domingo, 24 de octubre de 2010

Los jóvenes y el Cristo Sangrante del Oratorio


La adoración eucarística es una experiencia de oración que no se puede comparar a ninguna otra: hacer adoración eucarística es un anticipo del cielo, porque es contemplar, por la fe, desde aquí, en la tierra, al Dios de los cielos, a quien contemplaremos, adoraremos y amaremos por la eternidad. La adoración es un anticipo del cielo, es un vivir en anticipación la felicidad de la bienaventuranza; la adoración es experimentar, en nuestro tiempo y en nuestros días, la eterna unión en el amor y en la vida divina con las Tres Divinas Personas.

Esto, y mucho más, es lo que se vive en el Templo de Adoración Eucarística Perpetua “Sagrado Corazón Eucarístico de Jesús”.

Sin embargo, este año, por misericordia de Dios, quienes adoramos al Señor Jesucristo en la Eucaristía, fuimos testigos de un prodigio asombroso. Este año, Nuestro Señor quiso conmover nuestros corazones y encender nuestra fe en su amor -y la fe y el amor de muchos- con un hecho que no podemos calificar de otra manera que como venido del cielo.

Este año, más precisamente, en el día de la Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, a las 12.30 hs., sucedió un hecho extraordinario: sangró la Cabeza de Nuestro Señor Jesucristo, en la imagen de la Última Cena que se encuentra bajo la Custodia del Santísimo.

Particularmente, y de modo personal, me considero un testigo privilegiado –un privilegio totalmente inmerecido, gratuito-, porque fui, al menos de entre los sacerdotes, el primero en acudir al oratorio a constatar el hecho.

Ese día, el 11 de junio –quedará en mi memoria como uno de los días más memorables de mi vida, junto al día de la ordenación y al día de mi Primera Misa-, Solemnidad del Sagrado Corazón, a eso de las 14.30 hs., una de las Capitanas del Oratorio acudió a la Capilla San Antonio de Padua, en busca de los sacerdotes, para dar cuenta del suceso, del cual ya se habían percatado los adoradores del turno correspondiente.

Nos dijo que habían notado que, en la imagen de Nuestro Señor, había una “mancha roja”, y venían a buscarnos para que, como sacerdotes, diéramos nuestro parecer.

El Párroco, el P. Jorge Gandur, me dijo que fuera hasta el Oratorio para que viera de qué se trataba, lo cual hice inmediatamente. Al llegar al Oratorio, me arrodillé ante la imagen de Nuestro Señor, y pude constatar que la “mancha roja” de la cual nos hablaban los adoradores, era en realidad sangre fresca. No podía creer lo que estaba viendo y experimentando: en toda mi vida sacerdotal, siempre me habían atraído de modo particular los milagros eucarísticos, y cada vez que podía, predicaba acerca de ellos, y ahora, me parecía estar delante de un gran prodigio. Con profunda reverencia y respeto, junto a los otros adoradores, que también se encontraban profundamente conmovidos –algunos incluso lloraban-, veneramos el prodigio y, luego de hacer un rato de oración, nos abocamos, por indicación del P. Gandur, a la tarea de determinar si lo que pensábamos que era sangre, era realmente sangre, y si era sangre, si era humana.

Además, otro paso más que debíamos dar en la investigación del fenómeno, era entrevistar a los testigos oculares, tarea a la cual nos dedicamos desde el primer día del suceso.

Hacia el caer de la tarde, pudimos contactar a la Policía Científica, por medio del P. Horacio Gómez, Capellán de la Policía de Tucumán, y es así como se apersonó en el lugar una unidad, con un médico y un técnico, quienes tomaron muestras de la mancha, a la altura de la frente de Nuestro Señor. Además, sacaron numerosas fotos. Los análisis hechos por la Policía dieron, de modo inmediato, resultado positivo para sangre humana. Una primera parte de la investigación estaba concluida: la “mancha roja” observada por los adoradores, era sangre, y sangre humana. Ahora, debíamos avanzar en otra etapa de la investigación: debíamos entrevistar a los testigos oculares, para descartar cualquier factor humano. Eso fue lo que hicimos en los días posteriores, entrevistando, el P. Gandur y yo, a todos los que presenciaron y/o se percataron del sangrado en sus primeros momentos.

Como resultado de los análisis de la Policía Científica, y con el testimonio de los testigos presenciales de primera hora, llegamos a una conclusión: era posible descartar, con certeza, la intervención humana. Y descartada la intervención humana, sólo cabía una intervención divina, que es lo que creímos desde un primer momento.

Ahora bien, cabe preguntarnos: ¿cuál sería el motivo por el cual nuestro Dios haría un prodigio semejante, el día del Sagrado Corazón, en el oratorio del Sagrado Corazón Eucarístico, en una imagen de la Última Cena, que conmemora el don de su Amor, la entrega de su Corazón en la Eucaristía?

La respuesta la podemos obtener a partir del fenómeno mismo, observando –más bien, contemplando, con los ojos del alma iluminados por la luz de la fe- la sangre y el recorrido de la sangre, desde la Cabeza de Nuestro Señor, hasta sus Manos. La sangre comienza en el cuero cabelludo, en su mitad izquierda, un poco más arriba de la región frontal de la cabeza de Jesús. Desde ahí, se desliza por todo su rostro, recorriendo la frente, el ojo, la mejilla, la nariz, se agolpa en una de las fosas nasales y en los labios, sigue luego por el mentón, y termina por caer, de a gotas, en su mano izquierda, la cual está apoyada en su Corazón. El recorrido de la sangre lleva a que esta caiga, por inercia, en el cáliz que se encuentra inmediatamente debajo de su mano.

¿Qué significa esto? Nos recuerda, inmediatamente, a su Pasión, y sobre todo, a su Coronación de espinas, ya que el recorrido de la sangre comienza en un lugar que corresponde perfectamente a la herida provocada por una de las espinas de su Corona de espinas. Notemos que la sangre comienza en la Cabeza, y recorre todos los sentidos, y esto nos hace ver que la sangre de Nuestro Señor recorre su Humanidad Santísima para que no solo seamos purificados de todo pensamiento y de toda sensación mala, sino para que nuestros pensamientos y nuestros sentimientos y sensaciones, sean santos y puros como los de Jesús. La sangre que comienza y recorre la cabeza de Jesús, producto de la herida causada por una de las espinas de su corona, es para que nuestros pensamientos –la cabeza es la sede de los pensamientos- sean santos puros; la sangre que se desliza por su ojo, es para que veamos a Cristo en la Eucaristía y en el prójimo; la sangre de la nariz y la que recorre la piel, representan a los sentidos en general, para que los sentidos sólo sientan y experimenten lo que Nuestro Señor siente y experimenta en su Pasión; la sangre en los labios de Jesús, es para que nuestra boca se abra sólo para alabar y adorar y dar gracias al Hombre- Dios Jesucristo, por su Pasión de Amor; la sangre que cae en su mano, es para que nuestras manos se eleven hacia el cielo, en alabanzas a la Dios Trino, y se extiendan, abiertas, en ayuda y auxilio de nuestro prójimo más necesitado; la sangre que cae en el cáliz, es para que la bebamos toda, hasta la última gota, porque es la Sangre de la Alianza Nueva y Eterna, la Sangre del Cordero, que se derrama por nuestra salvación, para el perdón de nuestros pecados, y para comunicarnos la filiación divina y el Amor de Dios, el Espíritu Santo.

La Adoración Eucarística es, como decíamos al principio, un adelante del cielo, porque es contemplar, por la fe, al Dios de inmensa majestad, Jesús Sacramentado, y es experimentar su amor, el mismo Amor que se nos comunicará sin medida en la eternidad. El prodigio del Cristo Sangrante del Oratorio es un motivo más para adorar a Jesús Sacramentado, porque nos hace recordar su Pasión, y su Pasión no tuvo otro motivo ni otra causa que su infinito y eterno Amor Misericordioso.

lunes, 18 de octubre de 2010

Los santos aprecian la gracia


“Vanidad de vanidades, todo es vanidad” (Ecl 1, 2). El Eclesiastés sostiene que todo en esta vida –honor, bienes, propiedades, salud, fama-, todo, absolutamente todo, es “vanidad de vanidades”. ¿Por qué? ¿Acaso entre los hombres no se piensa de una manera distinta? ¿Acaso no se estiman por grandes cosas el ser alabado, el tener fama, riquezas, honores, propiedades? ¿Hay alguien que estime por vanidad lo que el mundo tiene por grandeza? ¿Y que, al mismo tiempo, estime por grandeza lo que el mundo desprecia?

Es verdad que el mundo estima por grandes cosas todo esto, pero no es así a los ojos de Dios, porque la más mínima gracia divina es infinitamente mayor a cualquier bien material y terreno, y hay hombres que han apreciado el verdadero valor de la gracia, y si hay hombres que aprecian el verdadero valor de la gracia, sin duda alguna, esos hombres son los santos del Nuevo Testamento[1]. Si nosotros queremos, de alguna manera, darnos cuenta del valor de la gracia, entonces tenemos que seguir a los santos.

Ya sea para defender y para preservar la gracia, los santos no han tenido en cuenta ni el honor, ni los bienes materiales, ni las propiedades, ni siquiera sus vidas.

Aún más, ellos creían, luego de haber sacrificado todas estas cosas por la gracia, y luego de haber pagado tan grande precio, que habían hecho un gran negocio, al perder todos los bienes naturales y terrenos, porque la gracia les había sido dada de forma gratuita.

Los Santos tuvieron presentes en sus vidas las palabras de Jesús, que nos dice que hay que arrancar el ojo, cortar la mano o el pie, e incluso hasta dar la vida, con tal de no perder la gracia y el Cielo.

Siguiendo estas palabras de nuestro Salvador, el mártir Quirino permitió que cortaran sus manos y sus pies; San Serapión permitió que su cuerpo fuera cortado en pedacitos; San Nicéforo permitió ser quemado en una parrilla, y luego que su cuerpo fuera cortado en trozos. Pero no sólo estos cuantos mártires prefirieron que les mutilaran el cuerpo o les quitaran la vida antes que perder la gracia: cientos de miles de mártires también lo hicieron, a lo largo de la historia de la humanidad, e incluso soportando torturas aún mayores.

Todo lo que el infierno, junto a los hombres malvados, eran capaces de hacer, era nada en comparación a la decisión de los mártires de dar la vida antes que perder la gracia.

Otros santos no esperaron a que fueran los enemigos quien les infligiera crueldades: para escapar del peligro de perder la gracia, ellos libremente se volvieron sus propios tiranos, y se consideraron afortunados de ser capaces de “comprar” la perseverancia en la gracia a través de los más grandes sufrimientos, mortificaciones y sacrificios. Por ejemplo, San Juan Bonus colocaba cuñas de madera bajos sus uñas, para rechazar la tentación contra la santa pureza. El beato Martiniano hizo una pequeña hoguera con arbustos y hojas secas, y se dejó quemar por el fuego, meditando luego cuán insignificante era este dolor, en comparación con el fuego eterno del Infierno, del cual se haría merecedor si perdía la gracia. San Francisco se arrojó rodando sobre la nieve helada, para mortificarse y ser más fuerte contra las tentaciones de la carne.

Todos estos tormentos les parecían nada a los santos, con tal de perseverar en la gracia.

Los Santos no eran piedras, como lo dice Job: “…” (6, 12), de modo de ser insensibles al dolor o al placer, pero la percepción de la dulzura celestial de la gracia y el deseo de conservarla, era mucho más grande que todos los dolores, y fue lo que les dio ese grandioso valor y coraje, al que nosotros contemplamos con muda admiración.

Ellos preferían sacrificar la frágil vasija de barro de sus cuerpos, antes que perder el precioso tesoro de la gracia de sus almas.

Otros, a quienes se les ofrecían todos los honores y riquezas del mundo, prefirieron dejar todo y pasar sus vidas en sufrimiento y pobreza, antes que exponer sus vidas a los numerosos peligros con los cuales el mundo amenaza para quitar la gracia.

Miles de millones lo hicieron, y muchos lo continúan haciendo hoy en día.

El mundo se ríe y se burla de quienes obran de esta manera, pero quienes conocen el valor de la gracia, no dudan ni un instante en despreciarlo todo con tal de no perder la gracia. Reconocen, con una fe viva, el valor infinito de la gracia, y la nada miserable que es el mundo con toda su vanidad de vanidades: han puesto ambas cosas en la balanza, y se han dado cuenta que el mundo no cuenta nada.

Los Santos buscaron y encontraron en la gracia de Dios la paz celestial ansiada por sus corazones, y la aprecian tanto, que no permitieron ni permiten que ningún otro bien, ni ningún placer, les robe esta posesión o entorpezca su gozo.

¡Cuán avergonzados deberíamos estar nosotros, viendo estos grandiosos ejemplos, al comprobar cuán poco hacemos para mantenernos en gracia!

Evitamos el más mínimo sacrificio, que podría ayudarnos a alejar el peligro del pecado, o ayudarnos a permanecer fieles a los mandamientos de nuestro Padre celestial.

Todo pequeño sufrimiento, destinado a conservar la gracia, nos parece insoportable y demasiado grande.

De esta manera, no solo nos volvemos más débiles, sino que avivamos las llamas de los malos deseos.

Pero esto no debería ser así. Hagamos el propósito de sacrificar la salud y el cuerpo, el honor y la vida, y de dejar todas las cosas sin excepción, antes que exponernos al peligro de perder la gracia.

Todavía más, deberíamos avergonzarnos de cuán poco hacemos, en comparación con lo que han hecho y sufrido los Santos, no solo para retener la gracia, sino para aumentar la gracia en sí mismos y hacer además a otros partícipes de la misma.

Santa Brígida le suplicaba a Dios que no le importaba perder su belleza extraordinaria y aún ser desfigurada, si con eso ella conservaba más fácilmente su virginidad y podía servir así más libremente a Dios, y por eso le pidió a Dios, como gracia singular, ser deformada en el rostro.

San Mandet, hijo del rey de Irlanda, pidió y obtuvo de Dios, como un favor, una desagradable enfermedad, que deformó su cuerpo, al tiempo que le hacía despedir un olor pestilente de forma permanente, de modo que así no estaba obligado a casarse, y podía, de esa manera, conservar la gracia con mucha más pureza.

San Sabas, siendo joven, mientras trabajaba en un jardín, consintió en la tentación de tomar una manzana del árbol, con lo cual rompía el ayuno, y tendió la mano a un árbol, y en ese momento se dio cuenta de que había perdido la ocasión de incrementar la gracia, e inmediatamente la arrojó indignado al suelo y la pisoteó, y como castigo, se negó a sí mismo, por el resto de su vida, el placer de comer manzanas.

Cuando escucha estos testimonios, el mundo les llama desequilibrados, y los trata como a quienes han perdido la cabeza. Pero los Santos prefirieron esta locura, que es la locura de Cristo –“Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres” (cfr. 1 Cor 25).

¿Cómo podemos nosotros condenar a los Santos, sólo porque su rigor condena nuestra tibieza? Deberíamos, por el contrario, tomar conciencia que, a causa de nuestra debilidad, nuestros esfuerzos por conservar la gracia deberían ser aún mayores.

Debemos apreciar las humillaciones, la auto-negación, y la mortificación que practicaron los Padres del desierto y muchos Santos durante años, diariamente, para crecer en gracia y en mérito, y para ser más gratos a Dios.

Los Santos apreciaban grandemente la gracia, y por eso no sólo hacían lo que estaba a su alcance para no perderla, sino que incluso hacían más y más penitencia y obras de caridad, para incrementarla, y no sólo de día, sino también de noche, haciendo penitencia y rezando a altas horas.

Además, el amor por la gracia los llevaba a desear fervientemente que sus prójimos también participaran de la misma, y para que sus prójimos vivieran en gracia, no dudaron en dejar todo lo que tenían, incluido familia y países de origen, para transmitir a los demás la alegría de vivir en gracia.

Si los Santos tenían tanto entusiasmo por la gracia, era porque en la meditación habían adquirido un profundo conocimiento de su inmenso valor. Por eso cantaban así a la gracia: “¡Oh gracia divina, jardín de delicias, maestra de la vida! Eres nuestra guardiana, nuestra compañera, nuestra hermana y nuestra madre. ¡Luz deslumbrante, bálsamo puro y amable, muralla inexpugnable! ¡Árbol de vida, fuego ardiente, tea encendida, radiante sol! ¡Rocío de celestiales bendiciones, río del paraíso, amable arco iris, vino precioso del festín de Dios, leche de los hijos de Dios, aceite suave y sal reconfortante de nuestra alma, madre de todo bien!”

San Efrén dice así: “Esfuérzate por conservar siempre en tu espíritu la gracia divina y no te dejes engañar. Debes honrarla como a tu protectora, no sea que, ultrajada por ti, te abandone. Apréciala como a maestra invisible, para que no te pierdas en las tinieblas, si se alejara de ti. No afrontes combate alguno sin encomendarte a ella, pues quedarías vergonzosamente derrotado. No avances sin su compañía por el camino de la virtud, porque el león rugiente te prepara la emboscada. Sin que te hayas aconsejado de ella nada emprendas que se refiera a la salvación de tu alma, porque muchos dejaron seducir su corazón por la apariencia de bien.

Obedécele con corazón sumiso y ella te aclarará todos tus asuntos. Hará de ti un hijo del Todopoderoso, si la tomas por hermana. Como madre, te nutrirá de su seno; contra tus perseguidores te protegerá cual si fuera una madre. Puedes confiarte a su amor y a su condescendencia, pues ella es la reina de las criaturas.

¿Qué, todavía no has reconocido en ti el poder de su amor? Tampoco los lactantes se dan cuenta todavía de la solicitud maternal para con ellos. Ten paciencia, sométete a su dirección y recibirás sus frutos y sus bendiciones. Los niños pequeñitos no saben cómo son alimentados; pero cuando llegan a la edad adulta, admiran la fuerza de la naturaleza. Así también tú, si perseveras en la gracia divina, llegarás a la perfección”[2].

Todo es vanidad de vanidades, y los placeres y los atractivos del mundo son sólo espejos de colores, que brillan por un instante antes de mostrar su nada, y por ser nada, cansan y hartan al alma con su vacío sin sentido; sólo la gracia divina hace plenamente feliz al alma con la luz, la bondad, la alegría, la paz, y la vida de Dios Uno y Trino.


[1] Cfr. Scheeben, M. J., The glories of Divine Grace, TAN Books Publisher, 306ss.

[2] De gratia.

lunes, 11 de octubre de 2010

Los hombres desprecian la gracia


La primera condición para recibir la gracia, es la fe sobrenatural[1]. Sin la fe no se puede adquirir la gracia: sólo ella nos hace buscar y hallar.

Si queremos conseguir la gracia, debemos conocer su valor, para buscarla y desearla, y después debemos saber dónde buscarla y encontrarla, para dar realmente con ella[2].

Por la sola razón natural, no podemos darnos ni siquiera una idea de la hermosura y del valor de la gracia. Si siguiéramos sólo nuestra razón natural, jamás de los jamases seríamos capaces de descubrir los inmensos tesoros y las increíbles hermosuras de la vida de la gracia; la razón sólo nos puede hacer ver el valor de los bienes terrenos y pasajeros, pero no nos puede conducir, de ninguna manera, a los bienes celestiales de la gracia. Con nuestra sola razón, nunca tendríamos deseos ni nostalgia del cielo, y nunca buscaríamos el seno de Dios Uno y Trino, nos quedaríamos en lo que conocemos, y en lo que podemos medir con nuestra razón.

Pero si la fe comienza a brillar, en el fondo del corazón, como “lámpara que luce en lugar oscuro”, como “lucero de la mañana” que brilla “hasta que despunte el día”[3] y brille el Sol de justicia, Jesucristo; si el mismo Dios nos revela los misterios y los tesoros de la gracia, y hace surgir en nuestro interior una imagen de su hermosura, en ese mismo momento, se produce un movimiento en nuestra alma, el deseo de conquistar, cuanto antes, el tesoro de la gracia.

Sorprende constatar cómo, con cuánta ligereza, creemos lo que el mundo dice, sin ponernos ni siquiera a reflexionar si lo que se dice es o no verdad; aún cuando falten motivos razonables, creemos en lo que nos dice el mundo. Cada cual tiene por verdadero o quiere creer en lo que desea o en lo que halaga su vanidad y su amor propio; admite con gusto que le sean prometidas cosas que no las puede o no las quiere cumplir.

¿Por qué no hemos de creer con prontitud y alegría lo que se nos ha dicho acerca del gran honor y alegría sobrehumanas que nos vienen dados con la gracia? ¿Cuántos hay, hoy en día, que tienen por despreciable el bautismo, que consideran cuentos para niños la Comunión, que desprecian la Confirmación, que olvidan por “aburrida” a la Santa Misa, que ignoran la Eucaristía porque “no sienten nada”? ¿Cuántos hay, hoy en día, que no creen en lo que la Iglesia dice acerca de estos inefables sacramentos? ¿Cuántos hay, hoy en día, que prefieren perderse en los sombríos atractivos del mundo, antes que entrar en la más humilde de las iglesias? ¿No es esto un indicio de que no se cree a lo que la Iglesia dice acerca de la gracia, y que por lo tanto, no hay fe sobrenatural? Y si no hay fe sobrenatural, entonces no hay modo de que se pueda recibir la gracia. Una y otra se necesitan: si no hay fe, no hay gracia; si no hay gracia, no hay fe.

Creemos a lo que nos dice el mundo, y nos dejamos guiar por lo que el mundo dice, y tenemos en gran valor y estima lo que el mundo nos propone, y nos desvivimos por conseguir lo que el mundo nos ofrece.

Sin embargo, poca o ninguna atención prestamos a lo que la Iglesia nos dice; poca o ninguna fe damos a los dones recibidos de Dios a través de la Iglesia: el ser, por el bautismo, hijos de Dios, reyes del cielo y de la tierra, hermanos de Dios Hijo, hijos de Dios Padre, hijos de la Madre de Dios, unidos todos por el Espíritu del Amor divino, el Espíritu Santo.

Con frecuencia, nos llenamos de orgullo por algún que otro éxito mundano, y nos llenamos de amor propio cuando conseguimos algún fin mundano y terreno, y sin embargo, no nos sentimos orgullosos, ni tampoco nuestro amor propio se satisface, cuando consideramos nuestra filiación divina, nuestra condición de redimidos por la Sangre del Cordero, nuestra condición de ser templos vivientes del Espíritu Santo.

El que es orgulloso, y el que tiene amor propio, y el que satisface su orgullo y su amor propio con los vanos vientos de la vanidad humana; ¿no debería alegrarse y llenarse de orgullo, y amarse a sí mismo, por haber sido elegido por Dios, desde toda la eternidad, por haber asistido aunque sea a una sola Misa, en donde el Dios de los cielos viene al altar para donarse en apariencias de pan y vino?

Es Dios, con su autoridad divina, quien nos revela los tesoros inmensos de la gracia, a través de la Iglesia, por medio de su Magisterio, por medio de la doctrina de los Padres de la Iglesia; la propia grandeza y omnipotencia de Dios es quien nos garantiza que puede darnos verdaderamente y nos dará en la vida eterna todo lo que está contenido en la gracia, en germen, en esta vida.

Sabemos que nuestra fe sobrenatural no es vana ni carente de fundamento, sino que posee, por el contrario, toda la certeza y la seguridad que pueda darse.

Cambiemos la orientación de nuestra mente y de nuestro corazón: en vez de dirigirlos al mundo, lo dirijamos a Dios y a su Iglesia, y creamos, con fe sobrenatural, todo lo que la Iglesia nos dice, y así prepararemos nuestro corazón para recibir el mar infinito de gracias que nos viene de los Sagrados Corazones de Jesús y María.


[1] Cfr. Concilio de Trento, Ses. VI, c. 8.

[2] Santo Tomás, I, II, q. 113, a. 4.

[3] Cfr. 2 Pe 1, 19.