razón por la cual se comete un pecado mortal, al faltar por pereza a la Santa Misa del Domingo, es que la persona que lo hace, desprecia el don de Dios Padre, que es su Hijo Jesús en la Eucaristía y desprecia también el don de Jesús en la Eucaristía, que es el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico. Dios Padre organiza el Banquete de los cielos, la Santa Misa, para todos y cada uno de nosotros, y nos sirve un manjar exquisito, que no se encuentra en ningún lugar de la tierra: Pan Vivo bajado del cielo, cocido en el horno ardiente del Amor de Dios; la Carne del Cordero de Dios, asada en el Fuego del Espíritu Santo, y el Vino de la Alianza Nueva y Eterna, obtenido en la Vendimia de la Pasión, la Sangre del Hijo de Dios, y faltar a este Banquete celestial, por pereza o por asistir a espectáculos mundanos –fútbol, música, cines, etc.-, constituye una gravísima ofensa no solo a Dios Padre, sino a toda la Santísima Trinidad.
Dicho esto, veamos algunas cosas prácticas con respecto al precepto dominical: no se cumple con el precepto asistiendo el sábado, pudiendo ir el Domingo, o viendo la misa por televisión[4] –excepto quien, por su edad o por algún impedimento, no pudiera asistir el Domingo-; tampoco cumple el precepto quien asiste pero se distrae voluntariamente, de modo prolongado y duradero en el tiempo; se puede oír misa el sábado a la tarde, y lo mismo en vísperas de las demás fiestas de precepto, pero si es que no se puede asistir el Domingo, puesto que el precepto, propiamente, es el Domingo. Además de la presencia física, se debe estar con el corazón y la mente, es decir, no se debe estar distraídos intencionalmente. La misa del Domingo no se “reemplaza” con ninguna misa semanal. Quedan excusados de ir a Misa los que tienen algún impedimento[5] : por ejemplo, una enfermedad que no permita salir de casa, un viaje que no te dé tiempo de oírla, el vivir lejos de la iglesia más cercana, una ocupación que no puede abandonarse, por ejemplo: los que cuidan enfermos y no tienen quien los sustituya. Lo mejor es oírla desde que sale el sacerdote hasta que se retira. Al que llega después de haber empezado el Ofertorio, esa Misa no le vale[6].
         Hay que abstenerse de trabajos pesados o lucrativos, que impliquen una ganancia excesiva de dinero, o que impidan dar culto a Dios, a no ser que sean necesarios para el Servicio Público, o no se puedan aplazar por circunstancias imprevistas o por ser urgentes. Sí está permitido, en cambio, trabajar en obras de caridad y apostolado[7]. Es decir, para santificar las fiestas es necesario lo primero: cumplir con el precepto de oír Misa y de no trabajar sin necesidad.
Para saber cuándo tenemos un motivo razonable que nos excuse de ir a Misa lo mejor es consultar con un sacerdote, pero si no tenemos un sacerdote a mano, y tenemos que solucionar la duda, podemos pensar lo siguiente: ¿qué pasaría si, en las mismas circunstancias, tuviéramos la oportunidad de cobrar un millón de dólares? Bueno, la Misa vale infinitamente más que un millón de dólares.
Otra cosa más que hay que tener muy en cuenta en el día Domingo, es que se debe evitar toda diversión que suponga una ofensa de Dios. Al respecto, existe el caso verídico, de la doble posesión de unos hermanos adolescentes, ocurrida en Alemania, en el siglo XVIII. Luego de cinco años de posesión, la familia decidió acudir a sacerdotes católicos, que iniciaron el exorcismo que finalmente terminó con la expulsión de los demonios de los cuerpos de los adolescentes. Pero unos meses antes de la expulsión, sucedió lo siguiente: se corrió el rumor de que uno de los hermanos habría de ser liberado el siguiente domingo por la tarde. La expectativa por la liberación generó tanta ansiedad y curiosidad en los pueblos vecinos, que una multitud enorme se agolpó delante de la casa de la familia de los niños, ya desde el día sábado por la tarde, antes del supuesto día de la liberación. Cuando llegó el domingo, sin embargo, nada sucedió, ya que la liberación de los posesos se produjo, pero no ese domingo. Lo que sí sucedió ese domingo de la supuesta liberación fue que el demonio, soltando una gran carcajada a través del poseso, confesó ser el autor del rumor de la falsa liberación, afirmando también que el motivo de su alegría era el haber obtenido el objetivo de su rumor, y era el haber hecho caer en pecado mortal a toda esa multitud, que por una vana curiosidad, había dejado de cumplir con el precepto dominical, para asistir a una supuesta liberación demoníaca[8]. Viendo lo que sucede en nuestros días, nos podemos preguntar: ¿los espectáculos deportivos del día domingo, principalmente el fútbol, no cumplen acaso la misma función, la de hacer perder el precepto dominical, a cientos de miles de bautizados? ¿No está acaso el demonio más que satisfecho con tantos partidos de fútbol jugados y transmitidos en directo, los días domingo?
Es por esto que no deja de ser verdad que, quien no cumple los Mandamientos de la Ley de Dios, indefectiblemente cumple los mandamientos de Satanás, como también es cierto que muchas “diversiones”, que aparentan ser “sanas”, son, en el fondo, distracciones pecaminosas, porque alejan de Dios. La palabra “Domingo” significa “Día del Señor”, pero muchos, con sus pecados, lo convierten en día de Satanás[9], por todo esto que hemos dicho.
¿Qué se puede hacer el Domingo, luego de la Santa Misa? Se puede pasar el tiempo con la familia, o con distracciones sanas y honestas, saliendo de excursión, practicando deportes, leyendo libros de formación católica, etc.; pero en ningún caso, profanando el Domingo con diversiones pecaminosas[10]. De ninguna manera está asociada la sana diversión con la ofensa a Dios; todo lo contrario: solo la sana diversión es grata a Dios, la diversión pecaminosa, por definición, ofende la majestad divina. Otra cosa que se puede hacer el Domingo, para honrar el Día del Señor, es realizar las obras de misericordia, como las visitas a enfermos, a necesitados, y las obras de apostolado parroquiales[11], además de leer un buen libro[12].
Todo esto implica el Tercer Mandamiento: “Santificarás las fiestas”, pero lo más grandioso de todo el Domingo, lo que da toda la alegría del Domingo –y dura para toda la semana- es el participar de su Pasión y Muerte por el misterio de la liturgia eucarística, y el unirse a Él y recibir de Él todo el Amor de su Sagrado Corazón Eucarístico, en la Sagrada Comunión. El verdadero sentido del Tercer Mandamiento se lo aprende en el encuentro personal con Jesús resucitado en la Eucaristía.





[1] Y los días de precepto son: todos los domingos del año; Santa María Madre de Dios (1 de enero); Reyes (6 de enero); San José (19 de marzo); Asunción de María Santísima (15 de agosto); Todos los Santos (1 de noviembre); Inmaculada Concepción (8 de diciembre); Navidad (25 de diciembre).
[2] Cfr. Dies Domini, Capítulo II.
[3] Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica nº 2181.
[4] Dies Domini, n. 99.
[5] Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2185.
[6] Jesús Martínez García, Hablemos de la Fe, IV, 6. Ed. Rialp, Madrid 1992.
[7] http://www.es.catholic.net/escritoresactuales/251/466/articulo.php?id=7106
[8] Cfr. Malachi Martin, El Rehén del Diablo. Casos de posesión y exorcismo de personas aún vivas, Editorial Diana, México 1976.
[9] http://www.es.catholic.net/escritoresactuales/251/466/articulo.php?id=7106
[10] Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2194.
[11] Nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2186.
[12] Concilio Vaticano II: Inter mirifica: Decreto sobre los medios de comunicación social, n. 14.

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Los Diez Mandamientos para Jóvenes - Segundo Mandamiento - "No tomarás el Nombre de Dios en vano"


         El Segundo Mandamiento de la Ley de Dios dice: “No tomarás el Nombre de Dios en vano”. Para saber de qué se trata, veamos qué es lo que sucede cuando alguien pronuncia el nombre de una persona: si es un niño que está aprendiendo a hablar, al pronunciar el nombre de “mamá” o “papá”, cuando el niño pronuncia sus nombres por primera vez, les provoca una gran alegría; cuando nosotros mismos damos a alguien nuestro nombre, en cierta medida, le estamos entregando nuestra amistad y le estamos dando la participación en nuestra persona y eso porque detrás del nombre, está la persona; también es cierto que llamar a las cosas por su nombre, y por lo tanto, a las personas, es, en cierta medida, tomar posesión de ellas. De igual manera, cuando alguien siente hablar mal del nombre de una persona a la que ama, se enoja e indigna, porque el nombre evoca a la persona, aun cuando esa persona no esté presente. Es decir, el nombre de una persona, en el mundo humano, tanto para el bien, como para el mal, evoca a la persona, la trae, en cierta manera, a nuestra realidad, la hace presente, tanto para honrarla, como para denigrarla o tratarla mal.
Bueno, esto que sucede en nuestro mundo humano, con el nombre –el nombre evoca, “trae” a la persona, tanto para el bien como para el mal-, así sucede con Dios: Dios ha querido que lo tratemos de “tú a tú”, de “vos a vos”; ha querido que seamos capaces de conocerlo y de llamarlo por su nombre: Dios. Dios, que es Uno y Trino: Uno en naturaleza y Trino en Personas: Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
Al pronunciar el nombre de Dios, deberíamos –deberíamos, no quiere decir que necesariamente lo sintamos- sentir una gran alegría, por ser Dios quien ES: un Ser de infinita Bondad y Amor, que solo quiere para nosotros la más grande y completa felicidad. Así, por ejemplo, Santa Teresita de Lisieux decía que no podía pasar de la palabra “Padre”, cuando meditaba el Padre Nuestro, porque quedaba embargada por la alegría.
Dios nos revela su nombre, porque eso es una muestra de amor, es un don que hace a sus elegidos, a quienes ama y es por eso que, a su vez, quiere que su nombre sea guardado en lo más profundo del corazón del hombre, en la intimidad de su corazón; quiere que sea guardado con amor y con respeto, del mismo modo a como se guarda un tesoro en un cofre; del mismo modo a como se guarda un objeto de mucho valor y muy delicado, en un lugar seguro, para que no sufra daño. Si Dios nos confía su nombre, como algo muy delicado, es porque nos ama, y es para que lo guardemos como un tesoro; no es para que lo estropeemos ni para que lo arruinemos, utilizándolo de cualquier manera. El nombre de Dios es santo y no se lo puede usar mal; se lo debe guardar en la memoria, en silenciosa adoración (cfr. Za 2, 17); solo se lo evocará para bendecirlo, alabarlo y adorarlo (cfr. Sal 29, 2; 96, 2; 113, 1-2), porque si el nombre evoca, en cierta manera, a Dios, entonces es como si lo hiciera presente, y si Dios se hiciera presente, solo cabe bendecirlo, alabarlo y adorarlo.
Por lo tanto, traicionamos al Amor de Dios, que nos ha confiado su nombre, cuando usamos el nombre de Dios, de Jesucristo, de la Virgen, de los santos, de un modo injusto, o cuando comprometemos la fidelidad, la veracidad, la autoridad divinas. También se traiciona al Amor de Dios con la blasfemia, que consiste en el proferir contra Dios –interior o exteriormente- palabras de odio, de reproche o de desafío. Otro modo de traicionar al Amor de Dios, es usar su nombre junto con palabras mal sonantes, aun cuando no se tenga intención de blasfemar; un pecado grave es usar el nombre de Dios en actos de magia; también es una falta grave contra la santidad de su nombre el usar el nombre de Dios en juramentos falsos; solo se puede jurar por el nombre de Dios cuando se trata de una causa grave y justa (por ejemplo, ante un tribunal de justicia); de otro modo, se trata de un perjurio, una grave falta cometida por quien hace una promesa que no tiene intención de cumplir o que después de haber prometido bajo juramento, no la mantiene.
El mandamiento, entonces, dice: “No tomarás el nombre de Dios en vano”, pero en su parte positiva, dice: “Honra el nombre de Dios, tu Padre”. ¿De qué manera podemos honrar el nombre de Dios?
De varias maneras:
Podemos honrar el nombre de Dios con la palabra y con la vida.
Podemos honrar el nombre de Dios con la oración: la oración es al alma lo que la respiración al cuerpo, lo que el alimento a la vida del cuerpo: al rezar, nos ponemos en contacto con Dios y recibimos de Dios todo lo que Dios es: Amor, Paz, Alegría, Sabiduría, Fortaleza, Ciencia, Justicia. ¿Hay alguien que desee ser infinitamente sabio, fuerte, bondadoso, justo, alegre, y tan lleno de virtudes, que todos queden admirados? ¡Entonces, que se ponga a rezar a Jesucristo en la cruz! Porque cuanto más rece a Cristo crucificado, que es Dios, tanto más recibirá de Él todo lo que Él es, y así quedará colmado de virtudes, y de esa manera, honrará máximamente el nombre santo de Dios. Ésta es una manera de honrar el nombre de Dios, que agrada mucho a Dios.
La otra manera de honrar a Dios, es con la palabra: todos los santos de la Iglesia Católica, murieron con el santo nombre de Jesucristo en los labios; por ejemplo, los mártires católicos mexicanos durante la guerra cristera de 1926 a 1929 morían gritando “¡Viva Cristo Rey!”; también los mártires de la guerra civil española, de 1936 a 1939, y los jóvenes mártires de Uganda, que murieron por no cometer actos de impureza, en respeto a la ley santa de Dios, como así también los jóvenes Macabeos. San Pablo escribe a los cristianos de Colosas: “Todo cuanto hacéis, sea de palabra o de obra, hacedlo todo en nombre de nuestro Señor Jesucristo” (3, 17). Y cuando San Pablo dice “todo”, es “todo”: la sana diversión, el trabajo, el estudio, el descanso, la vida toda, en nombre de Cristo: “En tu nombre, Cristo, me divierto”; “En tu nombre, Jesús, descanso”; “En tu nombre, Jesús, trabajo”, y así, todos los días, hasta que llegue el día en que debamos encontrarnos con Jesús, cara a cara.

Por último, se debe honrar el nombre santo de Dios y de Jesucristo, con una vida digna, porque lo que convence, más que las palabras, es el ejemplo de vida. Como dice la Escritura: “Muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras, te mostraré mi fe” (Sant 2, 18-26). Si amo y honro a Dios en mi corazón, y ese Dios, que se llama Jesucristo, me dice que debo amar a mis hermanos “como Él nos ha amado” (Jn 13, 34), es decir, hasta la muerte de cruz, y si me dice que debo “perdonar setenta veces siete” (Mt 18, 21-22), y si me dice que debo “ser misericordioso” (Lc 6, 36) para con los más necesitados y si me dice que debo “amar a mis enemigos” (Mt 5, 44), entonces debo efectiva y realmente, amar a mis hermanos hasta la muerte de cruz; debo perdonar setenta veces siete; debo ser misericordioso para con los más necesitados; debo amar a mis enemigos; porque sólo de esa manera, con obras concretas, honraré su Nombre Santo, su Nombre Tres veces Santo, el Nombre de Jesucristo, el Hombre-Dios, “el Único Nombre que nos ha sido dado para nuestra salvación” (cfr. Hch 4, 12).