viernes, 29 de junio de 2018

Dios nos colma de gracia por Amor, es por amor que debemos conservar y acrecentar la gracia



         ¿Cómo describir al pecado mortal? El pecado mortal se puede comparar, por ejemplo, con la muerte natural de un hombre: así como un hombre muere cuando el alma se separa del cuerpo y deja de informarlo y de darle la vida, así el alma muere espiritualmente cuando comete un pecado mortal[1], porque el alma se desprende de la gracia, que es la vida divina en el alma. El pecado mortal es “muerte” espiritual porque el alma deja de tener en sí la vida de Dios; es decir, está muerta a la vida de Dios, aun cuando siga viva en su estado natural. Esto último es un hecho de comprobación cotidiana, pues es de experiencia que los hombres cometen pecados mortales, es decir, mueren a la vida de la gracia, pero siguen vivos con su vida natural –continúan hablando, caminando, etc.-.
         Ahora bien, en el plano espiritual sucede algo que no sucede en el plano corpóreo: si un hombre después de muerto no puede volver a la vida porque su alma ya se separó definitivamente de su cuerpo –sólo volverá a unirse en la resurrección final-, el alma sí puede recuperar la vida divina perdida, por medio de la recepción de la gracia. Es lo que nos sucede en cada confesión sacramental y es lo que nos sucedió a todos y cada uno de nosotros en el bautismo sacramental: tanto en la confesión como en el bautismo, el alma recibe una infusión de la gracia y por medio de esta, la vida divina. Por el sacramento de la confesión volvemos a la vida de la gracia luego de estar muertos por el pecado mortal; por el bautismo somos rescatados de la muerte espiritual en la que el pecado de Adán y Eva nos sumergió y quien nos rescata y vuelve a la vida en cada sacramento es Dios.
Tanto en la confesión sacramental, como en el bautismo, desciende sobre el alma la Sangre Preciosísima del Cordero de Dios, Jesucristo y, como Jesucristo es Dios, en su Sangre está contenido el Espíritu Santo. Esto significa que por los sacramentos, Dios nos infunde su Amor, el Espíritu Santo y por medio del Espíritu Santo, Dios une a Sí nuestra alma. Para darnos una idea más gráfica de lo que sucede con los sacramentos, tomemos la siguiente imagen: imaginemos un recipiente, como por ejemplo, un ánfora o tinajas de las que se usaban en la Antigüedad -tal vez como las que se usarían en las Bodas de Caná-: nuestras almas en pecado mortal son como esas ánforas vacías, porque están vacías del Amor de Dios; por el sacramento de la confesión y por el bautismo, Dios derrama sobre nuestras almas su Amor, el Espíritu Santo, y colma nuestras almas con su Amor, así como un ánfora se colma de agua cristalina, o del vino más exquisito, como en el caso de las Bodas de Caná. Al derramar su Amor sobre nosotros, Dios no solo borra nuestros pecados, sino que nos une a Sí, es decir, nos introduce, por así decirlo, en su Corazón de Dios, uniéndonos íntimamente a Sí. Como consecuencia de esta íntima unión con Dios, nuestra alma recibe una nueva vida, una vida que es distinta a esta que conocemos y con la cual vivimos todos los días: es la vida de Dios, la vida sobrenatural, que es donada por la “gracia santificante”. Algo que debemos considerar es que Dios nos perdona los pecados y nos concede su Amor solo por Amor, no por obligación y como el dicho dice: “Amor con amor se paga”, nuestra obligación es demostrar amor de gratitud a Dios y ese amor lo demostramos efectivamente no con palabras, sino con obras, mediante las cuales buscamos preservar, incrementarla e intensificar la gracia recibida.
Entonces, es por amor que nosotros debemos conservar nuestra ánfora –nuestra alma- llena de la gracia y el Amor de Dios y nunca vaciarla por el pecado mortal.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Ediciones Logos, Rosario 2013, 76.

miércoles, 27 de junio de 2018

Los criterios del mundo no son los criterios de Cristo



Cristianos en fiesta mundana.

         El mundo tiene criterios de vida que son opuestos a los de Cristo: según el mundo, el hombre puede y debe dar rienda suelta a sus instintos y pasiones, lo cual se traduce en, literalmente, hacer lo que se quiera cuando quiera y como quiera. Para el mundo, no hay nada que detenga la pasión del hombre: basta con que el hombre se proponga algo, para que lo consiga; basta que el hombre desee algo, para que ese deseo sea convertido en realidad, aun cuando sea un deseo contra-natura, o aun cuando ese deseo sea asesinar a los niños por nacer en el vientre materno. Todavía más, el mundo le llama, a estas pasiones irracionales del hombre, dejadas en total desenfreno, “derechos”. Así, hay un derecho al homomonio, hay un derecho al aborto, hay un derecho a cambiar la sexualidad cuando se quiera y como se quiera. Para el mundo no hay reglas y la única regla, es el primer mandamiento de la Iglesia de Satanás: “Haz lo que quieras”.
         Sin embargo, los criterios de vida de Jesucristo son radicalmente opuestos a los del mundo. Están basados en el cumplimiento de la Ley de Dios, en la observancia de sus preceptos, en la oración, en la vida de la gracia, en el cuidado de la vida interior, de la Presencia de Dios en el alma. Los criterios de Cristo conducen a la vida eterna; los criterios del mundo, conducen a la muerte eterna.
         El joven católico que ha recibido la instrucción catequética sabe cuáles son los criterios de Cristo que deben guiar su vida y sabe cuáles son los criterios mundanos que debe evitar: todo mal pensamiento, toda mala palabra, todo mal deseo, toda mala obra, deben ser arrancados inmediatamente del corazón, así como se arranca de raíz una mala hierba que puede arruinar el jardín entero.
         Cuando el joven católico sigue los criterios de Cristo, se convierte en un seguidor de Cristo y está bajo el amparo de su Santa Cruz; cuando el joven católico se aparta de los criterios de Cristo, se convierte en un apóstata y deja de estar  bajo la cruz de Cristo, para estar bajo las alas negras del Ángel caído, Satanás. Cada joven elige el camino a seguir, si quiere seguir a Jesucristo, o si quiere seguir a Satanás.

martes, 26 de junio de 2018

Joven católico: o estás con Cristo, o estás contra Cristo



         

         Muchos jóvenes católicos, que acuden a la iglesia con cierta frecuencia, se diferencian de los jóvenes católicos apóstatas –es decir, aquellos que hicieron abandono teórico y práctico de la religión católica- en que respondieron a la gracia actual que los impelía a acudir a la Iglesia. Ahora bien, el hecho de asistir a la Iglesia con cierta regularidad, implica un deber de cara a Dios y es el de dar testimonio público de Él. Quien se dice católico, debe serlo en toda ocasión, no solo cuando asiste a un oficio religioso, como la Santa Misa, o cuando forma parte de un encuentro religioso. Quien se dice católico, debe caracterizarse como tal públicamente y esto se demuestra en el cumplimiento de los Diez Mandamientos, por ejemplo.
Quien se dice católico y piensa que es católico porque asiste a Misa con cierta regularidad, pero luego en público niega a Jesucristo porque no cumple sus Mandamientos, es un católico tibio, cuyo destino es ser vomitado de las entrañas mismas del Señor Jesús, tal como Él lo dijo en el Apocalipsis: “Porque no eres ni frío ni caliente, sino tibio, te vomitaré de mi boca”[1]. Es un joven católico tibio el que, por ejemplo, en un partido de fútbol, hace de la maldición, la maledicencia y el insulto, su vocablo común, sólo porque está en un partido de fútbol. Es una pésima costumbre de los jóvenes católicos amoldarse al pensamiento mundano y pagano y, en vez de santificar los ambientes en los que se encuentran, comportándose de manera tal que su obrar refleje los Mandamientos de Jesucristo, cometen un acto de apostasía, plegándose a los modismos perversos del mundo, como la maledicencia, el insulto y la maldición.
A estos jóvenes católicos, cuyo comportamiento tibio es equivalente al de la cobardía, les vendría bien recordar las palabras de Jesús: “Al que me niegue delante de los hombres, Yo lo negaré delante de mi Padre” (cfr. Mt 10, 33; Lc 12, 9). Un joven católico niega, en la práctica y en la vida real, a Jesucristo, cuando por ejemplo, en un partido de fútbol, se entrega a la maledicencia, a la maldición, al insulto, y a toda clase de bajeza moral, aun cuando solo sea simplemente pronunciada. Estos católicos tibios y cobardes se equivocan porque al negar a Jesucristo, piensan según las categorías mundanas, según las cuales es “más hombre” el que dice más malas palabras o el que dice las groserías más vulgares e inmorales que se puedan imaginar, aun cuando sean solo de palabra. Es más varón –esto vale también para la mujer- quien, guiándose por la gracia, domina sus malas inclinaciones; es menos varón –esto vale también para la mujer- y se acerca a la bestia irracional aquel joven católico que, rechazando la gracia, se deja arrastrar por sus bajas pasiones, aun cuando solo las pronuncie.
         Joven católico: no te engañes, a los ojos de Dios las cosas son o blancas o negras, no hay intermedios, porque así lo dice Jesús: “Que tu sí sea sí y tu no, no; lo demás, viene del Maligno” (Mt 5, 37). O sirves a Jesucristo y cumples sus Mandamientos en el lugar en el que te encuentras –familia, estudio, diversión, fútbol, etc.-, o sirves al Demonio. Si te inclinas por el insulto, la maledicencia, la maldición, la impureza, o cualquier clase de bajeza moral, NO ESTÁS con Cristo, estás con el Demonio. Quien no cumple los Mandamientos de Dios, cumple los mandamientos del Diablo. No hay posibilidad intermedia.
         Estás advertido. No digas que nadie te lo dijo. Sé valiente, sé verdaderamente hombre, ama a Jesucristo y da testimonio de Él, en la oración íntima con Dios, pero también en la vida pública, en toda ocasión, aun cuando esa ocasión parezca banal. Como en un partido de fútbol.


[1] 3, 16.

jueves, 14 de junio de 2018

La vida tiene un sentido y es la eternidad



         Al igual que de un camino o ruta que se traza entre dos ciudades, se dice que tiene un sentido, porque se inicia en un lugar y termina en otro: nadie construye un camino que vaya a ninguna parte y en el camino no hay ningún letrero que diga: "Camino a ninguna parte". Siempre hay un destino, siempre hay un punto de arribo, de llegada; siembre hay un sentido: de la misma manera, también esta vida terrena tiene un sentido, porque comienza en el tiempo y finaliza en la eternidad, luego de atravesar el umbral de la muerte terrena. Después de esta vida terrena, existe otra vida, la vida eterna y esta vida terrena no es sino una prueba y una preparación para esa vida eterna.
         El sentido de esta vida terrena es el de lucha para conquistar la vida eterna, la felicidad en la contemplación de la Trinidad en los cielos. Ahora bien, el hombre es libre y si bien está destinado a esta vida eterna, no todos la alcanzarán, en el sentido de que no todos quieren la vida eterna. Dios respeta nuestra libertad y en nuestra libertad está el poder decidir si queremos alcanzar o no la vida eterna. Para el cristiano –y para todo hombre, aunque no lo sepa-, la única forma de alcanzar la vida eterna es a través de la cruz de Jesucristo. No hay otra forma de alcanzar la vida eterna, que no sea por la cruz de Cristo, por Cristo en la cruz.
         Vivir esta vida terrena sin la perspectiva de la vida eterna, es vivir una vida sin sentido, igual que un camino que no conduce a ninguna parte: solo la cruz de Cristo, en cuanto nos alcanza la vida eterna, le da sentido –el único sentido- a esta vida terrena y el camino para llegar a Cristo es, a su vez, la Virgen. Como cristianos, permanezcamos siempre unidos a Cristo crucificado, a fin de poder alcanzar la vida eterna.

viernes, 8 de junio de 2018

Con qué se compara el pecado mortal



         El pecado mortal, como el que cometieron Adán y Eva, es comparable a la muerte de una persona[1]: así como una persona muere cuando el alma se separa del cuerpo, así el alma muere cuando el alma se queda sin la gracia, que es la vida de Dios en el alma. Al quedarse sin la gracia, el alma muere irremediablemente, porque muere a la vida de Dios y esto aun cuando la persona continúe hablando, caminando, riendo, etc.; es decir, aun cuando la persona continúe con su vida cotidiana de todos los días.
         Por el Bautismo sacramental somos devueltos a la vida, luego de haber nacido muertos espiritualmente –porque el pecado de Adán y Eva se transmite en la generación y por eso los hombres nacemos con el pecado original, es decir, muertos a la vida de Dios-. Regresamos a la vida de Dios en el Bautismo porque allí Dios unió a Sí nuestra alma[2]. Sobre nuestra alma se vertió el Amor de Dios –el Espíritu Santo-, que quitó el pecado original y esto sucedió porque invisible y misteriosamente, pero no por eso menos real, sobre nuestras almas se derramó la Sangre de Jesús y, con la Sangre de Jesús, el Espíritu Santo. Al unir a Sí nuestra alma, Dios la hizo partícipe de su propia vida divina, haciéndola vivir desde entonces con una nueva vida, distinta a nuestra vida natural, y es la vida sobrenatural que da la gracia santificante. Nuestra obligación como cristianos es conservar, preservar y acrecentar esta vida[3].
         Cuando Dios nos une a Sí mismo concediéndonos su gracia y haciéndonos participar de su vida divina, a partir de ese momento, no nos abandona nunca. Es decir, si de Dios dependiera, jamás permitiría que nos quedemos sin la gracia santificante; jamás permitiría que nuestra alma muriera por el pecado mortal.
         La única manera por la cual la gracia de Dios deja de estar en el alma –y por lo tanto, el alma muere- es la separación de Dios, de parte nuestra, por parte del pecado. Como cometer un pecado es una acción libre y deliberada nuestra, Dios no se opone a nuestra libertad. Él no desea que nos apartemos de Él, pero tampoco se opone a nuestra libertad de separarnos de Él, libertad expresada en el deseo de cometer un pecado mortal. Es decir, recibimos la gracia gratuitamente, pero la perdemos libremente, por propia voluntad. Esta pérdida de la gracia supone la mayor desgracia para una persona –incomparablemente más grande a cualquier desgracia que pueda sobrevenir en esta vida- y ocurre cuando una persona, libremente consciente de su acción, toma la decisión de desobedecer a Dios, voluntariamente, en materia grave.
         Cuando esto sucede, es decir, cuando la persona sabe que es materia grave y lo mismo comete la acción, comete el pecado mortal, pecado por el cual el alma muere a la gracia de Dios y por eso se llama “mortal”. Esta desobediencia a Dios  y a su voluntad –expresada en los Diez Mandamientos y en esos Mandamientos explicitados por Jesucristo, la Sabiduría de Dios encarnada- consiste en el rechazo de Dios y su vida. Para darnos una idea, imaginemos un robot que está conectado a una fuente de energía eléctrica, que le permite sus operaciones y movimientos, por medio de unos cables: si se cortan los cables con una tijera o si se apaga el interruptor, deja de recibir energía eléctrica y el robot “muere”, es decir, queda sin su “vida” que le era proporcionada por la corriente eléctrica. O también podemos imaginar la luz de nuestra casa y qué es lo que ocurre durante un apagón: toda la casa queda a oscuras porque se fue la luz: la casa es nuestra alma, la luz es la gracia, la oscuridad es la consecuencia del pecado y lo que causó el apagón es el pecado mortal: el alma queda a oscuras y muerta luego del pecado mortal, aun cuando exteriormente pueda seguir cumpliendo sus funciones vitales normales.
         Pidamos siempre la gracia de que no se provoque un “corte de luz” en nuestras almas, que nuestras almas nunca se queden sin la gracia. Para eso, vale la jaculatoria con la cual Santo Domingo Savio, un niño santo del Oratorio de Don Bosco, recibió la Primera Comunión: a los nueve años de edad tenía tan claro qué era lo que sucedía en el alma, que su pedido frecuente era: “Morir antes que pecar”. Debemos siempre pedir la gracia de perseverar en la fe, en la gracia y en las buenas obras.


[1] Cfr. Leo J. Trese, La Fe explicada, Cap. 6, 76.
[2] Cfr. Trese, ibidem.
[3] Cfr. ibidem.

miércoles, 6 de junio de 2018

Existe un Dios Trino que nos ama



(Homilía para niños y jóvenes de una institución educativa)

         Existe un Dios que es Trino en Personas y uno en naturaleza, un Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo y ese Dios quiere algo de nosotros, los seres humanos: quiere nuestros corazones y quiere nuestro amor. “Dios es Amor”, dice la Escritura, y fuimos creados por un Dios que es Amor, para que le retribuyamos en el Amor y para que seamos felices en el Amor, es decir, en Dios, que es Amor. Quien busque la felicidad fuera de Dios Trino y su Ley, que es una Ley de Amor, no solo no encontrará nunca al verdadero Amor, sino que nunca será feliz y su vida será una vida infeliz y sin sentido.
         Solo en Dios Trino, Dios que es Creador, Redentor y Santificador y que lo único que quiere de nosotros es que le abramos nuestros corazones para que Él pueda llenarlos con su Amor, sólo en Él y en el cumplimiento de su voluntad que es ésta y no otra, el ser humano alcanza no solo el sentido de su vida, sino la plenitud de su vida, en esta vida, en medio de las tribulaciones y persecuciones del mundo, y en la otra vida, en la felicidad de la contemplación de la Trinidad. Solo en Dios Uno y Trino alcanza el ser humano la vida plena y feliz; fuera de Él y su Ley de Amor, sólo hay tristeza y amargura.
         Pretender ser felices en esta vida al margen de Dios Uno y Trino y su Ley de Amor, es como pretender llegar ilesos a destino si ingresamos a contramano en una autopista: indefectiblemente, quien haga esto, no solo no llegará nunca a destino, sino que en su locura -¿a quién, que esté sano de mente, se le ocurre transitar en una autopista a contramano?- arrastrará a muchos otros en su fracaso.
         Si queremos vivir una vida plena, si queremos que nuestra juventud y nuestra vida joven tenga un sentido; si queremos ser felices en esta vida y en la otra, no nos apartemos de Dios; unámonos a Él por el amor, la fe y los sacramentos. No hay otra forma de alcanzar la felicidad y la vida plena que uniéndonos al Dios de Misericordia infinita, Cristo Jesús, que desde la Cruz y desde la Eucaristía implora nuestro mísero amor. Dios nos ama tanto, que como un mendigo suplica por un mendrugo de pan, así Dios suplica por la miseria de nuestro corazón, desde la Cruz y desde la Eucaristía. No hagamos oídos sordos a las súplicas de Amor de un Dios que no dudó en encarnarse, en morir en la Cruz y en quedarse en la Eucaristía, sólo para suplicarnos nuestro amor.