viernes, 27 de octubre de 2017

Cómo creó Dios al hombre


         En la Sagrada Escritura se narra cómo fue creado el hombre: todos los seres humanos descendemos de Adán, el primer varón, y Eva, la primera mujer. No hay otra verdad posible acerca del origen del hombre, que esta, atestiguada por la Escritura y confirmada por el Magisterio de la Iglesia[1].
         En cuanto al origen del hombre, existe lo que se denomina la teoría de la evolución, que afirma que el hombre proviene del mono, pero es completamente falsa, pues no hay ninguna prueba que lo atestigüe. El hombre proviene por modo de creación, de Dios, quien lo creó a su imagen y semejanza. No hay problemas en decir que puede haber habido una evolución en el mundo material, pero eso no descarta que Dios es el Creador de todo lo que existe, visible e invisible. Con respecto a la evolución de la materia orgánica, la que tiene vida, no hay ni una sola prueba que indique tal evolución. Por ejemplo, no hay ninguna creatura intermedia entre el mono y el hombre, o entre el perro y el lobo, y así con todas las creaturas vivas.
         Podría haber sido verdad, pero eso no altera nuestra fe, nuestra creencia de que es Dios quien creó al hombre. Lo importante es que, en un momento determinado, cuando pasó de mono al hombre, en ese momento, Dios le infundió el alma espiritual, para el macho y la hembra de la especie, y en ese momento, se obtuvo el primer hombre y la primera mujer. Sería igualmente cierto que Dios creó al hombre del barro de la tierra y le insufló el alma viviente, que dio vida humana a su cuerpo humano[2].
         Lo que debemos creer, porque así nos lo revela el Génesis y nos lo enseñan la Tradición y el Magisterio, es que el género humano desciende de una pareja original y que las almas de Adán y Eva fueron creadas directamente e inmediatamente por Dios. El alma es espíritu; no puede, de ninguna manera, “evolucionar”, “ser educida”, o “proceder” de la materia, como tampoco puede heredarse de nuestros padres. Los padres son cooperadores, con Dios, en la formación del cuerpo humano, pero el alma espiritual ha de ser creada inmediatamente por Dios e infundida en el embrión en el seno materno.
         El “eslabón perdido”, está tan perdido, que no ha sido todavía encontrado, y con toda seguridad, jamás será encontrado, porque no existe. De todas maneras, sea cual sea la forma que Dios eligió para hacer nuestro cuerpo –con o sin evolución de por medio-, es el alma lo que importa más, porque por ella, el hombre se eleva más allá de las pasiones terrenas y carnales y eleva la vista a la Belleza Increada, la Verdad Absoluta el Amor Eterno, al cual llamamos “Dios”[3].



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 62-63.
[2] Cfr. ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

sábado, 21 de octubre de 2017

La Caridad, obras de amor al prójimo hechas por el Amor de Dios


         ¿Qué es la Caridad? Es el amor a Dios y al prójimo, pero no es el amor humano, sino el amor mismo de Dios. Es decir, la caridad es el amor de Dios en el alma, con el cual amamos a Dios y los hombres. La caridad entonces es algo mucho más grande que el simple amor humano, que cuando es meramente humano, se llama “filantropía”[1]. La filantropía es el amor al prójimo, pero con un amor que nace del corazón del hombre, no de Dios. Por lo tanto, no es un amor que alcance para la salvación eterna. La caridad, por el contrario, es un amor que se origina en Dios y que hace que el amor humano participe de este amor divino, al punto de ser un amor divino. Este amor, al originarse en Dios, sí es salvífico: se ama a Dios y al prójimo con el amor de Dios, no con el amor humano y por eso es salvífico. Por la caridad, se ama al prójimo en Dios, por Dios y para Dios; no es un amor sin Dios. Por originarse en Dios[2], es un amor que sí puede salvar. Este Amor de Dios, que es la caridad, se origina en el mismo Dios, cuyo corazón es el Corazón de Jesús. Un ejemplo de caridad, es decir, de amor al prójimo por amor a Dios, está en la parábola del buen samaritano, en donde este ama a su prójimo con el amor de Dios y no con palabras, sino con hechos: su prójimo está malherido, se acerca, venda sus heridas, lo carga sobre sí, lo lleva a la posada, paga sus gastos. La caridad se caracteriza, además de originarse en Dios y de ser un amor que es salvífico, porque es un amor que se hace concreto en obras. La Iglesia obra la caridad para con el prójimo, con obras concretas, pero no es el fin de la Iglesia terminar con la pobreza o con el hambre en el mundo, porque eso es tarea de los organismos humanos. La Iglesia hace obras de caridad porque así lo mandó el Señor: “Ámense los unos a los otros, como Yo los he amado” y porque si no se hacen obras de misericordia, no se puede entrar en el Reino de los cielos: “El que tuvo misericordia, recibirá misericordia”. El católico que hace apostolado en Caritas, debe alimentarse de la Eucaristía, porque es la Fuente inagotable del Amor Increado; Jesús es el Buen Samaritano que cura nuestras heridas con el aceite de su gracia, nos carga sobre sus hombros, como el Buen Pastor con su oveja malherida, nos lleva a la Iglesia y allí nos alimenta con su Cuerpo y su Sangre. Por último, si bien es cierto que “la caridad cristiana no se agota en la ascética, en la mística o en las devociones, sino que se realiza en la “caritas”, que es la forma suprema de la actividad del cristiano”, también es cierto que no hay verdadera caridad sino hay oración y si el fiel no se alimenta con el Fuego del Divino Amor que arde en el Corazón Eucarístico de Jesús.



[1] Cfr. X. León-Dufour, Vocabulario de Teología Bíblica, Biblioteca Herder, Barcelona 1993, voz “amor”.
[2] Cfr. Tomás de Kempis, Imitación de Cristo, III, 5.

jueves, 19 de octubre de 2017

Dios creó al hombre a su imagen y semejanza


         Dios, que Es y existe desde toda la eternidad, no tiene necesidad del hombre, ni de los ángeles, ni de nada, para ser lo que Es: Dios eterno de majestad infinita. Sin embargo, a pesar de no tener necesidad de los hombres y de los ángeles, los creó a ambos, con un solo fin: que ambos fueran felices eternamente, contemplándolo a Él en su hermosura divina. Es por eso que ni el hombre, ni el ángel, pueden ser felices con nada que no sea Dios mismo, y es la razón por la cual el hombre es sumamente infeliz si se aleja de Dios, para buscar su alegría y felicidad en cosas creadas, que no son Dios y por lo tanto no pueden apagar en su alma el deseo de Dios que lleva desde su creación.
         De entre todas las creaturas, el hombre es la creatura predilecta de Dios y a tal punto, que lo creó a su imagen y semejanza. ¿En qué consiste esta creación del hombre? Consiste en la unión del cuerpo, material, y del alma, espiritual; una unión tan profunda que se llama substancial, lo cual quiere decir que ni el cuerpo solo es persona, ni el alma sola es persona. Solo la unión del cuerpo y del alma puede ser llamada “persona” y es la persona humana, así creada, la que fue creada a imagen y semejanza divina. El hombre tiene entonces dos componentes, el cuerpo y el alma; el cuerpo, al ser material, no es la imagen en el hombre, aun cuando el cuerpo, al ser considerado en su estructura anatómica, en su fisiología, en la interacción de los órganos entre sí, sea una muestra de la Sabiduría y del Amor de Dios; aun así, no radica en el cuerpo la imagen de Dios, puesto que, desde el inicio, Dios es Espíritu Puro, mientras que el cuerpo es material pura.
         Es en el alma en donde radica la imagen de Dios en el hombre, y veremos de qué manera. El alma, al ser espiritual, posee inteligencia y voluntad, esto es, capacidad de pensar y de amar, y considerada en sí misma, es invisible, inmaterial e indivisible (no se pueden separar sus partes, porque no tiene partes, como sí las tiene el cuerpo)[1]. El alma es inmaterial, es decir, no tiene átomos ni moléculas, propio de la materia. Tampoco se puede medir, porque el espíritu no tiene longitud (no hay un alma “más alta” que otra, como en el caso de los cuerpos); tampoco tiene anchura, profundidad o peso. Por esta razón, el alma está toda entera en todas y cada una de las partes del cuerpo al mismo tiempo; no está una parte en la cabeza, otra en la mano y otra en el pie. Esto quiere decir que si al cuerpo se le corta un brazo o una pierna, por un accidente o por una cirugía, no se pierde una parte del alma; simplemente, nuestra alma ya no está en lo que no es más parte del cuerpo vivo. El alma es la que da vida al cuerpo y cuando el cuerpo, como consecuencia de la edad y del desgaste propio del paso de los años, no puede continuar su función, el alma se desprende del cuerpo y el cuerpo queda muerto, sin vida, y es lo que llamamos “muerte”[2]. El cuerpo muere y comienza a descomponerse en sus partes, porque ya no está el alma, que le daba vida y lo mantenía unido en sus partes; el alma, a su vez, continúa viviendo, porque el alma es inmortal, no muere con la muerte terrena, ni tampoco es aniquilada por Dios. Simplemente, luego de morir el cuerpo, el alma continúa viva. No puede destruirse nada en ella porque no tiene partes y porque es inmaterial  -es lo que se llama una “substancia simple”-; al no tener partes, no hay nada en ella que pueda descomponerse o disgregarse, como sí sucede con el cuerpo.
         Es en el alma en donde radica, propiamente, el ser imagen y semejanza de Dios. Una imagen y semejanza imperfectas, porque nuestra naturaleza humana es muy limitada, pero imagen y semejanza al fin. La imagen de Dios en el alma, radica en que es espiritual, como Dios, que es Espíritu Puro, pero también radica en la inteligencia, es decir, en la capacidad de conocer la esencia de las cosas, además de comprender y conocer verdades, el poder razonar y deducir, el hacer juicios sobre el bien y el mal; esta capacidad del alma, de entender, es imagen de Dios, que todo lo sabe y todo lo conoce. La otra imagen y semejanza está en nuestra voluntad, por la que deliberadamente decidimos hacer una cosa o no, es decir, es la potencia del alma por la cual somos libres, lo cual es semejanza de Dios, que es infinitamente libre.
         La vida íntima de Dios consiste en conocerse a sí mismo (Dios Hijo) y amarse a Sí mismo (Dios Espíritu Santo), por lo que tanto más nos acercamos a la divina Imagen, cuanto más utilizamos nuestra inteligencia para conocer a Dios –por la razón, por la fe y, en la eternidad, por la luz de la gloria-; y cuanto más utilizamos nuestra libre voluntad para amar libremente al Dador de nuestra libertad, Dios.



[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 58-59.
[2] Cfr. Trese, ibidem.