miércoles, 13 de septiembre de 2017

El hombre, creado para Dios, cae del Paraíso por su rebelión contra su Creador (Parte 2)


         El cuerpo humano, en su anatomía y fisiología, y cualquiera sea el órgano o sistema que se considere, es un prodigio de sabiduría, por la precisión científica con la que ha sido creado, y de amor, por la hermosura con la que Dios lo ha creado[1].
         Con todo, el cuerpo no es lo más valioso que tenemos, ya los seres humanos estamos compuestos por una parte material –el cuerpo- y una parte espiritual –el alma-, que es quien le da vida y le permite que sus partes estén cohesionadas y vivas. De hecho, cuando se produce la muerte, que es la separación del cuerpo y del alma, el cuerpo, sin el principio vital que es el alma, empieza a descomponerse, empieza el proceso de putrefacción, porque era el alma la que tenía con vida y con todas sus partes y componentes unidos.
         Entonces, al igual que los animales, los hombres tenemos un cuerpo material, pero no somos animales, sino que somos superiores a ellos, porque tenemos un alma espiritual, y esto nos hace semejantes a los ángeles, aunque somos inferiores a ellos por tener cuerpo. En el hombre están unidos y convergen el tiempo y la eternidad –el alma es inmortal y hecha para la eternidad-, la materia y el espíritu, y solo los dos componentes unidos, hacen una sola substancia completa, el ser humano[2].
         Lo admirable en el hombre es que el cuerpo ha sido hecho para el alma y el alma para el cuerpo, y se unen de modo tan íntimo y profundo, que uno no puede permanecer sin el otro, al menos en esta vida. No es una unión accidental, como cuando se sueldan dos trozos de metal; pero sí es unión como cuando esos trozos de metal se funden, porque ahí ya no son los dos trozos separados, sino una nueva substancia. De igual modo sucede con el cuerpo y el alma, para formar esa substancia que llamamos “hombre”[3].
         Es importante saber esto, para comprender el modo en que alma y cuerpo están unidos: si me corto un dedo, no sufre sólo mi cuerpo, sino también mi alma. Y si estoy apenado, o iracundo, eso se manifiesta en mi cuerpo, por ejemplo, con el cambio en el ritmo cardíaco o en el enrojecimiento facial. Todo esto nos sirve para darnos cuenta de cuánto amor nos tiene Dios, al crear algo tan perfecto y maravilloso como es el ser humano, compuesto de cuerpo y alma y es un incentivo y aliciente no solo para agradecer por tanto amor, sino también para cuidar, del mejor modo posible, nuestra alma y nuestro cuerpo, para así glorificar a Dios.



[1] Cfr. Leo J.  Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 57ss.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.